Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, diciembre 19, 2007

Esa tarde tranquila de feriado

por Ester Mann


La mujer volvía del parque con los dos chicos. Empujaba el cochecito del nene con sus dos manos, el nene, tan chiquito y tierno, dormía...La nena, de casi tres años, parloteaba como siempre y le hacía preguntas que ella contestaba distraída.Iba agarrada a la barra del cochecito y por momentos se subía al pedal delantero. La mujer pensaba en la larga tarde de feriado que la esperaba. El marido estaría encerrado en el cuartito haciendo fotografías hasta la noche. Ella estaba aburrida...La aburría jugar con la nena. Llegaron al bar de la esquina y para matar unos minutos más, decidió entrar a tomar algo: un café, coca cola para la nena. Vio, distraída, mucho movimiento en la calle para un feriado y aun a la hora de la siesta. Fin de la primavera y un día de calor. Terminaron de tomar, muy rápido para su gusto, y cruzaron la calle. En la vereda varios vecinos la señalaron: “¡Ahí viene! ¡Ahí viene la esposa!


Una espada le atravesó el pecho. Los autos policiales, la gente agrupada en la calle, ¿tenían relación con ella? ¡No! ¡Imposible! Siguió caminando lentamente, pera ya no con distracción y aburrimiento: con miedo y a la vez con un presentimiento de desgracia inevitable. Lo que fuere ya esta allí y ella va, fatalmente, hacia ello.


De antemano está resignada y pronta para abrazar su destino...Siempre supo que la felicidad era una trampa, siempre intuyó que cualquier día la desgracia la estaría esperando, que la paz era una farsa montada ¿por quién? ¿Acaso la vida no le había demostrado una y otra vez que ella no era como todos? Está cansada, demasiado cansada para huir o retroceder....


Como en una obra de teatro se vio caminar hacia la casa con los dos chicos, se vió subir las escaleras y entrar al departamento. Toda la ropa tirada en el suelo, varios tipos de civil, inclusive uno con pinta de hippie, revolvian los libros, los discos, tiraban, separaban, hablaban entre ellos... Ella empezó a gritar, pero no había perdido el control, sólo actuaba, actuaba y se veía actuar, ni a sí misma le resultaba convincente su indignación y sus amenazas y ellos las tomaban a broma.


Uno escribía un informe del allanamiento en la máquina de escribir portátil que encontró en el estudio. Le quitaron el bebe de los brazos y se lo entregaron a una de las tan caritativas vecinas que antes, en la calle, la habían identificado en alta voz. Como si tuviera taponados los oídos, escuchaba un fondo de llanto, la nena lloraba pero ella no la consoló...


Ya nunca más pudo consolarla. A partir de esa tarde de feriado, la nena tuvo que arreglarse sola.


Esa tarde tranquila de feriado, a la hora de la siesta, en un aburrido día del fin de la primavera, terminó la pequeña vida de esa joven mujer.

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La nena era muy pequeña para tener planes o ideas sobre el mundo, por lo que de inmediato su corazón cavó trincheras y enterró su corto pasado. De ahí en más, su vida siempre se movió bordeándolas, esquivándolas, rodeándolas... El duro carozo de su pena quedó bien enterrado y cubierto por la tierra acumulada durante los años siguientes y fue olvidado. El miedo, la desilusión, la angustia de ese día se arrinconaron en el pozo y esperaron...Toda vez que algo desconocido aparecía o alguien la lastimaba el hoyo liberaba de las profundidades cierta medida de soledad, un poco de inquietud, de desesperanza. Con el tiempo y aunque tenía una buena vida, se convirtió en una mujer impaciente, irascible, nerviosa. Nunca pudo abrir la cueva y desenterrar las raíces podridas de su primera infancia...


Su hermanito, en cambio, no había perdido nada, porque nada tenía. En sus dos semanas de vida no había adquirido ninguna experiencia. El dolor de la separación fue un hecho dado, como el sol, el frío, el calor...Sí, desaparecieron los olores y sonidos que lo habían acompañado durante nueve meses y dieciseis días, pero aparecieron otros que tambien le dieron alimento, calor y cuidados. Se convirtió en un hombre fuerte, terco, que confiaba sólo en sí mismo. Aprendió que el mundo cambia a su alrededor, pero él tiene su yo y puede confiar en él.





Hasta aquí la historia mínima de tres personas. Los que los frecuentaron afirman que rehicieron su existencia, curaron sus cicatrices, se volvieron a conocer y amar y hasta el día de hoy continúan viviendo en paz y armonía.


Sin embargo, otros, que tal vez los conocen mejor, aseguran que nunca superaron el pozo de soledad que cavó ese día en sus almas, no pudieron reconocerse y hasta el presente estos tres seres viven en distintos continentes, no tienen trato entre sí, ni saben sus nombres o lugares de residencia actuales. ■





© Ester Mann

UN HOMBRE EN EL PARQUE




por Ester Mann


Esperaba desde las siete en el mismo banco de siempre, aunque sabia que ella no aparecería hasta las siete y cuarenta y cinco. El sendero iluminado acentuaba las sombras del banco en el que estaba sentado Oscar. Ella vendría de la parada por su derecha, y caminaría con sus pasitos cortos y rápidos hacia la izquierda, sin mirar a los lados, concentrada en sus pensamientos o vaya a saber en qué. Transitaría por el sendero, atravesando el parque, cruzando la avenida y llegaría a su casita de una sola planta. Allí la esperarían los padres para cenar y él, Oscar, se volvería a su departamento de soltero para esperar el día de mañana a las siete de la tarde. Su trabajo, las visitas a la familia, los encuentros con amigos eran simples formas de matar el tiempo hasta la hora de verla. Lo peor eran los fines de semana, cuando ella no trabajaba y no volvía de la oficina a las siete y cuarenta y cinco, como todos los días. En el verano se hacía más peligroso observarla: a esa hora todavía era de día y ella podía ver a ese desconocido que hacía meses que la esperaba e incluso la seguía. Pero ella, por irreflexión o indiferencia no lo veía. En sus insomnios imaginaba distintas formas de conocerla, de iniciar una relación. Pero todas se complicaban por su cortedad, su cobardía, su miedo al rechazo. Pensaba que mientras no hiciera nada, conservaría la esperanza de que un día llegarían a conocerse y ella lo amaría como él la amaba.


