Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, mayo 28, 2008

Autopista del Pacífico Sur


Martha Goldín

Me gustaba caminar por Torrance. Me gustaban esos días en los que iba reconociendo calles, el barrio cercano al mar, las casitas . El aroma a jazmines impregnaba todo y cuando caía el sol se enrojecía el cielo , siempre celeste. El paisaje, mágico, parecía otro.. Cruzaba el Higway y caminaba tres cuadras hasta el semáforo. Y tres más hasta divisar la casa baja y extensa , con su prolijo cartel Library de Torrance . Allí usaba la computadora . Solía atenderme una mujer muy gorda y rubia, de aspecto común . Una tarde sentí, molesta, que no dejaba de observarme. Me acerqué le pedí un libro y vi el miedo en su mirada.
- He soñado noche a noche contigo -me dijo- hace años que te sueño y te temo.
Creo que en ese momento no la comprendí. Acaso pensé que estaba loca :
De todas maneras ser parte del delirio de una obesa bibliotecaria californiana no me atrapaba, pero debo reconocer que sus palabras me inquietaron.
Algo en el silencio de la tarde, el hechizo que emanaba de ese ocaso y el aroma penetrante de los jazmines me estremecieron..
Resolví no ir al día siguiente y aprovechar esas horas visitando Palos Verdes , un pueblo enclavado en las colinas , fascinante con sus enormes palmeras sobre el mar . Un par de días después creí olvidada las extrañas palabras de la californiana y volví a la biblioteca. . Allí, como siempre, estaba ella que casi no contestó mi saludo.
Ya en la computadora abrí e-mails. . Eran recuerdos de mis colegas por el Día de la Mujer, encuentros literarios , concursos. Lo de siempre. Creo que fue en esos momentos cuando sentí que la silla en la que estaba sentada crujía. Si, fue entonces que una sensación de extrañeza me invadió. Como si me estuviera desintegrando. Me levanté lo más rápido que pude y observé el espejo de la entrada. Entonces me vi, definitivamente me vi, incómoda en el voluminoso cuerpo de la bibliotecaria californiana, siniestra en la imagen que me devolvía el espejo y que me acompañaría desde ese momento.
A veces, entre lágrimas, recuerdo mi casa en Buenos Aires, mis seres amados, mis libros. A veces, mientras cierro la library a las ocho de la noche en punto y aburrida doy por finalizado el día, subo con dificultad mi voluminoso cuerpo al auto y me alejo, entre lágrimas, comiendo donuts . ■

© Martha Goldín

“El Loco de las Estrellas”




Por primera vez en mi vida me siento mortal. Ahora viajo por la cornisa de mi destino presintiendo el abismo de la muerte¡ Yo, que creí estar cerca de Dios! Año tras año entre las paredes del laboratorio; fórmulas, telescopios, complejos sistemas computarizados. Las madrugadas nos sorprendían a Ricardo y a mí analizando, discutiendo, filosofando sobre la extraordinaria energía que captábamos a millones de años-luz. Necesito contarlo, dejarlo escrito, porque lo que me ocurrió demuestra que el poder más asombroso que tiene el hombre es lograr gobernar su mente, irónicamente con mi cerebro tan trabajado no lo pude hacer. He comprobado que un linyera tiene más sabiduría y equilibrio para errar por este mundo que mi propia persona.

Hace seis meses mi colega y amigo murió, la ciencia tan avanzada no pudo con su enfermedad. El dolor que experimenté fue tan terrible que trataba de enmascararlo, evaluando de manera sistemática el poder de los virus, esas partículas que son un eslabón entre los seres vivos y lo inorgánico y de cómo pudieron vencer un cerebro tan evolucionado como el de Ricardo. En el momento que él murió sentí el crak. Nosotros, hombres maduros, estábamos cerca de llegar a la comprobación de la Singularidad del Universo. Estos estudios nos elevaban a una claridad de pensamiento que rozaba la religiosidad, sentíamos que estábamos cerca del secreto de Dios. Luego, todo se derrumbó, fue nuestro propio Bing- Crasch.

