Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, mayo 30, 2007

Al día siguiente


Ester Mann

Elena se despertó deprimida. Un peso en el pecho, como si hubiera ocurrido algo desgraciado, pero no sabía qué. Se había despertado muy temprano, pero no tenía apuro por levantarse. Sólo la esperaba la mañana vacía. Finalmente, el cuerpo no aguantó más y se vistió, se preparó el mate y hojeó el diario. Lo de siempre: más escándalos en el gobierno, accidentes de tránsito, maridos asesinos, más chicos huérfanos.
Su mente no estaba en el diario, iba reconstruyendo la fiesta paso a paso: los invitados que fueron llegando, la recepción con los bocaditos y botellas de todos los colores, más tarde la cena. Se había sentido ridícula parada a la derecha de la entrada, al lado de la madre de la novia. Alberto y su mujer estaban a la izquierda y cada vez que llegaba alguno de sus numerosos invitados las presentaba: -la madre de Damián, la madre de Flora- Parecía que ellos fueran los protagonistas del casamiento. O tal vez, era ella que se sentía como una intrusa porque no había podido ayudar a Damián con los gastos...
Los pensamientos seguían su curso caprichoso, asociaciones que no tenían ninguna lógica. Alberto estaba más flaco, elegante, a tono con la juventud de su mujer. Hacía años que no lo veía. Desde que los chicos habían terminado el ejército solo hablaban por teléfono cuando era imprescindible. Si, el divorcio le había hecho bien, lo había mejorado, por lo menos fisicamente.
¿Y a ella? ¿A ella tambien la habia favorecido divorciarse, criar a los hijos y ahora que el último se había casado, quedarse sola y no saber qué hacer con sus días?
-Amanda, valor, este es solo el primer día!- se habló en voz alta y se asustó. Nunca había hablado sola, ¿las horas inaugurales de su nueva vida y ya empezó a actuar como una solterona?
Decidió probar algo que leyó en alguna oportunidad. Tomó una hoja de papel y un marcador y escribió con mayúsculas y subrayado:

VENTAJAS DE VIVIR SOLA

Comenzó a escribir.

1- si quiero puedo desconectar el teléfono,
2- nunca me faltará el agua caliente,
3- nadie me obliga a cocinar,
4- puedo hacer las dietas que se me ocurran,
5- puedo escuchar la música que me gusta y a la hora que quiera,
6- Puedo invitar a mis amigas a pasar el fin de semana conmigo.

Con el marcador en el aire, se detuvo, pensando qué más podía anotar...

Sin reflexionar, como si lo hubiera decidido hace tiempo, tomó la cartera, salió de la casa y en la Sociedad Protectora de Animales eligió una linda perrita blanca.

LLUVIA

Ester Mann


Septiembre. Fin del verano. Sol calcinante que derrite los huesos. El aire no se mueve, inerte. Las hojas de los árboles han tomado una tonalidad terrosa y las flores se inclinan hacia el suelo, cansadas. En el cielo azul, hacia el este, nubarrones de un gris oscuro, que parecen sólidos, prometen lluvia.
Aparecen en mi mente imágenes espontáneas, asociaciones involuntarias: una quijada de vaca reseca, indios que lanzan flechas encendidas, cactus, un hombre polvoriento a caballo y aves de presa planeando sobre su cabeza; a lo lejos un grupo de casas y en la calle principal un bar. Las puertas de vaiven aún se balancean: alguien ha entrado... ¡No! ¡Esos no son mis recuerdos! ¡No he vivido esos hechos! ¡No son asociaciones propias, me han sido implantadas por los medios de comunicación!
Son los clishés insertados en mi memoria por los cientos de películas de vaqueros que he visto en mi vida...Frases hechas leídas en libritos baratos...Son recuerdos ajenos, falsos...
¿Qué es lo que estoy escribiendo? ¿De dónde he sacado eso del “sol calcinante”? ¿Desde cuándo las flores pueden estar cansadas? Es que mi cerebro está tan atiborrado de lugares comunes que no haya leído o visto en algún lado, que ya no soy capaz de escribir dos líneas originales.
Mientras pienso todo esto, grandes gotas de lluvia, gordas y pesadas, revientan en la tierra seca que las absorbe sin que quede huella. Las hojas de los árboles tornan a brillar y las flores comienzan a erguirse.
En el término de unos minutos la lluvia se ha convertido en un aguacero y comienzan a formarse charcos de agua. La temperatura ha bajado en varios grados; sin prestar atención comienzo a tararear una melodía.
En mi imaginación la figura de Gene Kelly, con el paraguas en la mano, baila y se empapa de pies a cabeza.
Sigo caminando y disfruto de la mojadura mientras, sin darme cuenta, prosigo “cantando bajo la lluvia”.