La tarde de primavera en que se le cayó el libro, casi le dirigió la palabra... Corrió, lo levantó y las palabras que se agolparon en su garganta, todas las frases que había preparado en las noches sin sueño, se redujeron a un inaudible “Señorita!” . Ella dio vuelta la cabeza, tomó el libro murmurando un “gracias” lacónico y continuó su camino.
Hacía tres días que ella no venía. Oscar, abatido, decidió atravesar el parque, cruzar la avenida y tocar el timbre de la casita. Antes de llegar vio la gente y el auto blanco decorado con cintas y flores. Se detuvo, inmóvil como una piedra, y la vio salir, más hermosa que nunca, con su vestido y el ramo de azahares. A su lado, un joven de esmoquin la tomaba del brazo y juntos se dirigían al auto. La blancura de la ropa y el brillo del automóvil lo cegaron. Sus ojos, húmedos, se nublaron.

A partir de la tarde siguiente, el banco que los faroles de la plaza no iluminaban, quedó solitario, oculto entre los arbustos. ■


Ester Mann

CUENTOS PARA GURISES



por Silvia Loustau

LA LEYENDA DEL ARCO IRIS- PACHAC COILLATICA

( recreación de una leyenda de origen incaico)

Cierta vez Inti, el dios Sol, estaba muy entretenido jugando con su propio calor, tanto, que no se dio cuenta que la tierra estaba sedienta . De pronto fue cubierto por nubes enormes y oscuras. Cuando la primer nube tapó la cara de Inti éste se enojó, pero luego observo que detrás venía una nube estilizada, de un color claro, luminoso. Ella se acercó y acarició, uno a uno los dedos del dios, con tanta suavidad que Inti cerro los ojos para sentirla con más intensidad. Así la nube acarició los párpados, las sienes, la boca del sol. Así fue como Inti y la nube se amaron. Y de la frescura de ella y del fuego de él nació Pachac-Coillitica, el Arco Iris, que es uno de los hijos más alegres que tuvo Inti. Y le da a cada uno de sus colores un significado: el amarillo: por el maíz y la chicha, uno que alimenta y la otra que da alegría;el verde: por la juventud que recuerda la primavera y los bosques . El rojo : por la alegría de la sangre que circula por las venas y los placeres del amor. El violeta y el azul : por la memoria de los pueblos y los seres queridos que reposan en la muerte, pero una muerte que se manifiesta en el cielo cada vez que Pachac —Coillitica nos ilumina, recordándonos que debemos amar a la tierra, madre común de todos los hombres. Y ahora, sí en nuestros días, cada vez que Pachac- Coillitica, el Arco Iris, ilumina el cielo, fruto del amor entre Inti y la nube, los indígenas lo saludan brindando con chica y el primer brindis es en honor a Pachacamac, el dios superior.


LAS CICATRICES DE LA LUNA

( inspirada en un mito precolombino de los indios ONAS)

Hace mucho, pero muchísimos años, cuando nuestra América era una sola y grande América.Sin límites ni fronteras. Cuando los dueños de esta tierra eran los aborígenes. Cuando ni siquiera los amautas o payés de las tribus habían descifrado en los astros del cielo, ni el vuelo de los pájaros que hombres vestidos de acero bajarían de aquellos enormes barcos que hoy conocemos con el nombre de carabelas. En aquel tiempo tan lejano nuestra Patagonia estaba habitada por los indios Onas. Los Onas, que eran un pueblo nómade, tenían gran respeto por la Luna y el Sol. Una noche de luna llena, una luna de plata que jugaba a reflejarse en nuestro lejano mar del sur, un gurí ona preguntó por qué la luna tenía su panza con tantas, tantas cicatrices.


Entonces sentados en rueda, todos los gurises onas escucharon de boca del anciano más anciano y más sabio, esta historia.


Cuando el mundo era uno solo, el Sol era un indio valiente, pero muy impulsivo, dejándose arrastrar por el fuego que habitaba en su corazón. Y la Luna era un indio manso, a quién le gustaba descifrar el canto del viento. Estos dos indios eran amigos y muchas veces pescaban o cazaban juntos para luego compartir su comida.


Un día después de cazar preparan su comida sentados junto a un alegre fuego. Pero cuando estaban comiendo a la Luna le pareció que el Sol se había comido la mejor parte. Se lo dijo de buenas maneras,porque esa no era la forma de compartir.Pero el Sol sintió ese fuego que habitaba en su corazón, y este fuego se convirtió en enojo y tomando los restos de la comida caliente se la tiró a la Luna quemándole la barriga. Esas fueron heridas. Fueron quemaduras. quemaduras que cuando por fin curaron se habían convertido en cicatrices. Esas son las cicatrices que hoy vemos como las manchas de la luna.

*-1- AMAUTA="historiador." También era la persona que descifraba los sucesos por venir interpretando los sucesos pasados.
*2- PAYË= Adivino de la tribu- a veces era una especie de médico



LA LEYENDA DEL ISONDÚ

(inspirada en una leyenda post-hispánica de origen incaico)

El Isondú es el bichito de luz. Sí, ese que alumbra alegremente las noches de verano. Pero para que comprendan bien esta leyenda les voy a contar quien era Tupac Amarú. Descendiente de los Incas nació en 1740. Fue educado en los mejores colegios Jesuitas que había en Perú, pero eso no evitó que Tupac creciera con una gran sensibilidad hacía su verdadero pueblo, los indios, los mestizos. Así fue que ante las injusticias cometidas por los españoles, Tupac y su compañera Micaela, seguido de gran parte su pueblo, enfrentaron al invasor para que la tierra fuese devuelta a sus verdaderos dueños. Tupac fue cruelmente vencido y cruelmente ejecutado en 1781. Desde entonces comenzó a circular esta leyenda.


