Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

viernes, febrero 23, 2007

La Pesadilla


Esta noche me emborracho bien,
¡me mamo bien mamao!
pa´ no pensar...
Enrique Santos Discépolo


Con el líquido ámbar delante de los ojos, los objetos del cuarto parecían extrañas imágenes pictográfícas, o íconos de contornos desleídos. La lámpara de pie irradiaba una luz resinosa, e incluso los muebles, los adornos expuestos en la biblioteca y los lomos de los libros parecían albergar briznas de ese tono. Iba por la cuarta copa del scotch, tal vez la quinta o la sexta —¿y por qué no la novena?— cuando sonó el teléfono. Valenzuela, son las once, vení al diario a cerrar la página. Se quedó escuchando las palabras —marañas de ruidos guturales—, con la mirada puesta en alguna nada. Colgó el tubo; vació el vaso de un solo trago. No voy a ningún diario, debe ser un error... tengo sueño. Impertinentes, las sombras de la pared lo observaban con sorna. Quizá con lástima. Él se encogió de hombros.
Roncaba. Le parecía escuchar a un tractor en zona pedregosa. Percibió que se movía en el sueño. Que se vestía con el traje gris, los zapatos de media caña y una corbata amarilla mostaza. Podía jurarlo. Fue caminando por Humberto Primo hasta Chacabuco. Veía pasar trasnochadores achispados hablando solos, pateando a gatos insolentes o las bolsas de basura. Lo miraban como a un bicho raro. Quería alejar esas imágenes, comprobar que deliraba, que estaba arrumbado en su cama. Sus manos y piernas parecían extintas; no respondían.
Decidió levantarse, refrescar su cara con agua helada, mirarse al espejo, comprobar que estaba en su casa. Quiso gritar, la voz parecía atascada, como angustia de pesadilla. No podía. Hizo un esfuerzo; ¿como es que dicen...? ¡supremo! Eso es, supremo. Caminó... miró sus piernas y comprobó, asombrado, que eran las suyas. Quiso pellizcarse, sentirse de hueso y carne. Nada. Se acercó al espejo y vio el rostro de un viejo. No era el suyo. No podía tener esa cara de viejo idiota. Se rindió: es una pesadilla que se prolonga, dedujo. No puedo estar aquí.

La bruma lo envolvía todo. De pronto se encontró frente al boliche que buscaba, Telmo Tango. Miró la hora: las tres de la mañana. Habitual, como su vida y el trabajo, meticuloso cronista de la página policial, siempre excedida de noticias groseras, sensacionales, crímenes, violaciones, asaltos a mano armada, droga, travestis. Y la prosa rutilante, atrapadora. Sos un genio, che Valenzuela... pensó.
Las parejas iban saliendo. Le parecieron maniquíes mecánicos marchando por la calle umbría. Las minas escotadas tenían ojeras que semejaban sellos de correo, y los ojos afiebrados derramaban lágrimas de ginebra que goteaban por las mejillas encremadas. Los tipos andaban canyengueando, igual que monigotes de cera que podrían derretirse como velitas de cumpleaños.
Esperó. Fumaba los cigarrillos con simpatía; contemplaba el humo y sonreía como un tarado. En eso los vio salir. El tipo, trajeado con el terno de vejestorio de mucha guita, la llevaba con una mano sobre los hombros. Como él la había llevado en otra época — hacía dos noches—, hasta que pelearon como dos changadores del ex Abasto. Se habían insultado, zaherido, humillado, fajado a piña limpia como dios manda... Promesas de amor eterno, copas, copulaciones y jadeos huraños (...o tiernos....) se fueron derrumbando en el brete del insulto, la sacudida, el ultraje rancio.
La pelada del viejo fulguraba en la madrugada. Parecía un espejito que rebotara la luz del foco callejero. Entre tanto, él escuchaba los tacos de ella quebrando la sordina de la madrugada. Esos pasos firmes −que tan bien conocía−, se clavaban en su pesadilla como un tam tam selvático... O como tachuelas de acero en la cabeza.
Él caminaba detrás. Parecía propiamente un personaje de gotán de los años treinta siglo XX, mordisqueando venganzas pueriles, imaginando crímenes pasionales. Todo permitido. Soy un cobarde, murmuró hipando mientras sus hombros se agitaban como en plena crisis de tos convulsa. La pareja se detuvo. La cabeza calva se sesgó y él adivinó el beso, esos besos arramblados por el extraño ochentón. Y ella, maldita hembra, promesa desvanecida en la lujuria de sus deseos insatisfechos, lo abrazaba apoyando sus labios fatales en los del viejo — apergaminados como pasas de uva —, mientras palpitaban en su boca, espesa de tanto ámbar, recientes e interminables besuqueos... No somos nada, somos una mierda, repetía meciéndose con donaire de mamado.
Sintió el envión de la sangre en sus ojos, la angustia en el corazón, la rabia perforándole la envidia. Ya no resistió... se acercó con pasos de villano de cartón, sacó la beretta y vació el cargador. Los dos se derrumbaron y él, arrodillado, le decía en con voz nasal, perdonáme, Griselda, no quería perderte y preferí matarte, quedarme con tu recuerdo. Escena clásica, reputada para la historia del tango pasional o la página de Valenzuela en el diario. Aunque él no iba a escribirla.