En Apuros

De la chimenea se fuga un resto humeante de familia que ya no mora en la cabaña. Me deslizo con sigilo, por los troncos que arraigan sus raíces robustas a la tierra, y me acerco. Siento ardor en los ojos cuando se cruzan con el farolito de la entrada. Estoy de regreso. El vecino de la vivienda contigua me da la bienvenida. Hay bruma por doquier. Si hasta puede olerse el peligro, tanto como el amor, cuyo recuerdo crepita quejumbroso, junto a los leños de un hogar sin fuego.
Me atrevo a entrar y, entonces, la sorpresa. Los buhos rompen la quietud nocturnal, pero ahora del otro lado de la puerta que acaba de cerrarse con brusquedad, dejándome del lado de adentro. Reconozco de inmediato ese destino de huida sin escapatorias. Evito resistirme, pero observo la claraboya abierta. No todo está perdido. Oigo a los chicos de los alrededores, en cuyos juegos solía entrometerme a pura carrera cuando pequeño. Esta vez no. Detesto esa mirada indiscreta con la que alertan de mi presencia, para pasar de inmediato a otro tema, como gatos después de haber comido. Pero sus padres están atentos, y puedo oler la intención de los rifles que me apuntan.
Retrocedo con lentitud; paso a paso y miedo a miedo. Un salto, y la claraboya es el escapismo por el que me interno en el bosque, hacia una penumbra que me pierda de vista. Me gana el haz de luz que me sorprende y me deja expuesto. Estoy en la cruz de la mira. Soy ese objetivo, cuyo pánico se estrella contra el fogonazo que, partiendo del extremo del caño largo y delgado, atravieza el aire en línea recta, directo a mí. Lo siento pasar raspándome y caigo.
Otra vez me salvé por puro sino. Si no hubiera entrado a la cabaña, tal vez... Escapo a saltos, con la cabeza gacha y los ojos firmes en el horizonte incierto. Me reúno con los otros zorros. Regreso a la manada con cierta insatisfacción. No puedo evitarlo y miro hacia atrás. Por encima de las frondas, veo el humo de la morada que reconozco como propia. Los ojos vuelven a torturarme picantes. Y, enseguida, me desborda un llanto humano que nunca me pertenecerá por completo.

Elsa Janá

Ocho años no es nada...

Una foto ajada y descolorida sobre el muro. Desde su interior, Angelito Vargas lo observa con mirada compasiva. “Imposible escucharlo cantar ‘Ninguna’ sin verlo con el funyi y esa cara de porteño melancólico”, discurre Samuelito tirado sobre el camastro de su celda. Dormita... los compañeros están en la visita. Samuelito (a Manos Brujas ), barrunta: “Seguro que Felisa hoy no viene... Mejor se consuela—: últimamente está muy agresiva, es imposible hablar con ella”.

“¡Samuelito: visita!” Se levanta parsimonioso, contempla su jeta en el espejo y decide afeitarse. Se da una fugaz pasadita y sale al pasillo. “¡Celador!!”. El guardia se aproxima, abre la celda y otro carcelero lo acompaña hasta la sala de visita. Llega a la mampara y aguarda. Felisa se acerca, se sienta y lo mira con cariño. Y rabia, mucha rabia. Se saludan tocándose las manos. Comentan las novedades, abogado, apelaciones, juzgado. Luego, un hosco silencio... La bronca despedaza el aire.

—¿Cuándo vas a aprender, Samuelito? ¿Te molestaba vivir tranquilo? Hacía quince años que largaste el choreo. Compramos el quiosco para alejarte de la gentuza de Acevedo y Corrientes. Te lo vine diciendo todo el tiempo: no vuelvas, no reincidas, no nos falta nada, te lo dije, ¡cuántas veces que te lo dije! ¡Largá, no se te ocurra! Te lo dije. Pero tenías que rejuntarte con la “mala junta”, ¿eh?

—Sí, sí, Felisa, pero también me dijiste otras cosas... ¿te olvidaste? Querías esa cadena de oro igual a la que tiene tu cuñada, ¿no? Me dijiste que estás podrida de vivir en un departamentito, que querías cambiar todos los muebles. Y además, ¿no me dijiste con lágrimas en los ojos: ”Estoy tan alejada del centro”. Dijiste, dijiste, ¡acordate de todo, Felisa!

—Es cierto, Samuelito; ¿pero cómo se te ocurre asaltar un banco? ¿Qué sabés vos de bancos, viejo infeliz? ¿Vos, un “escruchante”? Y con esos dos estúpidos, ¿de dónde los sacaste? El Santiago ese, chofer “profesional”: ¡madre mía, pero si ese tipo no es capaz de manejar ni un monopatín! ¿Te das cuenta, viejo? El infeliz está al volante del auto comiendo un sánguche de salame y queso, papando moscas... Dije “el auto”: ¿Cómo se te ocurre preparar un “asalto” y pretender escaparte en un Renó del 77? ¿Y el otro, el de la “la pesada”? Parado en la puerta del banco con una pistolita 22, escarbándose sus mugrientos mocos y sonriéndose como un tarado mientras vos apretabas al gerente: ¡Dios mío!

—Me los recomendaron los muchachos del café Rívoli, Felisa, ¿qué culpa tengo yo?

—¡Pero qué me contás! Vos estabas jubilado, no más “escruches”, me decías en tu lunfa de Villa Crespo... Teníamos nuestro casita, el quiosco con lotería, no nos faltaba nada... ¿y ahora? Vos en Devoto, apareciste en los diarios con foto y todo, los vecinos me vienen a visitar; en realidad vienen a darme el “pésame”. Jugando al pistolero, al chorro de la pesada; y encima el juez te bajó ocho años, Samuelito.