Después que Tupac Amarú fue ejecutado muchos de sus hombres fueron tomados prisioneros por los españoles. Entre ellos eligen a cuarenta de los principales, los más inteligentes, los mejores y escondidos entre las sombras de la noche los atan uno a uno, como formando una cadena los atan pierna con pierna. así encadenados los llevan por los sinuosos caminos que se abren en los altos Andes. El caminar de aquellos cuarenta indígenas era lento. Dificultoso. Al amanecer todos le piden a Inti(el dios Sol ) que los proteja. Pero la cuesta durante el día parece cada vez más empinada, la sed les reseca la boca, los cuerpos de aquellos valerosos guerreros se va debilitando por la falta de agua y de alimento.Pero ni un quejido sale de su boca. Sí, la cuesta era empinada más ellos caminaban con la frente alta, como buscando en el cielo un mensaje que sólo ellos sabrían descifrar.


Las sombras del atardecer acarician las laderas de las montañas. Un aire tenue, violeta envuelve a esos cuarenta hombres que continúan el camino azuzados por los españoles. Inti acaricia con sus rayos a cada uno de ellos y ellos parecen interpretar esa caricia sobre sus cuerpos morenos y agotados. En el oscuro azul de aquel cielo brilla el lucero y después muy fuerte la Cruz del Sur, ellos la miran y una plegaria silenciosa los vuelve a unir .


Los españoles hacen un alto, encienden fuegos, comen y beben, a los prisioneros les dan un poco de agua y apenas unos puñados de maíz cocido. Allá arriba, en lo alto de los Andes, junto a las fogatas que titilan los españoles van quedando dormidos, apenas tres o cuatro guardias custodian a los cuarenta prisioneros que siguen atados pierna con pierna. De repente una luz parece envolver esa fila humana . Una luz brillante, verde esmeralda, amarillo maíz, azul aguamarina. Luces. Luces. Luces.Los guardias se asombran, se asusten, los otros españoles se despiertan. Entonces, frente a ellos empieza a volar un bichito de luz . Una luz que parece transmitir un mensaje. De pronto, uno, dos tres...cuarenta bichitos que titilan, que dan más luz a la noche.Los guardias gritan. Los prisioneros han desaparecido. Sólo quedan las cadenas. Es que cada uno de ellos había recibido el toque de Inti y la bendición de la Cruz del Sur. Se habían convertido en el Isondú, el bichito de luz que desde entonces surca el cielo de nuestra América llevando el mensaje de la libertad.


DE CÓMO NACIERON LOS RIOS

( recreación de una leyenda de origen mataco)

Esta leyenda es tan pero tan antigua que en ese entonces aún no existía el agua.Por lo tanto no había ríos, ni arroyos , ni lagunas. Iloj , dios creador de los matacos creó primero la tierra, luego a los hombres, después a las plantas y los animales. ¿Y el agua?. El agua y los peces los había resguardado por un tiempo más en el tronco de un palo borracho. Por eso, aun hoy, cuando vemos un palo borracho nos parece un árbol con panza.


Iloj tenía un amigo — Takjuaj — a quien le encantaba hacer travesuras. Un día se acercó al árbol y le dio un hachazo en su redonda y enorme panza. y.. ¡ Qué sorpresa!.Un líquido cristalino y fresco comenzó a brotar. Brotaba con sonido de canto leve. Era el agua .


Y el agua se sintió tan feliz de huir de su prisión que salió danzando alocadamente y alocadamente danzando salieron los peces. Esta agua libre formó el cauce del río Teuco, del río Pilcomayo y del río Bermejo. Después, como venas de agua abriendo la tierra, se formaron los otros ríos.


Pero...¿ Que hizo Takjuaj al ver lo que ocurrió después de su hachazo?. Se asustó.Y corrió y corrió para esconderse.Pero fue imposible porque las aguas lo perseguían. En esta carrera se formaron las curvas y vericuetos de los ríos. Y que sucedió con Takjuaj.Para que su amigo Iloj no lo castigara las aguas lo convirtieron en un duende, el duende de las aguas y lo llamaron Sichiloj .Y desde entonces vive feliz jugando entre los ríos y los arroyos y contando sus aventuras a los peces.

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*1- MATACOS- tribu que vivía en lo que hoy conocemos como Mesopotamia. Aún podemos encontrarlos en el Chaco.
*2- PALO BORRACHO- los matacos lo llamaban Yucan o Samohu.

sábado, diciembre 15, 2007

CRÓNICA: IDA Y VUELTA





El libro ilimitado

Antonio Muñoz Molina 15/12/2007 - Babelia

Voy en el metro a media mañana camino de una de mis librerías más queridas de Madrid y aunque llevo abierto el periódico miro de soslayo con un gesto reflejo cada vez que entra en el vagón alguien con un libro en las manos. No siempre es fácil identificar su título, y hay que tener mucho cuidado para que la curiosidad no se confunda con la metijonería. Es como ser un mirón digno que por nada del mundo quiere verse metido en un trance embarazoso. El libro está a veces en una posición casi horizontal, para que reciba mejor la luz del techo, y no es cuestión de adelantar la cabeza y torcer el cuello queriendo mirar la cubierta desde abajo. ¿Cuál será ese libro de bolsillo tan grueso del que no ha apartado los ojos ni siquiera al dar una zancada desde el andén ese lector que acaba de sentarse frente a mí? Lo ha doblado por la mitad, con riesgo de descuadernarlo, lo aprieta como estrujándolo entre las dos manos. Es un joven de veintitantos años con el pelo encrespado de rizos casi africanos, sin afeitar, con una mochila pequeña a la espalda. Da la impresión de que se levantó de la cama con el libro en la mano y que pasó así con él delante del espejo del baño.
¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas?
Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos
Mantengo la vigilancia mientras leo el periódico. El titular de la primera página es el desastre de los índices escolares de lectura en España. Sólo hace unos días la enigmática ministra de Educación aseguró que ella no ve ningún problema en que los chicos usen el teléfono móvil mientras están en clase. La enseñanza pública se deteriora irreparablemente en España gracias a una conspiración de ignorancia tramada desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica y las autoridades ya tienen un culpable: el franquismo. Quién si no. Como mi tierra natal está incluso a la cola del desastre leo que la consejera de Educación de la Junta de Andalucía ha descubierto una causa todavía más lejana: nuestro atraso histórico. A ellos, los socialistas que llevan gobernando en Andalucía un cuarto de siglo, que los registren. Pienso en mis maestros, los que me enseñaron contra viento y marea a leer y a escribir y a amar el conocimiento en años de oscurantismo y pobreza; pienso en tantos profesores vocacionales y derrotados que conozco, en las cartas despectivas o perdonavidas o del todo insultantes de pedagogos y expertos, de enchufados de diverso pelaje, que he recibido sin falta cada vez que he escrito sobre las quejas amargas de mis amigos profesores y sobre lo que yo estaba descubriendo con mis propios ojos con sólo hojear los libros de texto de mis hijos y escuchar las historias que me contaban al volver de la escuela.
A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche. Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline. Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.
Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos.
Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores. En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau. Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación. - ■