Percibió que lo sacudían. Se despertó, las mejillas cubiertas de lágrimas. Miró la cara del tipo con uniforme azul y el bigotito rubio, los ojos burlones observándolo. Quiso levantar la mano; no pudo. Tenía puestas las esposas.
—Che, ¿estabas pasado de copas esta madrugada, no?
—De qué me está hablando, oficial... ¿cómo mierda llegué aquí?
—¿Por qué le tiraste a la pareja la bolsa de basura, loco...? A las tres de la mañana les gritabas: ¡Yo los mato… yo los mato! ■

sábado, febrero 17, 2007

Las dos muertes de Tomás Achille



Le tomó su tiempo darse cuenta. Es que hay distintas clases de cambios. Los hay bruscos, notorios, repentinos. Como decir que son cambios varoniles, vigorosos, leales. Te ponen a prueba y no son traicioneros. Pero a Tomás Achille la cosa le vino de a poco. Como lamiéndole los sentidos; desarmándole las defensas; volteándolo con una finura maliciosa, casi invisible.
El hombre se resguardaba detrás de un mostrador rengo, tallado por esas arrugas de viejo apareadas a su propia vejez. Almacén de barrio en el borde cansado del suburbio, estanterías de provisiones que surtieron a una población sufrida y pobretona. Tieso. Detrás de esa mampara sin horizonte, siempre. Servicial, infaltable, maniatado por el fiado, los créditos incobrables, el trato afable, y la yapa coimera extinguida en las fauces del fin de la historia.
Levantó el boliche en los años de oro y plata, aguantó la inflación, los bajones. Y después de tanta aventura, paciencia, vejez, la cosa se cae, se fisura. Las exigencias prepotentes de los bancos, y las deudas esas que revolotean en las noches insomnes, ya no le dan paz. Pasaban los días, las semanas, y las mercaderías alineadas no cambiaban de lugar. Una polvareda insulsa, voraz y diestra cubría los estantes con una capa lúgubre y sepia. De vez en cuando solitarios paquetes de fideos o arroz, un huevo, o medio pan, cobraban vuelo. Y el lacónico mañana se lo pago, disuelto en la torpe brevedad de la promesa.
Ese día Tomás Achille no aguantó. Salió apurado, cruzó la callecita alumbrada por un sol avariento, y le gritó:
–¡Eh, doña Luisa! ¿Qué pasa que no viene al almacén? ¿Qué lleva en esas bolsas?
–Qué le ocurre don Tomás. Usted parece sordo y ciego.
–¿Por qué me dice eso? ¿Está enojada por algo?
–Pero dígame, viejo, ¿usted no se da cuenta de que la gente no compra más en los boliches? Tenemos el súper a tres cuadras. Hay de todo, don Tomás, allí compro el pan y la leche, el asado, repongo vasos rotos, compro pantalones y camisas, conserva, fideos. Y con la tarjeta. Es el fiado moderno ¿Se da cuenta, don Tomás? El boliche es para los que no tienen, para los muertos de hambre que no quieren trabajar. Está listo. Entiérrelo, don Tomás, ¡hágame caso!
El viejo baja los brazos, cruza con lentitud, entra en el refugio, se parapeta detrás del mostrador con esas arrugas equiparadas a las de su vejez. Lo acompañan la soledad y el silencio del almacén.
Vieja bruja mentirosa, piensa. Aunque él lo sabe. No presume ni duda. Los pocos huecos en los estantes –fantasea– son como espacios vacíos que aguardan unos féretros grises y compactos que rellenen la escuálida escenografía.
Se acerca a la persiana herrumbrada y con el hierro entumecido por tantas bajadas engancha la medialuna. La ve descender quejumbrosa, lenta, igual que el telón de un viejo teatro de provincias en vísperas del cierre final. La bruja ésta tiene razón, masculla resignado el viejo. Te has muerto, La Porota, sos un cadáver.
Al día siguiente, los aullidos desafinados de Pelele, el perro, despiertan al vecindario. Las mujeres caminan presurosas hacia el súper. Ni cuenta se dan esa mañana que la persiana de La Porota permanece baja, rígida, callada. Como muerta ■