—Dale, Felisa, no te aflijas: ocho años no es nada, pasan pronto... Felisa, te prometo que desde ahora, ¡chau al afano! Miraremos televisión, jugaremos al buraco, tomaremos café con criollitas, los domigos un pollito al limón... Vas a ver, todo se arreglará.

—Ya no me causan gracia tus estupideces. ¿De qué me estás hablando, viejo reblandecido? Aparte de dormir sola en la cama como una viuda, vender todo lo que ahorramos en tantos años para pagarle al abogado, traerte paquetes que también aprovechan los chorros muertos de hambre que están en tu ranchada, vivir de mi pensión de puta vieja y jubilada ¿todavía me hacés chistes? ¿Sólamente ocho años te dieron? Samuelito: vos ya tenés setenta y dos pirulos... Con tu reuma, cuando salgas en el 2014, vas a ser un inválido de ochenta. Y seguro que vas a estar pegado a un sillón de ruedas! Yo te lo dije, te lo dije, ¿te acordás? Ochenta años... ¡si es que llegás!

Andrés Aldao

TE CAMBIO LA FIGURITA, ¿QUERÉS?

Merci Sáenz


Si se recuerdan las pequeñas paredes que se hacían en la arena con las manos chicas, que tenían forma de inderrumbables murallas, las montañas que sostenían nuestro mundo en el sur, son hoy en la memoria tan frágiles como fuertes fueron en la infancia.