sábado, diciembre 08, 2007

Ensayo: Del caletre a la cirugía

Anabella Rodríguez / 06/07/2006

Cuando me tocó guardar la biblioteca de mi abuela y su hermana, luego de la muerte de ambas, me sorprendieron los libros dedicados a las “costumbres femeninas”. Mi asombro nació de ver cómo estas “obras para mujeres” (escritas por mujeres) constituían verdaderos tratados de exigencia social muy severa y de prodigiosa memoria. Estos libros, escritos a principios del siglo pasado, me hicieron entender los anhelos de libertad que Virginia Wolf expresó en su obra Una habitación solitaria, donde profetizaba el desarrollo profesional logrado por las mujeres en el siglo XX. Sin embargo lo más curioso que vi de esos textos fue su escritura por manos femeninas. Cada “Tratado para mujer” constituía un discurso opresor que salía de una mujer hacia otra como una herencia. Así, por ejemplo, la Condesa de Tramar explicaba el comportamiento femenino en El Trato Social (1915) como un discurso rígido, lleno de vanidad y de represión moral. La autora dibujaba a la mujer como el “ángel de la familia” que vivía sólo para el hombre y las nociones de debilidad y sumisión eran la principal propuesta en su obra:

el papel de la mujer sigue siendo divino, su misión sobre esta tierra consiste en encantar, en sostener con sus manos frágiles á (sic) esa omnipotencia que se llama el hombre y que pretende dominar y á (sic) quien se encadena, sin embargo tan fácilmente”(Tramar 1915, 3).

Estas palabras podrían considerarse como un “objeto de curiosidad” por pertenecer a las ideas sociales de principios del siglo XX, sin embargo la Condesa muestra el objetivo de vida que muchas mujeres de hoy y que el mercado estético explotan, sin detenerse en la salud. ¿Cuántas mujeres no sufren varias operaciones en su cuerpo para “encantar al hombre” o al “mercado de trabajo”? Podría pensarse que la opresión del discurso femenino es un asunto interno de la mujer, porque es quien coloca como fin de su vida o parámetro al hombre, sea para su liberación o para su sumisión.


Las “obras para mujeres” del siglo XX me hacen preguntarme en el “espejo del tiempo” cuánto hemos cambiado las mujeres. Sin duda, hemos variado en muchos aspectos, porque al leer estos manuales, algunos de fanatismo religioso o moral, me costaría mucho dividir mi cerebro en “cosas de hombres” y “cosas de mujeres”, comprender que el hombre puede salir a la calle solamente o que tendría que servir como la mejor mesonera de cualquier restaurante al dueño de la casa, es decir, el esposo. Sin embargo, ¿cuántas cosas han cambiado en el llamado machismo latinoamericano? ¿Cuántas mujeres en las zonas más humildes no siguen aplicando estos conceptos, aprendido de manera oral, de la clase burguesa del siglo XIX o de la aristocracia? Y por último ¿cuántas mujeres no continúan su narcisismo de creerse centro del mundo por su belleza corporal? Si recordáramos las palabras de Tramar, veríamos cómo el narcisismo femenino de “centro del universo” es un tópico recurrente de la mujer occidental:


La mujer es el atractivo, la claridad radiante que da á una reunión el encanto y la poesía que le faltarían si ella no estuviera presente. Su belleza, su ingenio y elegancia, hacen que sea siempre solicitada (Ibid,10).

Las palabras de la Condesa muestran el narcisismo que vemos hoy en canales de moda por cable o en revistas femeninas, donde cada mujer nos mira en la foto con la supremacía de una diosa por tener el “cuerpo-centro del mundo” (incluso en las fotos de las “revistas para hombres”, las mujeres exhiben su cuerpo con la noción venusina de superiodad).

El discurso de “Venus” ha llevado a la mujer a la “cruzada de Fausto”, donde busca en la ciencia detener su envejecimiento exterior. Entonces, la nueva situación de la mujer no ha diluido su idea occidental y burguesa de “ser el centro del universo”. Se podría pensar que incluso ha emprendido la batalla profesional para profundizar, en algunos casos, este “ego” (utilizando su sueldo o ganancia para transformar su cuerpo en el canon anhelado por su comunidad).


Si hoy veo con asombro estos manuales en versos y con rima sobre la conducta femenina de principios del siglo XX, me pregunto: ¿cómo observarán las mujeres del futuro la “dieta del tomate” (no crean que me burló de las dietas. Para quienes no conozcan de dietas, estos nombres existen), la “dieta de la luna”, la” dieta de la diversidad” y muchos nombres más de dietas con fama mundial, cuando revisen las bibliotecas, virtuales o reales, de sus abuelas? ¿Qué pensarán de sus antepasados que se sometían a ayunos dietéticos que cualquier asceta podría admirar (y todo esto para “ser el centro de atención”)?