Pasaron los meses, el trabajo quedó estancado, ya no podía seguir solo. Comencé a deambular por la ciudad. No sé por qué extraña razón evadía los lugares mundanos y glamorosos para internarme en las zonas más oscuras, insondables, miserables de la noche. Yo, que venía de un universo que brillaba desde el origen del todo, me arrastraba en la oscuridad total, pero a la vez sentía el impacto de algo nuevo, asombroso. Comencé a sentir el dolor y el placer de mi carne, a experimentar la sensualidad de la obscenidad. Me rebelé contra mi estilo de científico atildado y fui logrando cambios en mi aspecto antes de vagabundear por la zona prostibularia de la ciudad, hasta conseguir una verdadera metamorfosis. Mi mujer y mis hijos no notaron mi transformación, para ellos yo seguía hasta el amanecer con el rito de la investigación. Y, a mi manera, estaba descubriendo no el origen del universo, sino lo que pasa en la vida subterránea de nuestra sociedad.
Llegaba a mi hogar con un agotamiento total. Me dolían las piernas por los tacones altos, la cara me ardía de tanto fregarla para sacarme el maquillaje y el sentido de culpa por la vejación sexual comenzó a ser reemplazada por el placer. Perdí el temor al rechazo social y cada noche era un desafío, no quería ni justificarme ni culparme. Era dueño de mi vida, de mi destino. A veces, en soledad me preguntaba si no estaba en la búsqueda del desafío final, la muerte. Conocí el cinismo, la mentira, la abyección. Cuando el cansancio me vencía y un atisbo de angustia comenzaba a germinar, buscaba a mi nuevo amigo, el linyera y juntos recostados sobre el puente, paliando el frío de la noche con un té caliente al lado de una pequeña fogata, mirábamos las estrellas. Me admiraba su sapiencia empírica respecto al cosmos. Pude saber de bellezas y conocimientos que jamás hubiera sospechado. Pero estos momentos especiales terminaron a los pocos meses, mi amigo decidió seguir por otros caminos. No tengo más deseos de escribir, vacié mi existencia.

Con el tiempo Alberto desapareció, la búsqueda por parte de la familia fue angustiosa. El mundo científico quedó conmocionado. Mientras esto ocurría, los linyeras se reunían bajo el puente, como en congreso, para escuchar las historias del vagabundo sobre la amistad y las constelaciones. La harapienta comunidad lo llamaba “ El loco de las estrellas”
Un invierno muy crudo el vagabundo fue hallado muerto. Entre sus harapos sólo tenía un cuaderno con extraños relatos sobre la muerte de un tal Ricardo, datos del cosmos, apuntes sobres virus y una foto en la que se veían a dos científicos de espaldas mirando una gigantografía en la que se destacaban estrellas muy brillantes. Curiosamente, algunas constelaciones parecían figuras de ángeles mutilados.


( mención de honor y editado en antología “ Mundo poético” Editorial Nuevo Ser. 2003).