Jugábamos de pantalón corto, para que las rodillas no estuvieran permanentemente mojadas, ni dibujando jirones que, cosidos, eran como caras de títeres que siempre nos miraban en los momentos de detener el juego, cuando una pierna quedaba sobre la otra pidiendo un silencioso permiso para descansar un rato.
El hecho de jugar con pantalón corto, a veces en residuos de escarcha, fue una elección nuestra, cansados de los retos de mamá que con paciencia de abuela, teniendo veinte y pico de años, vivía en en las afueras de Comodoro de Rivadavia, en pleno campo, con hijos que nacían prácticamente uno detrás del otro.
La casa era chiquita y no digo pequeña, sin gas natural, ni luz eléctrica, con cocina a leña de donde salían las tortas de cumpleaños que tiempo después, en Buenos Aires, supe que eran las más torcidas del mundo. Esas circunstancias eran momentos placenteros, que se miden cuando uno conoce la regla y la escuadra, el compás que jamás tenía la mina de lápiz en su lugar y las gomas de borrar, que nunca pertenecieron a una sola cartuchera.
Mamá era una rubia de rodete, pelo molestoso para esa época y era imposible que los vientos (que para nosotros eran de juguete) la dejaran tranquila a la hora en que llegaba papá.
Papá solía irse de esquila tres o cuatro días a un puesto, no muy lejos, a pocas leguas. No lo veíamos salir, lo hacía temprano, pero lo veíamos volver en tardes de poca luz, sobre un caballo que montaba él sólo, tenía puesto siempre un poncho colorado fuego, grueso y de telar, que llegaba casi hasta las patas del animal, gris plomo, lobuno.
Los adultos de esa casa nunca estaban de mal humor, no sé como hacían. No existía en nuestras fronteras la psicología, pero tampoco la posibilidad de desobediencia. Tal vez por la amabilidad de mamá y esa mezcla de autoridad subliminal de papá que, cuando quería que algo no se hiciera, solo tosía, con dos tonos secos de una tos que no era de fumador. Esa misma tos la usaba con los perros, los caballos y los hijos del capataz, que eran siete.
Era como una aparición verlo llegar, nos poníamos en fila por orden de nacimiento, sin que jamás nos hayan indicado nada. Duraba sólo un instante hasta que sus botas altas tocaban la tierra y entonces sus pasos se acercaban cansados y nos rozaba la cabeza.
Eso era todo.
Pero quedó en la memoria, porque fue de los pocos gestos que parecían naturales, simultáneos, y era el momento en que el Dios de un segundo, el que se bajaba de su caballo, se convertía en hombre.
Hay un contraste que se entreteje de viento silbando en los oídos y de venidas a Buenos Aires, donde a mamá tanto su familia como la política la esperaban para parir. Casi todos nacimos acá. Nos fuimos de las tierras del Sur cuando nació el número siete. Se mezclaban acá las costumbres de una familia de clase media, de polleras escocesas para las mujeres y pantalones grises para los que tuvieran la suerte de haber nacido varón. Es que resultaba curioso que nuestro hermano mayor no pudiera jugar con nosotros, el dios del rojo fuego tenía temor a que se afeminara. Después de él veníamos cinco mujeres seguidas. Cuando nació el séptimo, a los pocos meses, sabía tirar la pelota, apretar los puños para un simulacro de boxeo y tragarse el llanto, independiente de su valentía, porque calladamente, no era bueno que llorara. Jugó a las espadas inventadas mucho antes de lo previsto para cualquier chico.
Cuando se transitó por una determinada infancia y se ha llegado a grande, especialmente en campos inhóspitos del sur, los sectores de la memoria son iguales a los potreros, con poco alambre porque el viento todo lo tira, con miles de ovejas, como pequeñas islas blancas, con la cola contra el viento e intentando siempre comer la poca pastura que existía.
Otra cosa eran las cabras. Parecían no necesitar nada, saltando de un lugar a otro, cerca de la casa, cerca de los cerros, no se tropezaban con sus propias ideas, parecían libres a pesar de que a veces, al azar, una era elegida para ser clavada en cruz delante de las brasas, que en el frío adquieren colores que nunca más vuelven a repetirse en la memoria .
Si en mi cabeza existen pinceladas de buenos momentos, los encuentro, juntando ostras en una playa pedregosa y gris en que el sol tapaba el frío y convertía en plateado todo lo que tocaba. Nos dispersábamos por lugares inmensos, saltando como las cabras. Caminábamos marcha atrás haciéndole burla a los cangrejos. No había miradas de control ni sensación de alerta. Al mar le decíamos el cielo acostado y a su blancura ovejas obedientes que venían sin miedo a saludarnos. Ningún baqueano ni ovejero las corría de atrás.
En retazos de agua que quedaban entre las rocas, aún en pleno invierno, hundíamos los pies y ahí sí nos mojábamos más de lo debido. Pero no había retos, tal vez una toalla o un cambio de ropa no parecía importante.
Nunca supe si papá alguna vez en esas playas inmensas utilizó su incorporado código de dos toses. El viento y el mar siempre fueron más fuertes. Eso sí, en cuanto empezaba a bajar el sol estábamos atentos, si un brazo musculoso y de camisa remangada hacia un gesto parecido al de los maquinistas de tren cuando necesitaban sonar su bocina, inmediatamente subíamos al auto de turno sin decir nada. Creo que es el gesto que se usa en los ejercicios militares cuando hay que juntar silenciosamente a los soldados.
Es con absoluta intención que no quiero poner nombres, al menos todavía, porque el Dios del fuego, entre otras cosas escribía y, tal vez predestinado por los evangelios, el título de su libro y su contenido ganaron un premio importante.
Tengo la sensación no sólo en la memoria sino también en las entrañas, que un libro empezó a escribir otra historia en nuestras vidas.
En ésa época el primer año de colegio se llamaba primero inferior; connotaciones aparte, el más grande de mis hermanos terminó el año en Comodoro Rivadavia sin saber leer ni escribir y no precisamente por no tener condiciones, sumado a que el campo se había prendido fuego en gran parte, decidieron que se vendía todo y que nos instalaríamos en Buenos Aires.
El traslado fue complicado para la época, pero fue un traslado.
El tema puntual era la inserción definitiva e integrarse al resto de chicos pequeños fue, sin que lo supiéramos, todo un desafío. Teníamos una mezcla de tazón sostenido con las dos manos en el desayuno para aplacar el frío con la prohibición, también incorporada, de jamás apoyar los codos en la mesa. Los cubiertos, entre bocado y bocado debían estar cruzados sobre el plato, nunca como si fueran los remos de una lancha redonda.
Ya entonces éramos nueve hermanos. Un varón, cinco mujeres, tres varones.