Las dietas y los ayunos tienen en varias religiones, además del objetivo ritual, una meta de desintoxicación del cuerpo para mejorar su salud (algo sano y recomendable). Sin embargo, muchas de las dietas actuales, lejos de su origen saludable, perjudican el metabolismo de adolescentes, creando obesidad y anorexia, sin embargo el “discurso venusino” no se detiene y la voz del mercado estético femenino se origina de una mujer hacia otra (sin importar edad), iniciándose en las adolescentes que cada vez tiene menos tiempo de “ser niña” y más de “ser mujer” gracias a las figuras femeninas de pequeñas jóvenes que proliferan insinuando su naciente sexualidad en los medios de comunicación. Cabe interrogarse qué pensarán en el futuro de la operación de senos (de la cantidad de cc que se introduce las mujeres en cada seno para la belleza) y de todo el cuerpo (cadera, encías, garganta, piernas, nada queda fuera) o qué dirán de las rutinas de ejercicio que otras desarrollan con una disciplina casi militar. En todo este mercado de estética, encontramos hombres que se benefician de distintas maneras (se debe resaltar que ellos tienen ya su propio “mercado estético”, con los prototipos del siglo XXI, tal como el conocido “metrosexual” (acuñado por Mark Simpson en 1994) o el Ubersexual (término de moda en el 2006) y no se salvan tampoco de las cirugías y dietas); pero es el discurso femenino quien lo acentúa y profundiza practicando el lema: “Para ser bella, hay que ver estrellas” (mientras más sufre, más bella es). Una frase que prolifera en algunas mujeres de las clases media y alta e incluso en las clases más humildes (donde varias mujeres gastan parte de su sueldo escaso o el de sus padres, en casos de las jóvenes, para verse “como la chica de la tv”, para “esconder su clase”, para lograr ascender, etc).


Sin duda, parece interesante reflexionar dónde reside una parte de la opresión histórica del discurso femenino en el creciente mercado de la estética. La mujer del siglo XX pudo competir con el hombre, pero la mujer del siglo XXI, tal vez, tenga que dar la más dura batalla y vencer su mayor opresor social: el narcisismo y su identidad sexual. Las enfermedades de metabolismos, la anorexia, la diabetes, la obesidad, los cánceres por mala “praxis médica” en operaciones de belleza o de piel por prolongada exposición a un sol sin capa de ozono completa, la infertilidad, entre otras, son terribles consecuencias que debe afrontar la mujer, y el hombre también, en el siglo XXI por esta situación del creciente mercado estético y el anhelo faústico de ser “siempre joven” con un cuerpo venusino o apolíneo.


Anabella Rodríguez


Bibliografía:


Anónimo. (1906). Tratado completo de urbanidad en verso para uso de las niñas. Colegios Católicos: Caracas.


Crispo Rosina y otros (1994). Trastornos del comer. Ed. Herder: Barcelona.


Duker, Marilyn y Slade, Roger(1992). Anorexia nerviosa y bulimia. Ed. Limusa: México.


Hirschmann, Jane y Hunter, Carol (1990). La obsesión de comer. Ed. Paidós. Madrid.


Ladish, Lorraine (1998). Me siento gorda. Ed. Edaf: Madrid.


_____________. Cuerpo de mujer Ed. Edaf: Madrid.


Serrano de Wilson, D.(1916). Almacén de las señoritas. Vda de C. Bouret. París-México.


Tramar, Condesa de. (1915). El Trato social. Vda de Ch Boures: París-México

¡AL FIN PRINCESA!

Se miró en el espejo de la salita: ¡diez puntos!. El pelo, un poco desarreglado, testimoniaba una noche de insomnio, de revolverse en la cama sin poder dormir... Los ojos enrojecidos, el llanto inconsolable, como dirían en la telenovela de la tarde. Vestida de entrecasa, descalza, como lo establecía la norma, se sentó en el colchón y esperó dudando entre leer un libro o meditar.
El departamento estaba ordenado, los víveres que había traido una amiga acomodados sobre el mármol de la cocina, esperaban que llegara la gente, los candelabros con sus blancas velas y las cajitas de fósforos al lado, distribuidos por toda la casa, daban un toque de austeridad y elegancia.
Sobre la mesita del living algunos libros de autoayuda y los álbumes de fotos de su niñez, donde todos pudieran ver al Papá en sus mejores años.

Todas las tardes de sábado, la espera inútil, vestida para salir, con los zapatitos de charol y el moño blanco o rojo, todas las llamadas telefónicas, los reproches de la Mamá, sus llantos y las rabietas de Diego, todo ese desamparo que continuó, a pesar de los años, hoy llegaba a su fin.
Hasta hace poco, cuando aún vivían en la misma ciudad, Ella seguía esperando que la invite, que la llame, que le demuestre que sus protestas de amor no eran falsas. Diego hacía años que no se comunicaba con él, ni esperaba que le dé cabida en la vida con su joven esposa y los hijos pequeños.
Pero Ella se aparecía sin avisar, cargada de regalos para sus hermanitos —medio hermanos, como le recordaba la Mamá −aunque nunca la invitaban a quedarse y muchas veces le decían: ¡Justo estábamos por salir!
Se acabó, papito, ya no estás ni para ellos ni para mí. ¡Ahora somos iguales! Ahora puedo llorarte como si me hubieras querido...Aquí nadie conoce la verdadera historia de tu traición...las pequeñas y mezquinas anécdotas de tu paternidad negada. El día de mi graduación llamaste para decir que había nacido tu segundo hijo. ¿Segundo? Cuarto, te corregí aturdida y no atiné a recordarte la fiesta en la que esta vez tampoco estarías.
-Papá se disculpa- dijo Ella en voz alta para que Diego y la Mamá escuchen. Ninguno de ellos abrió la boca; no contaban con él.
—La señora tuvo un bebé −agregó. La Mamá soltó una carcajada sarcástica, Diego salió de la habitación.