© Ana María Manceda

LA FEA




Era la fea....Aunque tenía sus encantos: los ojos, el pelo, una buena figura....Pero era muy baja. Eso impedía calibrar su elegancia, su gusto en el vestir, sobre todo comparándola con su hermana mayor, que no sólo era alta sino que tenía esa piel blanca tan apreciada en aquellos tiempos. La altura y la palidez disimulaban la vulgaridad de la hermana. Las alabanzas de padres, amigos y parientes no le dejaban a ella, a la fea, ninguna posibilidad de dudas: ella era la deslucida, la que debía buscar la forma de ganarse el amor y la admiración de la gente.
Siempre trabajó duro, primero en la escuela, obteniendo las mejores notas, luego en el trabajo...Pero en esos tiempos una mujer, una niña inteligente no traía más pan a la mesa... Tampoco trabajar rudamente aseguraba un buen pasar, la única posibilidad de salir de la miseria era un buen casamiento y para eso servía la belleza.
Siempre esperando la aprobación de sus padres, sin juzgarlos, aceptando las injusticias como un fenómeno natural, como la lluvia o el hambre. A pesar de todo, tuvo varios admiradores, muchachos que querían casarse con ella, serios, trabajadores, pobres...
Claro que no podía aceptarlos hasta que la mayor se casara...Así era entonces: primero se debía casar la mayor. Si la siguiente desobedecía ese código, condenaba a la mayor a la soltería. Y eso era la peor desgracia concebible. Estaba descartado.
Por eso ella seguía trabajando, dándole todo su sueldo a la madre, a la madre que ahorraba para el ajuar de su hermosa hija mayor...La fea, contra toda lógica, creía en el amor. Por eso no se preocupaba por sus pretendientes. No los amaba y sabía que ellos tampoco estaban enamorados de ella. Simplemente, era un buen partido para un muchacho modesto: trabajadora, constante, buena ama de casa, ahorrativa. ¿Qué más podía pedir un hombre pobre?
Siempre tuvo que luchar. Lidiar para conseguir cada pequeña cosa en su vida se convirtió en su segunda naturaleza. Arrancarle a sus padres unas monedas para hacerse un vestido (esas monedas que ella misma había aportado a la economía familiar), conseguir un aumento de sueldo, casarse...Todo fue lucha, discusiones, silencioso llanto por las noches...
Un exagerado sentido de la justicia, del honor, se desarrolló en esa niñez y creció en la dolorosa adolescencia. Ella quería justicia y respeto a su alrededor. Lo que no había recibido de sus padres lo reclamaba de su novio y de sus amigas, de sus hermanas.
¿Pero quién dijo que el mundo es justo? No era justo que los padres la aprovecharan, que su hermana mayor la usara y que la hermana menor la despreciara. No era justo que sus patrones explotaran su buen gusto pagándole igual salario que a las demás costureras, no era justo que su novio, al que amaba, su novio, el único en el mundo que le demostraba su cariño, aprecio y respeto, estuviera enfermo.
Tenía que elegir entre una corta vida de amor y sacrificio o una larga vida de bienestar sin amor. No hubo ninguna duda. El sacrificio no era una idea, era su vida diaria. Durante diez años vivió con abnegación su amor. Hasta el fin, hasta que “la muerte los separó”.
Despues de la muerte de su amado, quedó la lucha por la subsistencia, el trabajo, la terquedad de seguir viviendo y mendigando de su familia la ternura que nunca le dieron.
Sus exigencias de amor, respeto y estima eran tan enormes que la gente se le resistía. Todos pensaban que era una buena persona, pero no podían conservar su amistad a lo largo del tiempo. Nadie osaba decir algo en su contra, pero no le concedían su intimidad. Hasta su hija siempre temió entregarse a ella por miedo a ser tragada, borrada.
Sus amigas le temían. Sus críticas eran implacables...y siempre había críticas...
Finalmente, sus padres, sus hermanos, toda su familia fue muriendo. Ella, la fea, la desgraciada, la pobre infortunada, sobrevivió al resto, única de su generación.
Aún en su vejez continúa pensando en su niñez, en sus padres, en los motivos que tuvieron para comportarse con ella con tanta frialdad e invertir todo su amor en la hermana mayor. Pero sabe que pagaron el precio de sus errores: la hermosa fue un fracaso y no les dió satisfacciones, no supo elegir y vivió una vida mezquina y pesada. Nunca agradeció a su familia los sacrificios que hicieron por ella ni les demostró cariño.

Sólo la fea cuidó y protegió a sus padres hasta el día en que murieron. Y hasta hoy, cuando todos los protagonistas de esta historia son sólo polvo olvidado, en los últimos años de su larga vida sigue recordando con orgullo –como si aún tuviera diez años- su conducta de hija ejemplar. Y aún espera que su madre le diga, con ternura: “¡fuiste la mejor de mis hijas!” ■