Alquilaron un departamento en una de las cuadras más lindas de Buenos Aires, el colegio quedaba en la esquina y hasta que no tuve capacidad para hacerlo no sabía que vivía en un lugar parecido a un pedacito de Francia. Le decían la calle de las embajadas.
El primer día de clase no sabía mucho qué hacer ni qué decir. Todas las de mi edad tenían unos libros que entre sus hojas guardaban, cuidadosamente, figuritas de colores fuertes y llenas de brillantina.
Encontré una en el piso. La levanté sin saber su cotización, ni su pertenencia, ni quién era el personaje. Como a una mariposa con las alas débiles, la encerré entre mis manos, haciendo fuerza sólo con la punta de los dedos... Como había visto en esas playas inmensas las conchillas de las almejas. No sabía si de allí saldría una perla, o la había convertido en rehén para poder comunicarme con el resto.
Era bueno que usáramos delantales blancos, por eso de que en el montón uno se siente rebaño.
Guardé silencio el mayor tiempo posible, un poco obligada por la vergüenza y otro poco porque nadie me hablaba. Me parecía oportuno el hermetismo. Porque cuando no se sabe nada sobre alguien, sólo las pequeñas referencias de nuestros padres, el silencio hace imaginar en los otros las cosas más maravillosas o más deplorables. No sabía cual de estas dos sentencias me iban a ser aplicadas, pero sí necesitaba especular con el misterio. Necesitaba no mostrar miedo que, con seguridad, era con lo único que contaba.
En el Colegio todas las monjas estaban vestidas de blanco, con una fuente de peces de colores en el medio de un jardín con palmeras. Las clases eran muy luminosas y en todas ellas, había pájaros y plantas.
Este recuerdo me ha servido mucho en la vida, no sólo aprendí a ver luz donde no la espero, sino a enamorarme de cualquier cosa que pudiera venir de un santo descalzo y de bastón de palo. Ninguno de mis hijos se llama Francisco. Tal vez porque es como entiendo el amor y como entiendo a la Iglesia. Tal vez ponerle ese nombre cuando un amor así desborda, es condicionarlo a algo, y no estaba en mis planes que ninguno fuera educado bajo la presión de nada que debería hacerse por elección.
Llegó el recreo y me senté en el borde de la fuente, con las manos juntas, unidas solamente por la punta de los dedos. Corrían a mí alrededor un montón de chicas de todos los tamaños, haciendo bastante ruido. Sentía que mi silencio no lo escuchaba nadie y yo trataba de imaginar si debajo del agua los peces se escuchaban entre si. Parecía que el alboroto de afuera era de otro planeta y plácidamente nadaban prisioneros en un mundo fabricado para ellos. Yo no sabía a esa edad si habían conocido otros.
Una sombra oscureció todo mi cuerpo, alguien se había sentado frente a mí, con ojos grandes y dos trenzas y no requirió mi nombre.
Me preguntó que tenía en las manos. Le contesté que una figurita que no quería estar en las hojas de un libro. Abrí mis manos apenas y cuando la vió, me preguntó si quería cambiarla por la más difícil de Blancanieves. Le dije que sí e hicimos el cambio. Nunca supe si engañé o me engañaron. Sabía que estaba poniendo en práctica los códigos de Buenos Aires. Que tenía que volver a casa, cruzando la calle con mis hermanas menores de la mano, porque amablemente era lo que había pedido papá, que ahora parecía otro hombre. El también tenía algo escondido entre las manos, algo que cambiaría nuestras individuales y pequeñas historias, mientras la amabilidad de mamá seguía intacta.
Era curioso: a medida que pasaba el tiempo, a pesar de que la vida permanentemente es simultánea, cómo se perfilaba la personalidad de cada uno, pero para el afuera del mundo éramos un bloque de nueve.
Para salir todos juntos a cualquier evento social, además de contar con la ayuda de los más grandes para alistar a los más chiquitos, nos sentaban a los que ya estábamos bañados, peinados y vestidos en la mesa de comedor, del comedor de los grandes.
Una nueva frontera, una isla de roble bueno y oscuro que nos sostenía sentaditos, moviendo las piernas sin parar por la impaciencia lógica, pues papá, concordando con el estilo de nuevo hombre que era, ahora había impuesto una orden amable y en voz tranquila: parálisis parcial, eso significaba que sucediera lo que sucediera, nadie podía moverse de un lugar. Seguía vigente la imposibilidad de desobedecer. Esta orden era utilizada en plazas, estando de visita, o en alguna esquina en donde hubiera que esperar algún momento por la charla distraída de los adultos.
En caso de ser necesario utilizaba “el silencio absoluto” que, por supuesto, lo único que se escuchaba era silencio. Nunca entendí, ni aún siendo una de las mayores, como los bebés no lloraban. Nada sabía en esa época del subconsciente colectivo, ni de la masificación de las populares de fútbol, ni siquiera de algún pacto que por conveniencia hubiéramos hecho.
La orden que menos se usaba era la de parálisis total, en alguna prueba de dobladillo, si es que papá pasaba por ahí, o para revisar alguna garganta rebelde y roja.
“El silencio parcial” se ponía en práctica cotidianamente pues nos permitía hablar poco, bajo, y de allí surgían juegos, burlas, tiradas de papelitos, adivinanzas y algunos tenían la posibilidad de quedarse dormidos.
Mamá seguía siendo la misma persona amable y cariñosa y no sé como encajaba en esa ecuación matemática, tal vez porque no sumábamos diez y cualquier cosa divida por nueve, según la prueba del nueve de ese entonces, da cero.
Papá seguía escribiendo, ganaba premios, dicen que tenía éxito. Yo no entendía demasiado, pero sé que por alguna época de esas empecé a escribir. No inventaba demasiado, a pesar de tener mucha imaginación, tenía miedo de transgredir alguna regla que no conocía.
Cuando el más grande tenía catorce años y el menor dos, papá se fue de casa, y nunca más volvió a vivir con nosotros.
No hay diálogos ni nombres, porque no importan como se llamen ciertas cosas que sucedieron a mediados del siglo pasado, aunque fueran ciertas. El corazón quiere entenderlo, pero la razón no la deja.
Sólo me pregunto, ahora que veo la vida de todos mis hermanos, la mía propia, que los veo de frente y perfil, de lejos y de cerca... No sé por cuál figurita me hubiera cambiado, no sé si me hubiese quedado atrapada entre las hojas de un libro. No sé si me atrapó la vida como a una vieja figurita de Blancanieves y me dejó flotar suavemente entre peces que no conozco. Sólo sé que estoy viva. Y que por ella me deslizo; y por momentos feliz. No deja de acompañarme una sensación de locura y de sentirme diferente de los que considero mis pares.
Los nueve estamos vivos, y mamá y papá también.