Sí, papito querido, ahora ellos también son huérfanos de padre, como yo lo fui desde los 12 años. Por una justa casualidad, los dos chicos tienen diez y doce años, como Diego y yo cuando te fuiste. Por eso, papá, recién hoy, cuando de verdad estás muerto, yo celebro tu partida con el duelo in absentia.

Muchas personas vendrán a consolarla, a demostrarle cuánto sienten su desdicha. La gente beberá, comerá las tortas y bocaditos que las amigas de Elena han preparado, charlará y sonreirá. Será una verdadera fiesta. Y Ella, sentada sobre ese colchón, será como una sultana que, aunque tarde, recibe los merecidos honores. Hablarán de él, contará las mejores anécdotas, mostrará sus fotos de juventud y brindarán por su alma. ¡Que descanse en paz!

© Ester Mann

El perseguidor de sueños



por Ernesto Ramírez

«Querido hijo, el patio y el pozo están algo raros, las flores no cantan, los pájaros no perfuman; el portón cada día más hosco. ¿Sería a nuestro pozo que se refirió don Lugones? Besos, tu mamá»

Mientras el tren se iba deteniendo recordó esa carta, la segunda de la serie de cartas breves y extrañas del último año y medio. Bajó y se volteó para ver marcharse al vetusto montón de hierros. En las ventanillas, primero lentamente y luego más de prisa, aparecía un rostro cansado de mirada apagada, era su rostro y cada ventanilla era un año de su vida, que así se había ido, como el tren, veloz y sin contemplaciones. Era un rostro vapuleado por treinta años de estar ausente. “El rostro de la frustración”, se dijo. Con una mano deshizo unas gotas de sudor que descendían tortuosas, desbordando pequeñas grietas desde la frente hasta el bigote, en tanto inhalaba profundamente de un aire de tres décadas atrás. Miró a su alrededor.., estaba solo.
Dejó la pequeña maleta en el piso y estiró los ojos por la calle abochornada bajo el sol del mediodía:
“Siguiéndola durante unos setecientos metros me aguardan mi infancia y parte de la juventud”, pensó. Antes de decidirse a recrearlas, sopesó los cambios inexistentes: el cartel gris de hormigón que rezaba Estación Sañoram con las letras percudidas que ya cuando él partió habían dejado de ser rojas para conformarse con un rosado ápático. Buscó la melladura en la pata de la erre y allí estaba, más sucia, menos evidente, pero estaba. Cuando el plomo del loco Aurelio la había concebido, en un intento simbólico de matar el lugar, lucía blanca e insinuante, cual una sonrisa irónica provocadora del segundo balazo. El largo banco con su armazón de hierro y quebracho, inmóvil, resignado desde siempre a soportar la tristeza y conformidad de aquella gente asfixiada de prudencia. “Los pollos “, pensó, y se dio vuelta para mirar hacia el montecito de sauces al otro lado de la vía. Y ahí estaban, echados al frescor mezquino del poco pasto verde, agradeciendo a las sombras su languidez; piquiabiertos y alas en ristre, igual que sus ancestros de treinta eneros atrás el día en que se marchó. Recogió su muestra de equipaje y tomó en dirección a la calle del pasado. Al pasar frente a la ventana del depósito que oficiaba de estación, miró a través del vidrio polvoriento, no sin antes abrirle paso a la mirada con la palma de la mano. El cráneo del encargado afloraba como una medusa entre los brazos cruzados, que le ocultaban el rostro adosado a la mesa, y el movimiento rítmico de los hombros, en la respiración agobiada por ese sopor de varios lustros. Llegó hasta la boca de la calle y se internó en ella, caminaba lento, quizás con recelo, y no precisamente por el calor ni el peso de la valija. A ambos lados del camino las cunetas, largas llagas supurantes, drenaban la miseria del lugar. Más allá de las zanjas, después de los alambrados, estaban las casas. Ranchos de adobe, otros de chapa y madera, algunos, muy pocos, con algún injerto de bloques que pretendió ser mejora; y las menos, un diez por ciento quizás, casas de verdad de ladrillos y con planchada. Su casa era la última y estaba de frente a la calle, como un tapón, interceptándola, como diciendo aquí se termina Safíoram. Yen la casa estaría su madre ¿cómo estaría? ¿qué madre encontraría después de treinta años? Sabía que vivía. Su reciente última carta (corta y enigmática como las cuatro o cinco recibidas el pasado año) decía:

«M‘ijo, tu padre te extraña, me es fácil advertirlo. No me lo dice, bueno siempre hablamos poco. Hablar es cosa buena, lástima que estás tan ocupado en tus proyectos. Te quiere tu madre».

Unos doscientos metros adelante, del lado derecho por supuesto, asomaba por sobre el techo a dos aguas de tejas, la cruz de madera de la capilla de “Nuestra Señora Redentora de Sañoram “. Se erguía omnipotente y piadosa como un sermón mudo preventor del pecado, pero a su vez como un puño implacable capaz de expurgarlo. Como si en este lugar fuera posible pecar, o en su defecto, si en un arrebato fugaz de ingenio alguien lo lograra, existiera para él castigo peor que el de sobrevivir allí.
El aire flotaba cansino en la calina del mediodía, bochornoso y dantesco, alejaba las imágenes, las envolvía de una magia e interés inexistentes; como una postal tridimensional, que según el ángulo de inclinación que se le dé ilusiona fabricándole espacios a su chatura irremediable. Las sombras caían heridas sobre los planos, humilladas por el fuego del sol. Todos los habitantes del caserío estaban hundidos en el sueño pegajoso y ni siquiera los niños se animaban a escaparse y desafiar el solazo de la una de la tarde. Hasta los perros brillaban por la ausencia, y si alguno olfateó su presencia, de seguro el calor se encargó de que su ladrido se transmutase en un tibio bostezo.
Así, reconquistando y sudando, anduvo la mitad del camino hasta llegar al Almacén de Ramos Generales y Bar Velásquez . La fachada seguía inmutable y el nombre debía ser adivinado en la pintura, descascarada en partes y en otras desvaída.