M A D R E O R G A

Le cuesta recordar porqué se encuentra allí, en ese portal oscuro, mirando inquieto hacia la esquina. Ve la sombra deslizándose con cautela, sigilosamente adosada a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que aguarda algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita.
El auto, raudo, rasante, hace pedazos la calma de la noche. Como una exhalación imprevista se detiene con violencia calculada a un paso de la sombra. Los tres tipos saltan del vehículo con eficiente ferocidad y sin preámbulos, con saña, acribillan la figura negruzca que cae revolcándose en su sangre, como un cuerpo que libera sus entrañas y luego se transforma en una masa compacta de desechos.
Los disparos secos, sucesivos, siegan con su estruendo la pastoral calma nocturna. Uno de ellos se acerca a la cosa derrumbada y quieta y con la punta del botín le patea las costillas. Parece disfrutar con esa última profanación al hombre muerto, mientras la patota sonríe satisfecha. Se van. El auto se extravía entre la bruma opaca que cubre las calles silenciosas. Una pausa tristona parece detener fugazmente la noción de tiempo, el sentido acrisolado de la vida. La esquina vuelve a sumirse en su monotonía de suburbio, taciturno y aburrido.
Parapetado en el umbral sombrío, el enigmático espectador tirita. Tiene una curiosa sensación: lo acaecido no le es ajeno. Como la proyección refractada de algo que ocurrió. O de algo que va a ocurrir.
Se incorporó con violencia mientras la transpiración le empapaba el rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras, no se compadecían de su juventud. Reconstruyó el sueño: “Truculento y tan vívido”, pensó, mientras se pasaba la mano por la mejilla.
La preocupación le inundó los pensamientos. Fue inútil: ya no pudo remontarse a otra cosa y la figura de la sombra convertida en un guiñapo sin vida retornó con punzante nitidez. Se estremeció.
Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al empleo pero esa pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado y alcanzó a treparse al colectivo. Contempló a los pasajeros buscando una figura que encajara en el molde arcano de su visión.
Rastreó las causas que generaron ese sueño tan cercano a la memoria de sus noches pretéritas, recientes. Percibió el miedo. Como una realidad suya, propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, uniendo imagen tras imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios esparcidos de un espejo roto, que lograba recomponer en un todo homogéneo hasta que el eco de los disparos fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables partículas salpicadas de sangre.
Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo para firmar la entrada. Los otros empleados lo miraron con curiosidad. Él no tenía ánimos para enhebrar coloquios estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se abroqueló en el escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a examinar bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que vio en su sueño, a los ladrillos rugosos cuyos resaltes picaneaban al hombre convertido en sombra. Su mirada se extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el espacio, más allá de este universo que se le antojó cruel y conflictivo. La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a la silla.
Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota para él. Se sobresaltó pero fue a recogerla:
«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de trombón. Traélo. Pepi», leyó en silencio.
Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro. Lo invadió la angustia; como un rubor insolente que tiñe las mejillas y no pide permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y en el Negro. «Cayeron con honor y valentía cumpliendo una tarea revolucionaria», recuerda haber leído en el boletín de la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la otra verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple, insulsa y terrible.
Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió a ver, cayeron en acciones cuestionadas por irresponsables e improvisadas. Los rumores, que fisuraban la presunta hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales dudosos y anclaron en su ánimo, ya percudido.
Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si alguien le hubiese restallado un látigo en los oídos. Cerró los ojos y sintió que un sudor helado descendía desde sus sienes y la frente; lo percibió como hilos de sangre que iban coagulándose. Pretextó una indisposición y abandonó la oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hacía más de tres meses que no la veía... Desde que alguien que conocía cayó en una inexplicable emboscada.
Se tumbó sobre la cama sin probar bocado. Sabía que no era inapetencia. porque el temor lo venía jaqueando incluyéndolo en un desalmado juego en el que los estímulos al martirio languidecían, estrellándose contra el muro del miedo físico, ante el temor a una muerte irreparable, total, definitiva. También a él le llegó la narrativa triunfalista de los boletines, las odas huecas y reiteradas ponderando la heroicidad de los combatientes, artífices de las victorias populares: «La Orga ya es parte de los sentimientos del pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía. Dudaba angustiándose, agonizando con esa implacable sensación de culpa que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de sus sentimientos.
Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestionó lo que sentía: «¿Porqué esta caída en el derrotismo pequeño burgués?». Sollozó sin pudor en la soledad de su cuarto gris, que de pronto se le antojó una celda, un féretro que le farfullaba con malicia un final no invocado. Que rechazaba, porque aún no había conocido la cara feliz de la existencia. Porque amaba lo que no le fue dado disfrutar.
Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso de las celadas que lo acechaban y que, sin duda, podían segregarlo de esta vida a la que tanto se aferraba. Se percibía abyecto cuando dudaba de la Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la felonía: «¿Qué me pasa?», interrogó acongojado a su conciencia. Luego se durmió.
Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo como una sensación natural. Creyó haber dominado sus aprensiones, convenciéndose de que lo importante era dar la batalla contra los enemigos.
Se preparó huevos fritos. Los comió en silencio, taciturno. El diario dispuesto para la lectura esperaba en vano; el calor y algunos mosquitos lo encolerizaron. Mientras se duchaba escuchó las sirenas que aturdían y entonces recordó que más tarde debía participar en una actividad de la Orga «Que es como nuestra madre», pensó como otras veces. Pero le desafinaba. Decidió creer que se había reanimado.
Quitó un zócalo de la cocinita y extrajo la Parabellum. La acarició con áspera ternura mientras entornaba los ojos. La visión de aquel sueño volvió a embestirlo.
«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció escuchar, lacónicos, terminantes, lo devolvieron a la vida. Un par de lágrimas le birlaron la fe mientras fantaseó a los héroes de su infancia, a los prototipos de su reciente adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, según los cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental de los humanos y había que vivirla a imagen y semejanza de Búfalo Bill, Robin Hood, Sandokan, Scarface o Jesucristo.
Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeño bolso e introdujo la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los documentos, le echó una mirada de simpatía al cuarto y salió. Tomó el colectivo que lo llevaría al lugar. Estaba vacío; como él. La memoria lo condujo al mensaje que recibió esa mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos decidido no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial ¿porqué carajo lo hicieron?» No quiso pensar.