TARDE

Diego Andrés Herrera

Era mi tercer o cuarto día de trabajo en el casino, cuando te vi parada junto a una máquina de café. Sonriendo, balanceándote de un lado a otro como si estuvieses bailando; meciendo todo ese maravilloso cuerpo, con el pelo largo atado en una cola de caballo y los labios pintados de rojo y aquellas pecas delicadas. Estabas charlando con un tipo gordo. Él tenía esa pose ganadora, a lo Marlon Brando; cara de hombre duro y ademanes masculinos. Aunque transpiraba mucho y se miraba las manos cada vez que parecía quedarse sin argumentos. Incluso, creo que respirar no le resultaba muy sencillo; lo estaba asesinando. Pobre hombre. Lo que se dice un tipo fácil, sin brillo ni propósito definido, simulando encender la mecha. ¿Habría matado por vos? ¿Habría muerto por vos? Claro que no. Y vos sabías que era un fraude, como casi todos lo somos; pretendiendo, jugando sin jugarse; y pudiste haberlo puesto en evidencia, haberlo humillado, por supuesto que pudiste, pero no lo hiciste. Fuiste amable. Finalmente, el hombre-niño se dio por vencido y se marchó y los tipos alrededor se codearon para acercarse y reclamarte suyo. Vos sonreías…
Recuerdo esa imagen, rodeada de contradicción, casi irreal: toda esa gente, arremolinándose entorno tuyo, y al mismo tiempo la quietud insoslayable de mi cobardía. Nunca fui bueno para crear conversaciones de la nada, ¿sabés? Aunque en un acto negligente, casi lo consigo. Pese a mí mismo, casi lo consigo. Recuerdo que pegué un salto de donde estaba y que marché hacia vos. Hacia mi libertad, porque si lo conseguía, supuse, por fin sería libre. Y mientras caminaba, con pasos pesados, torpes, sin saber qué decir ni qué hacer, me pensé abriéndome camino entre tus galanes, sin más certeza que la convicción de estar obrando por una buena causa; me pensé tomándote entre mis brazos, sujetando tu delicado cuerpo y finalmente, me pensé besándote. Sin embargo, al llegar a vos volví a ser yo. Pávido e inseguro. ¿Qué podría ofrecerte? Quizás mucho.
Entonces, mientras te pienso, desde el fondo de mis entrañas me embisten otros recuerdos, inevitables, como cataratas arrolladoras; sacudiéndome brutalmente, sin darme chances ni consuelo: todos tus gritos, todos tus reclamos. Todo tu amor cuidadosamente administrado, todo tu odio desmedido; tu inconstancia, tu poca memoria, tu falta de fe. Todo aquel tiempo juntos, 4 años juntos pero infinitamente distantes. Despertando a tu lado, observándote en silencio, con la tristeza de quien ama sin ser amado y nada puede hacer. ¿Tal vez ser más valiente, más honesto y aceptar la derrota? No, cariño, mis vicios son de estas orbes y el terror de perderte era inverosímil. Y es por eso que soporté tu violencia, tus excesos, y lo peor de todo, tus insultos frente a Agustín, nuestro pequeño: “sos una porquería de padre, sos un pobre tipo”, mientras Agustín lloraba sin entender; sin entender por qué su mamá le decía cosas tan horribles a su padre. Y vos reías llena de malicia, regocijándote en mi dolor, festejándote en tu propia arrogancia, pisoteando mis despojos y mi impotencia… ¿Quién lo diría? Aquella hermosa mujer que solía balancearse de un lado a otro como si estuviese bailando, meciendo todo ese maravilloso cuerpo, con el pelo largo atado en una cola de caballo y los labios pintados de rojo; y aquellas pecas delicadas quemando mis ojos incrédulos, ¿quién lo diría, cariño?
Hoy, ya separados, rotos y extraños, aun tengo la costumbre de recurrir a aquella imagen: vos parada ahí, junto a la máquina de café, jugando, sonriendo, enaltecida. Inocente. Porque entonces no hubimos desnudado nuestras almas. Éramos un sueño, un sueño en el que yo sólo era yo y vos sólo eras vos. Y sé que si hubiésemos despertado a tiempo nadie habría resultado herido. Pero aprendimos tarde. Lo suficientemente tarde como para odiarnos. Porque tú culpa, mi culpa… la culpa, en definitiva, no fue de nadie. Pero eso no lo hizo menos doloroso.

domingo, mayo 20, 2007

El cuarto del abuelo


A mis nieta Zohar (brillante)