«Hijo este lugar esta cambiando y creciendo mucho, cada día me cuesta más llegar hasta lo de Velásquez. Besos, mamá.» ¡Qué. mierda si todo esta igual! exclamó.
A medida que se acercaba a la entrada del comercio aquella masa de carne y grasa abruptamente dormida sobre una silla bajo el alero, con la cabeza tumbada hacia un lado emitiendo ronquidos espeluznantes, la camisa desprendida y las manos trenzadas encima del abdomen voluptuoso y vivo como un hongo después de la lluvia, retrocedía y adelgazaba en su memoria hasta reconocerla.
Subió los dos escalones. Observó el rostro. La mosca en la nariz era la confirmación.
El perro, desparramado debajo de su dueño, abrió los ojos por un pesado instante, dando a entender que sólo era somnolencia y no falta de olfato su displicencia canina. Tosió prolongando la tos con un carraspeo intencional. El hombre despertó masticando el aire caliente y con una mano se limpió la mezcla de baba y sudor que le coma por el canto derecho de la boca, haciéndole brillar el mentón áspero sin rasurar varios días.
— Estos informales... — farfulló poniéndose de pie —. Tiene suerte amigo: de no ser por que me quedé dormido esperando al proveedor de pastas y fideos, hubiera encontrado cerrado el lugar.
Entró detrás del comerciante.
— ¿Qué le sirvo? — preguntó éste rascándose el vientre en tanto pasaba atrás del mostrador.
— Cerveza, bien fría. — Y se sentó a una mesa bajo el ventilador de techo arcaico y flemático.
No sé que tan fría está usted acostumbrado a tomarla. Por aquí lo frío de la bebida depende del estado y antigüedad de la heladera y la mía ya pasó los veinte años —dijo depositando la botella y el vaso en la mesa bamboleante y llena de cicatrices.
Medió un silencio de tela de araña entre ambos cruzado por miradas fijas y hambrientas, mientras la cerveza brotaba hirviente del cuello de la botella.
— La mosca también ha envejecido y engordado, eh Ezequiel.
Ezequiel Velásquez con toda su obesidad sudada y la mirada apenas escapando por una rendija entre los párpados, retrocediendo en los campos del ayer como una vaca idiota rumiando inútil en las praderas de otrora, busca y rebusca en el rostro del forastero semicubierto por el vidrio sucio del vaso y la espuma tibia de la cerveza, mientras se acaricia la verruga negra y marchita en el lado derecho de la nariz.
—jEladio! — dice efusivo —. Eladio Palermo... el perseguidor de sueños — confirma melancólico —. ¡Cuántos años! Veinticinco por lo menos ¿no?
— Treinta exactamente — corrige incorporándose y uniendo el tiempo en un abrazo.

—Lo de la mosca — exclama riendo y sosteniendo a Eladio por los hombros — me quedó para toda la vida. Tendrías unos nueve años, sí yo te llevo diez, cuando asomabas la cabeza por esta misma puerta y gritabas: “A Ezequiel se le posó una mosca en la nariz” y salías corriendo junto con el Wata. Desde entonces y como somos tres los Ezequiel por estos lados, cuando hay que diferenciamos no dicen “el bolichero” ¡Noo! dicen ¡Ezequiel el de la mosca!
-~ Entonces te molestabas mucho y eso nos incentivaba. Antes de irme ya te habías resignado y la bronca iba sólo por dentro, pero hoy veo que hasta te divierte.
¿Por eso vos dejastes de estudiar y te conformastes con atender el boliche? ¿Te dio miedo poder ver más allá?
Yo que sé, cuando terminé el secundario el ambiente estaba muy caldeado en Montevideo, mi viejo un poco enfermo; y el negocio era algo seguro, mediocre sí pero seguro. Después mi padre murió y... aquí me tenés. ¿Vos también abandonastes los estudios?
—Sí, cuando el país se puso verde. Querían que me cortara el pelo. Yo lo usaba bien largo ¿te acordás? Abandoné en tercero de liceo.
Hubo un silencio reflexivo, corto, de años y cosas perdidas. Decime, ¿el pelado que ronca en la oficina de la estación es Barragón? ¿todavía no se jubiló?
—No, es Emilio, el hijo, tu amigo de la infancia. Don Lucas murió hace unos cinco años. El pelado ya hace diez que heredó el puesto y la sordera del padre. No le alcanza para nada, de los cinco hijos tres aún son chicos. Nunca llega a fin de mes el pobre. Pero contá algo vos, en treinta años por el mundo se deben ver infinidad de cosas nuevas, de gente diferente.
Sí muchas, muchísimas. Pero todas, todas sin excepción tienen la particularidad de hacerte extrañar las cosas viejas, la gente tuya. Otro día te cuento, hoy contame vos a mi.
Y así se sucedieron por dos horas los informes de Ezequiel y las cervezas, las sonrisas y los gestos nostálgicos, los ¿te acordás? y ¿vos supiste?
—Vos eras muy soñador e impulsivo, constan¬temente con algún proyecto nuevo que se desmoronaba pronto o ni siquiera llegaba a nacer. Siempre queriendo cambiar algo, pero siempre fuiste muy utopista, sin bases y sin paciencia. Recuerdo cuando conseguiste que nos asociáramos para hacer la feria de artesanías gauchas. Sería todo un evento anual que traería gente y divisas al lugar, sólo que olvidaste que Sañoram no despierta el interés de nadie y que a esta gente le asustan los cambios.
—Lo que ocurría es que me dolía la pobreza y h conformidad de las personas, e inconcientemente me fui creando una obligación al respecto. Este lugar siempre me deprimió mucho ¿sabes? Por eso buscaba escape en esas quimeras que al fin resultaron vitalicias.
—Y si esto te deprime tanto, ¿por qué volvistes? Porque no estás de paseo... volvistes, todo en vos lo indica.
—Es difícil entenderlo, sólo estando lejos se consigue. Es como la relación entre barco y capitán. Como si pidieras y te concedieran un barco nuevo y majestuoso porque el tuyo está en condiciones penosas.
Vos sabés que lo merecés y que en ese navío vas a poder desarrollarte y navegar dignamente. Ahora, vos no te podes olvidar de tu barco que quedó varado en el astillero. Entonces pedís que te concedan recomponerlo pero te deniegan el pedido una y otra vez. Y vos seguís navegando en tu nueva nave sujeto a itinerarios antojadizos, pero tu corazón y pensamiento están junto al viejo barco; a su rumbo y su tripulación detenidos en el tiempo, con su bodega llena de ratas que son tus ratas, su timón y velamen podridos que no le aseguran un destino cierto y su casco haciendo agua por todas partes. Entonces un día decidís que si no podés componerlo te queres hundir con él y volvés.
«Eladio, me preocupo mucho por qué no comés, sin fuerzas la soledad no se soporta y la soledad es pesada, casi tanto como la vida. Te quiere tu madre».
—Decime ¿has visto a mi madre? ¿cómo está?
—Doña Elvira sale poco, casi no se la ve. Manda algún pibe a comprar lo que necesita. Después de la siesta se sienta a la entrada de la casa, la mirada fija en la calle. Con el único hijo lejos y tu padre muerto, no le quedó mucho por hacer a la pobre.
—Sí, en los últimos doce años se habrá sentido muy sola...
—Sabés, creo que don Isidro también era un soñador, reprimido sí, pero soñador. A veces me acompañaba en las tardes solitarias y lo sorprendía mirando hacia la estación, entonces le preguntaba: “~~en qué piensa don Palermo?” Y me contestaba: “Cuando Eladio vuelva todo será diferente, Velásquez, todo “.
—Tal vez porque se reprimía conseguía soportar y hasta quizás disfrutar de la realidad mediocre que lo envolvía. Yo nunca lo logré, cuando me di cuenta que mientras perseguía un sueño se me moría una realidad entre las manos, ya era muy tarde, ya era adicto.