El colectivo penetró en el suburbio. Involuntariamente giró la cabeza y contempló la ciudad que dejaba atrás. El suspiro fue como el gorjeo tristón de un pájaro extraviado que ya no podía retornar al nido. Llegó a destino y descendió sin apresurarse. Abandonó las luces de la avenida internándose en las penunbras del barrio. Al rato divisó la larga pared de ladrillo que daba a los fondos de la fábrica. Se detuvo, miró la hora y esperó oculto detrás de un camión. Cuando llegó el momento caminó como una sombra, «deslizándose con cautela, sigilosamente adosado a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que espera algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita».
Caminaba absorto en sus visiones; distraído y displicente. La frenada y la luz de los focos, brutales, feroces, pasmaron su última brizna de vida. Lo ultimaron sin asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a su sueño, descartado ya de una realidad que no le pertenecía ·

© Andrés Aldao

Este relato pertenece al libro Cuentos desde Lejos, 1999.

miércoles, febrero 14, 2007

Historia Universal de la Bronca. Sí.

( o: La Bronca según San Andrés)

«¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?»


Hay cosas que te dan bronca. Mucha o poca, pero te dan. La gente no puede vivir sin embroncarse, sin agarrarse una bronca de órdago. En el mundo añejo de las horas lerdas, en que la siesta era una cuestión de principio, y levantarse tempranito para ir al laburo era cuestión de ética, ya existían las broncas. Pero eran distintas, más razonables. Menos complicadas, comprensibles incluso. La bronca ha ido cambiando con los tiempos. Aunque se trate de la misma piedra sin pulir que se aloja en la boca del estómago, o cerrándote la garganta, o a la salida del esfínter, las broncas posmodernas están muy extendidas. Sí.
La gente que hace mucho tiempo no trabaja siempre anda con bronca. Las mujeres de los desocupados, a diferencia de las hembras heroicas que sabían poner linda cara al mal tiempo, tienen la bronca pintada en la facha convertida en un vergel de arrugas prematuras. Los hijos de los embroncados también arrastran la bronca despertada al ver a otros pibes y adolescentes engullirse hamburguesas de varios pisos, ir al cine cuando se les canta, comprarse adidas, bermudas, helados en verano, chocolate con churros en invierno.. Sí.
¿Y los otros? ¿Los pibes con bronca? Viven dedicados a contemplar con bronca acumulada el placer gozozo de los otros, cuyas bronquitas capitales son ¿Nos llevan a Londres o a Miami? ¿A la Costa de Sol o a Mallorca?. Los broncosos, por su lado, patean la redonda con furia redoblada, reventando pelotas porque la bronca se va concentrando en el dedo gordo del pie. Sí.
Los comprendo. Cuando yo nací, dicen que mi primera aparición en este valle de lágrimas la hice rojo de ira y gritando como un desaforado. Buscaron cientos de explicaciones a mi bronca precoz, a una bronca que supuestamente no tenía razones valederas, ni científicas, ni puntuales ni casuales, ni causales. ¡Cuán equivocados estaban todos, qué ciegos, madre mía! Sí.