Aquí no hay secretos… Entre estos papeles, recortes y carpetas sólo vas a encontrar sueños perdidos, mucha tristeza y rabia. Eso sí, tratá de dejar todo en orden. Así le habló el abuelo a Zohar cuando ella le preguntó si podía entrar al cuarto de trabajo durante su ausencia. ¡Qué raro! No se le ocurrió averiguar por qué se me antoja curiosear allí...
El Abue viajó y ella se quedó con la abuela. De todos modos, le llevó algunos días decidirse a entrar en el cuarto del Abue. Desde que recuerda, el lugar era como la celda de un monasterio, llena de misterios y pasadizos: él siempre escribiendo, la mirada en el monitor, perdida a veces vaya a saber en qué laberintos. Y la música esa que lo acompaña a toda hora. Tangos de mi tiempo, de mi juventud, solía decirle con esa constancia de viejo que a veces no recuerda y repite.
Dudaba... Era una inusual sensación de respeto. Como si atravesar la puerta del cuarto de trabajo fuese una intrusión, inmiscuirse en secretos de su pasado. Confundida, se preguntaba: ¿Qué derecho tengo a invadir este santuario, revolver sus cosas, penetrar en sus recuerdos?
El descaro de los quince años y esa sensación de misterio inexplicable, fueron más fuertes que el escrúpulo o la sensación de culpa por el inminente fisgoneo. Cuando era más pequeña y el abuelo tecleaba con sus dos dedos mayores (casi todos emplean los índices, pensaba) Zohar atisbaba en silencio sus rasgos, o los gestos repetidos, como fruncir la frente, escribir con los dientes apretados o dar vueltas en la silla con la mirada ausente. Entonces la veía y le hablaba con esa voz apayasada, relatándole las cosas más absurdas, las invenciones más extravagantes en un lenguaje tan adulto que (suponía el abuelo), aportaron mucho al nivel del vocabulario de la nieta.
Ahora, todo ese universo de fantasía donde el abuelo era el mago, el ilusionista, estaba a su disposición... Cruzando nomás esa puerta que siempre permanece abierta. Como una invitación cordial a compartir el silencio, el espacio de trabajo, a contemplar la atmósfera arcana que impera en ese aposento repleto de papeles, carpetas, recortes, la computadora encendida, el teléfono sitiado por papeles, lapiceras y tarjetas. Y la impresora y los diccionarios. Aunque (era obvio) reinaba allí una advertencia tácita, acechante: ¡cuidado, intrusos, no invadir, no tocar, no leer!
Contemplaba la coreografía del cuarto e imaginaba que era un lugar lleno de encanto y misterio. A veces fantaseaba que mientras el abuelo dormía se deslizaba por el cuarto investigando los prodigios de esos aparatos. Cerraba los ojos y parecíale percibir a los duendes de la noche danzar en el cuarto silbándole esas melodías que tanto placer le dan al Abue. En aquellos días debía hacer enormes esfuerzos para no revolver entre el papelerío buscando la intriga, el misterio o el placer; tal vez por simple compulsión, curiosidad o aventura. Pero no se atrevía...
Luego de aquella primera vez que fue sorprendida no le quedaron ganas de repetir el delito., aunque siguié con los deseos de zambullirse entre esas páginas impresas, papeles desordenados, mezclados con papeluchos y sobres. ¡Qué estás haciendo con esos papeles! ¡sos una delincuente! ¡que nunca más te vea en este cuarto! ¿me oíste? Tenía siete años. Se puso a llorar. El Abue la abrazó, secó sus lágrimas y luego le dio una conferencia acerca del orden que debe imperar en un cuarto de trabajo, que su cuarto era un archivo perfecto... Hasta que la nieta echó una mirada inocente alrededor del “orden” y comprendió, entonces, que su abuelo era un soñador. Pero no se atrevió a contradecirlo: él la había sorprendido en pecado.
A veces escuchaba las conversaciones telefónicas del Abue. Podía estar una hora en amena charla sin que tuviera noción del tiempo. Pero le agradaba oírlo, sobre todo cuando algo le causaba gracia y entonces estallaba en ruidosas carcajadas. Conoció, también, los momentos en que el abuelo actuaba como un tremendo cascarrabias, siempre llamando la atención, criticando, dando indicaciones, discutiendo. Y sin embargo ella percibía la generosidad del abuelo. Como la fachada de un monstruo que guarda en su interior un corazón de niño, tierno con los pequeños, amando a los perros como a hijos (excepto los mini perros, a quienes rechaza por principio).

Esa tarde se decidió. Entró al cuarto a oscuras. Abrió los postigos y echó una mirada. Recordó sus advertencias: “...y tratá de dejar todo en orden”. El desorden era tan descomunal, que tuvo que sentarse en la silla giratoria para recuperarse. No había un solo lugar vacío y temblaba pensando que un leve estornudo podría desencadenar un terremoto.
Contempló las paredes y advirtió algunos retratos. Uno de ellos era una antigua foto en blanco y negro: allí estaba el abuelo de jovencito (muy buen mozo, se le ocurrió) con otros dos muchachos. Calzaba zapatos negros con parte de la capellada blanca: y a pesar de los años reconoció fascinada un gesto muy suyo. Era cuando aún tenía el pasado corto y un futuro largo. En otro retrato, bastante reciente, el abuelo aparecía ya mayor. Y pensó con pena que en esa otra foto el Abue tiene un pasado muy largo, y el futuro... Desechó el pensamiento y se quedó callada.
No le hizo falta la prudencia. Sentada allí, respirando esa atmósfera monacal y turbulenta, Zohar decidió dar vueltas y vueltas en la silla giratoria, como en una calesita fantástica, embriagándose con los espíritus y los espectros que, seguramente, la acechaban desde los libros dispersos, las hojas entremezcladas, los recovecos taponados por carpetas, el pulcro y habitual desorden que era la rutina de su abuelo. Dejó de dar vueltas. La silla se detuvo. Cerró los postigos y por primera vez, sin angustias, sin curiosidad ni compulsión, abandonó el recinto. Este cuarto es el espíritu vivo del abuelo, su mundo. Decidió no profanarlo.
Cuando el Abue regresó, Zohar le dijo que no había estado en el cuarto. La miró a los ojos, se sonrió y le dio el regalito que había traído para ella: “¡Tomá! Es una agenda para que aprendas a anotar las cosas y ser ordenada como yo.”