—¿Estas son horas de llegar? — gritó con su vozarrón adiposo Ezequiel a los dos hombres que acababan de entrar, y agregó:
-Disculpame viejo amigo, recibo la mercadería y seguimos charlando... ¡estos informales!
Viejo amigo, esas dos palabras le habían quedado zumbando en el corazón. Viejo amigo, con qué espontánea franqueza fueron pronunciadas. No había lugar a dudas, estaba en casa. Recordó de pronto la última semana, llena de sentimientos confusos que provocaron la decisión de volver. Así, de súbito, como un grito en los labios de un modo ilógico, inesperado, pero incuestionable. En esos días había experimentado sentimientos encontrados: miedo, valor, dudas, decisión, vacío, saturación. Con una sensación de irrealidad, como en los propios sueños. Tan inútil como su terquedad. Impuro y exánime como un unicornio real, por lo tanto carente de sentido. Cansado de luchar por sus sueños (una lucha dura y palpable en pos de metas ilusorias) harto de estar lejos, sobre todo de sí mismo.
¡ Qué irónico! pensó y escuchó su voz confirmándole:
“Todas las cosas que quería cambiar”... “hoy he vuelto para contentarme con ellas “.
—¿Qué decís Eladio? — pregunta Ezequiel volviendo a la mesa.
-¿Eh? No te escuché bien ¿qué dijiste?
—No nada: pensé en voz alta algo sin importancia.
-No te preocupes, te entiendo; se te debe hacer difícil cotejar las diferencias con las necesidades.
-Cuando vi los pollos debajo del sausal, entendí de pronto mi ausencia y mi retorno. Como si todos estos años de estar lejos, de sufrir, de ilusionarme y extrañar, de vivir mejor a costa de sentirme peor, de adaptarme aunque nunca del todo, quedaran resumidos en la simple imagen de ellos, nueva pero idéntica, una copia año tras año, aunque no los haya visto sucesivamente. Como diciéndome: ¿Qué fuiste a buscar Eladio? La vida es esto, un poco de sol cuando hace frío y un poco de sombra cuando el sol quema. ¿Qué quisiste inventar, viejo y pobre amigo?
—No se qué decirte, fuera de que me alegro de que hayas vuelto.

«Hijo, todas las tardes me siento en el patio y miro a la calle, qué larga y qué vacía. Qué triste ser calle en este lugar. Te quiere tu madre».

Con esa última carta dándole vueltas en la cabeza retomó la calle rumbo a su casa. Ya la gente comenzaba a resucitar de la siesta, y a ambos lados del camino se veían algunos niños, junto a rostros donde asomaban rastros de otros niños. Y a su lado rostros arrugados como cáscaras de nuez, que su memoria trataba de planchar y rellenar sin mucho éxito, hasta conseguir un mísero atisbo de familiaridad.
Así fue llegando hasta el fondo de la calle, hasta el inicio de su vida. Divisó la casa humilde avasallada de años, el patio umbrío ganado por los yuyos y el aljibe húmedo y solitario. Recordó entonces las noches en las que solía levantarse yllegar
hasta el pozo, para, apoyando el pecho en el brocal, arrojarle piedras a la luna, que se deformaba y retorcía, evidenciando que no era invulnerable, ni mucho menos inalcanzable. A medida que se acercaba, la imagen de la mujer sentada bajo el alero, aumentaba en el presente de su mirada física, pero iba disminuyéndose en la mirada de su recuerdo. Parecía una caricatura de la mujer que lo despidiera treinta años atrás, minimizada y grotesca, ajada por tantos dobleces de tiempo, arrinconada por la soledad. Un detalle más del patio, de la casa. Hojarasca que el invierno se olvidó de arrastrar con él y que soporta indiferente vientos, calor y aguaceros.
Abrió el portón y los goznes rechinaron a viva voz. Se internó por el angosto sendero esquivando las matas secas, y se detuvo frente a ella. La mujer levantó la mirada con una sonrisa frágil colgándole de los labios.
—¿,Tenés hambre, Eladio? Sobre la mesa está tu plato servido, a ver si hoy comés. Pero antes andá a darte un baño, m´hijo, estás tan sudado y agotado. No es para menos, con este calor de locos no es bueno andar tantos veranos... ■