Un día de noviembre, en el año 1929, se me ocurrió piantarme del vientre de mi vieja. Durante años buscaron la clave del enigma en los horóscopos, en las más estrambóticas combinaciones astrológicas. Y nada. Aunque la respuesta estaba a la vuelta de la esquina. El 24 octubre de aquel extravagante año ocurrió un hecho que nadie enhebró con la bronca visceral de quien esto escribe: el hundimiento de la bolsa en Wall Street, la gran recesión estadounidense y la crisis económica mundial.
¿Cómo un tipo normal, sensible, hijo de inmigrantes proles, que nace rojo de ira no iba a nacer embroncado en un mundo que desparramaba broncas y hambres hacia los cuatro puntos cardinales? Porque El que no llora no mama, como muy bien escribió uno de los más preclaros filósofos de la bronca, don Enrique Santos Discépolo. Sí.
¿Ahora comprenden por qué soy un experto, un perito, un desheredado de la fortuna con una bronca que podría denominar, incluso, congénita, genética, cinética? Ser un tipo atacado por la bronca me trae problemas, pero tiene sus ventajas, sobre todo en este feliz mundo posmoderno y globalizado.
La bronca puede ser causada por una úlcera (efecto) o, asimismo, puede provocar una –o varias – úlceras (causa). Algunos dicen que es un sentimiento (como el peronismo). Otros afirman que se trata de un estado de ánimo; hay quienes recurrieron a la teoría psicoanalítica, una melange de complejo de Edipo y efluvios de Medea. Los freudianos ortodoxos explican la bronca como un fenómeno general de la raza humana, provocada por la salida de los fetos a través de la vagina de las santas madres. Sí.
No respeta raza, religión, sexo, color de la piel, ojos y pelo, estado civil, edad. Y existen numerosos tipos y clases de bronca. Tenemos la bronca familiar y la bronca entre familias (un ejemplo famoso: capuletos y montescos); o la bronca que divide a un país (Braden o Perón, Clinton o Starr, católicos y protestantes en Irlanda, laicos y fundamentalistas en Israel); está la bronca entre vecinos o tanos y gallegos, entre porteños y provincianos, y la del barrio norte y los de piel oscura –cabecitas negras, bolivianos, paraguayos, descendientes de los indios¡(estos sí que tienen una bronca de siglos) –, prostitutas y travestis, gringos y marginados, charlatanes y chorritos al paso. Broncas, broncas para todos los gustos! Sí.
La lista de broncas y derivados es más larga que la guía de teléfonos de Tokio, Madrid o Buenos Aires. Incluso en el menú gastronómico hallamos broncas célebres: está la bronca calabresa, la bronca medio caballo y la bronca completa, la bronca a la parrilla o las broncas a la Rossini, el omelete de bronca y cuchilladas, y broncas fritas o pasadas por agua. Repito: es un fenómeno multisectorial, universal y global. Sí.