Andrés Aldao

sábado, mayo 12, 2007

Casa Tomada / Julio Cortázar



un cuento clásico de Julio Cortázar


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Iry las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar

domingo, mayo 06, 2007

Haroldo Conti, reflexiones de un escritor "desaparecido"


El escritor y sus compromisos

Haroldo Conti habla de su compromiso como intelectual, de su opinión sobre la libertad y la literatura. La fecha estimada de la grabación es 1974/1975, poco tiempo antes de la desaparición del escritor.
No sé, Eduardo Galeano lo dijo en un reportaje. “¡Me han pasado tantas cosas! He padecido tantos abismos”. En fin, yo siempre digo, en un cuento inclusive, que la vida es una especie de borrador, que uno nunca termina de pasarla en limpio. Y mi vida es un perfecto borrador, bien borroneado, bien tachado, vuelto a reescribir, nunca completo, nunca terminado. Soy muy sentimental, las cosas me tocan muy a fondo. No sé si me siento libre, pero he hecho un culto de la libertad (…) Ahora, no amo la libertad en abstracto como podría hacer Vargas Llosa ¿no? Y ya entramos en el terreno político. Yo creo que a veces hay que sacrificar la de uno y a veces la de los demás, desgraciadamente, por un bien social mayor. Bueno ya hablé infinitamente sobre la literatura comprometida. Actualmente estoy en proceso de maduramiento. Yo hasta hace poco compartía, aunque no sé si es exactamente su pensamiento, el criterio o la opinión de Cortazar. Es decir, yo el compromiso (y nos estamos refiriendo al compromiso restringiéndolo a lo político) lo asumo como intelectual, no exactamente como creador porque creo que la creación es el terreno de la pura libertad. Entonces, el compromiso lo asumo como intelectual, es decir, en un plano más conciente. Yo no me puedo comprometer a escribir una novela comprometida o con mensaje político. Pero sí me puedo comprometer a firmar una solicitada, a clamar por los presos políticos, a revelarme contra una injusticia. Pero también estoy creyendo últimamente, y en ese sentido es valiosa la conversación y la enseñanza de los compañeros, que puede hacerse una literatura comprometida, una literatura política., perfectamente válida. Creo con Galeano que nuestra suprema obligación es hacer las cosas bellas, sobre todo más bellas de lo que las puede hacer el adversario. Pero aun haciendo belleza creo que podemos hacer una literatura política. Pero lo político emergerá con naturalidad, no como una cosa impuesta. Si he vivido y mamado profundamente lo político, el drama político del país, de todas maneras en esa soledad emergerá."

Meryl Streep, censurada


Diego Galán 04/05/2007


La obra tiene similitud con la matanza de Virginia. ¿Temen que cunda el ejemplo?En Estados Unidos acaban de prohibir la última película de Meryl Streep o, por decirlo en términos oficiales, se ha pospuesto su estreno indefinidamente. Quizá sea una postrera victoria de Jack Valenti, el creador del actual sistema censor en Estados Unidos, fallecido la pasada semana. Jack Valenti, que quería para el cine de su país "el ciento por ciento del mercado del mundo", andaba obsesionado también con el erotismo en el cine e ideó una calificación de películas por edades, según el criterio de un comité anónimo compuesto por padres y madres de familia. De ese modo, Valenti logró que cuando los censores prohíben películas para menores de 17 años estén cerrando puertas a circuitos de exhibición, a publicidad en televisión, a críticas... Almodóvar sabe de eso.
Se está emitiendo en Digital + un interesante documental, Los censores de Hollywood, en el que se dan detalles del sistema ideado por Jack Valenti cuando era presidente de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos (MPAA). Intervienen en él directores, detectives, clérigos, abogados, antiguos censores... que dan cuenta de un sistema represivo que no parece pertenecer a esta época, y menos aún al país que más presume de sistema democrático. Varios entrevistados aseguran, entre otras cuestiones, que la comisión de censura actúa a favor de los grandes estudios y en contra del cine independiente... Aún quedan pases de Los censores de Hollywood durante este mes. Merece la pena.
Dark matter, la película prohibida de la actriz Meryl Streep que nos ocupa, dirigida por el chino Shi-Zheng Chen, cuenta un hecho real ocurrido en 1991 en la Universidad de Iowa, en el que cinco personas murieron por disparos efectuados por un estudiante chino, que acabó suicidándose. Ni la presencia de Meryl Streep en el reparto ni el premio obtenido por Dark matter en la última edición del Festival Internacional de Sundance han detenido la mano censora. Se arguye que la historia de la película tiene demasiadas similitudes con la matanza del mes pasado en la Universidad de Virginia en la que un estudiante mató a 32 personas. ¿Temen los censores que cunda el ejemplo, o la prohíben por cuestión de buen gusto? Un disparate, en cualquier caso. Y han perpetrado otro parecido posponiendo también el estreno del documental The killer within, presentado en el último Festival de Toronto, que cuenta cómo un estudiante de los años cincuenta cometió un asesinato en su universidad de Pensilvania. Hoy es un respetable padre de familia que la película presenta como un héroe, lo que ha indignado al hermano de la víctima.
Siempre sorprende constatar cómo la censura cinematográfica en Estados Unidos es una de las más severas del orbe. Como muestra, en esta ocasión nos quedaremos sin ver la película de Meryl Streep. "La gente no sabe la cantidad de imágenes que no les han permitido ver", comenta en el documental un director represaliado. "Aunque se empeñen", dice otro, "la realidad no se puede clasificar".