En todas las áreas del planeta la burocracia del estado, las empresas, la burocracia de cualquier cosa te toma de gil, de punto, de víctima. Te originan la bronca, o la chispa que la enciende. El verso de los que venden, cobran, amenazan, demandan; la procacidad de los políticos, los jueces, los abogados, los representantes del poder; la necedad bravucona del botón rata miserable y de toda la institución yutera; la viveza dos dedos de frente del tendero de barrio, la cajera del supermercado, el taxista, el colectivero, los que venden diarios y los que escriben en ellos, los papanatas de la televisión, los locutores de la radio y la TV, todo ese mundo adornado con lentejuelas y cintitas macramé está hecho para engrupirte, para venderte la droga globalizada, mucho más potente que la otra y para la cual no existen antídotos ni tratamientos que ayuden a superar la globadicción. Sí.
Este período, que algunos idiotas califican como “el fin de la historia”, es una gran bronca, una bronca millonaria porque te comprime, te exprime y te revienta. Y luego te arroja a una alcantarilla denominada el hospital de alienados. Pero hay más piante afuera que adentro. Esta posmodernidad del fin de la historia te estruja, no te deja cavilar y te demuestra que pensar es un acto estúpido, porque los inteligentes del planeta globalizado elucubran todas las soluciones imposibles para todos los problemas posibles. E imposibles. ¿Y esto no te da bronca? A la larga o la corta, broncás. Broncás como un loco furioso. Sí.
Por eso la gente anda con bronca. Porque no sabe cómo salir del pozo, dar un portazo y cerrarle el paso a los que deciden por la gente; que le indican qué comer, cómo masticar, cuando ir al cine, qué programas imbéciles debe ver en la televisión, cuántas cervezas puede tomar diariamente, sistemas sórdidos para fornicar. Lo más importante es no pensar –exclaman –: deje que la XX Company se rompa el coco por usted y le diga lo que tiene que hacer. Y entonces nosotros, que muchas veces nos hacemos los giles porque no nos queda otra, nos agarramos una flor de bronca, una bronca de la puta que lo parió, mientras la sarta de eunucos mafiosos sigue lo más campante, chapando a diestra y siniestra. Si.
¿Y saben como terminan esas broncas? En infartos, cánceres, trombosis cerebrales, separaciones, crímenes, mujeres y chicos golpeados hasta matarlos, incestos, violaciones, delirium tremens, drogas, locura, huídas, vivir en la calle. morirse de bronca. O a veces, agarrando un bufoso calibre 45 cargándose algún reptil degenerado, que ya no le va a hacer agarrar bronca a nadie. Sí.
Y allí, en la vereda de enfrente, están los que ganan con nuestra bronca, los que la provocan, los lúbricos bastardos que sólo piensan en sus beneficios, que explotan a chicos que a gatas levantan una cuarta del suelo, que invierten en prostíbulos infantiles, que dirigen la industria multinacional de la pornografía y estimulan los más bajos instintos de la criatura humana, estrangulados por la bronca, por la bronca universal que resume la indignación, la ignorancia, la ingenuidad, el dolor y las lágrimas del mundo posmoderno. Sí.
¿Pero saben qué? La bronca es como la lava de un volcán que aparenta estar apagado, inactivo e inocente. hasta que va a entrar en actividad. Y entonces, mis queridos hermanos, desde las entrañas embroncadas de la tierra, la lava, hirviente, ciega y furiosa, en nombre de todos los marginados y excluídos que sobreviven con su bronca a cuestas, se esparcirá, iracunda y didáctica, sobre las laderas del planeta globalizado moldeado por las multinacionales, mientras allá arriba, en el cielo celeste, gracias a un milagro reo y prepotente se izará una bandera manuscrita con una ternura que de tan ardiente llegará a los cien grados Farenheit: «Broncudos y broncudas de todo el mundo, uníos!». Ese día, por supuesto, va a ser declarado el día universal de la bronca, libre y soberana. Sí
Y todos los broncudos del mundo, pues, liberados de esa piedra que nos acompaña desde que nacemos hasta que la parca nos engancha, vamos a vivir sin bronca, y la categoría bronca va a cambiar de bando: todos los que nos jodieron desde la edad de piedra hasta nuestros días van a saber qué mierda es la bronca, qué joda es la vida de los embroncados. Sí.
¿Cómo decís? ¿Que esto que yo escribo es una utopía? Tal vez. De todas maneras reconforta, te da ganas de vivir, te hace pasar la bronca. Sí■

jueves, febrero 08, 2007

OJOS CELESTES

Un relato de Andrés Aldao

Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.
Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria. Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tímida, los ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen, casi sin querer…
Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con detenimiento y me parecía que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad, presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus ojos.
En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil, pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su diáfana quietud. Un día se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un combate increíble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a conocerlo.

Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribía con su letra redonda –recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría alguna rendija de su intimidad para volverla a cerrar. Abruptamente.
Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio. Hubieron noches en las que no volvía a la casa. Hablaba poco, lo que era habitual, pero él ya no sabría nada de su vida interior, de las amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda – no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.

Tenía la sensación de que lo perdía. Una pérdida distinta, más abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro. Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es dios, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.
Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos. Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.
La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.

¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa, contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo y tierno como siempre, aunque lejano.
Pero aquel día, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.
Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos políticos. A vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.
Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras. Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque le fue muy duro y difícil.
Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen. Era una despedida. Desde entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.
Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías. Levísimos estímulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una antología de nostalgias, idílica, desesperada e irreal. Ahora recupera en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia irrecuperable.
Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese día entró a la casa, y al abrir la ventana que da al parque vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y tenía los ojos celestes ·