© Ester Mann

Ranitas humanas


Alicia Gomez de Balbuena

Correteaban por el piso desmayado de mayólicas olvidadas…Eran “ranitas humanas” en un día de lluvia pertinaz que las impùlsaba a jugar dándole algo de brillo a ese momento —especialmente gris de sus vidas-
¡Juancito echó el barco en el charco! Y mientras sus piernitas se mojaban y el papel se empapaba haciendo que la nave perdiera equilibrio, el niño…preguntó por su papá: “Un largo tiempo de cárceles” que hoy lo miraba desde la ventanilla enrejada de un móvil policial, en el que se trasladaba a todo “reo peligroso”. Juancito lo buscaba desde sus 4 años, con una mirada vacía de ilusiones, pero reclamándolo a viva voz. María…Su hermana y “madrecita” también había venido, con sus apenas cinco años lo cuidaba, pero de a ratos se zambullía en la aventura de ese juego que le proponía la lluvia… En tanto…Los empleados de aquel juzgado procuraban mantenerlos alejados de la cruda realidad no dejándolos entrar en la “Sala de Audiencias”…¡Como si un “no” fuera importante en esa coyuntura de ausencias…Sordo dolor que no puede traducirse en palabras inmediatas y oportunas. Prohibiciones que borran la ternura instalando una ilógica autoridad, mientras la vida pasa entre hojarascas de indiferencia programada.
¡Cuidado Juancito! Tus pocos años no entienden de viejas y derruídas casonas estatales…¿Sabes? En sus historias se fue instalando un tiempo de descuido, como si el revoque carcomido de sus paredes hubiera querido emular la vaciedad de espíritu…
¡Cuidado Juancito! ¡Vas a cortarte! Esa puerta de añosa madera que divide la galería de la sala principal, es pesada, y tiene vidrios rotos…Transparencia de un presupuesto calculado sin interés legítimo…“¡No me hagas enojar Juancito!” …-expresé- sacando a relucir mi cara más seria, hasta que lo escuché…”¡Quiero ir con mi papá!” —me dijo- mientras los mocos le resbalaban por su boca pequeña, enredándose en sus lágrimas insistentes y caprichosas… María, su hermana “madrecita” lo rescató…“Haceme un juego” —pidió chantajeándome- “Haceme un juego y lo llevo”.
Imprevistamente me sorprendí interrumpìendo mis tareas más urgentes y comenzando a cortar cartoncitos de todos colores, para sellar luego -con letras y números muy grandes cada uno-…Prontamente la magia del momento transformó ese material en un buen mazo de cartas que —una a una- esparcidas sobre el sucio piso ganaban más espacio provocando la pelea de los niños por su posesión. Así pude calmarlos un rato…Y volví a mi tarea.
¡De pronto…Tocaron a la puerta de mi oficina! Era un Juancito en el que se confundían los rotos calzoncillos con el deshilachado short…Tenía un trozo de pan quitado al paso en la mano y apretaba fuertemente los cartoncitos de colores en sus manitas. María, la hermana-madrecita lo había dejado solo porque se fue a hacer pis, y él también quería “mear”…Suspendí entonces nuevamente mi tarea para guiarlo hasta el herrumbroso hinodoro de aquél baño destinado al público y dándome vuelta me dispuse a esperarlo, ya que el baño quedaba muy distante, y llovía…
Después de un largo rato de espera, me decidí a “espiar” por uno de los agujeros de la puerta de aquel baño, y vi que Juancito no estaba en él… ¡Escuché entonces una carcajada chiquita! Juancito me sonreía desde un rincón de la galería. Sonreía y gozaba. Gozaba porque pudo “más que yo” y porque “me jodió”- según lo dijo-. Eso terminó por cautivarme…
Repentinamente en la “Sala de Audiencias” hubo gran movimiento…Estaba finalizando el debate y por las ventanillas rotas de la añosa puerta de vidrio y madera que dividía la galería de esa sala principal, se podía observar que el papá de Juancito era regresado al móvil del Servicio Penitenciario Federal. Con manos esposadas y sin mirar atrás se iba la ilusión de Juancito y de María: Ellos habían venido con su abuela para verlo…Hacía 9 largos meses que no tenían contacto… Su mamá “meretriz” tampoco estaba…
¡Se me ocurrió entonces que un buen café con leche podría hacer que Juancito, el más pequeño, no fijara ese momento! Y me puse a calentar el agua mientras que -con el papel arrugado de un oficio vencido- iba formando nuevos barquitos de papel. Con panza llena, Juancito jugaría divertido…
La abuela, que había despedido a su hijo desde tres metros de distancia con el hondo sentir de un vientre desgajado, volvió junto a los niños… Su rostro ya no tenía expresión lastimosa. Su gesto era determinado: “Debía seguir adelante”…María, la niña madrecita, sentadita en un rincón, dormía una siesta adelantada por el hambre…
¡Estadística de gastos! Planillas impresas donde cada supuesta necesidad tiene un número y un casillero que debe ser llenado y rendido el último día hábil de cada mes…¿En qué planilla de gastos cabe la necesidad de amor? ¿En cuántos casilleros podré colocar la deuda de una sonrisa o la promesa de una niñez sostenida desde el Estado, en educación y salud? ¿Cómo puedo sumar y restar las desilusiones haciendo cálculos matemáticos, y cómo explicarle a estas ranitas humanas que la historia oficial se repite, que los temas se agregan, que la gente se olvida...
“Ñande Gente” no entiende…No puede entender, hasta que le enseñemos como hacerlo…
Las “ranitas humanas” dueñas de un quejido lastimero y constante, a veces sonrisa y a veces llanto, piden por juguetes, por dos padres y un techo y en tanto… Huelen a vacío, al frío y al hambre de los días y las noches contadas desde el piso de tierra de un rancho compartido; desde las frazaditas agujereadas que tapan sus sueños, alternados con vigilias de liendres permanentes…SON RANITAS HUMANAS QUE ME DUELEN.
Cuando el timbre indicó el fin de jornada, tenía la sonrisa de Juancito instalada en el alma… Y supe que ese día “Juancito me jodió”.

Alicia Gómez de Balbuena

LOS MAGOS


Eduardo Chaves

A nuestro alrededor pasan los magos, los alquimistas, los inventores.
Suben con nosotros a los ómnibus, a los trenes; se sientan a nuestro lado en las plazas, en los cines y caminan sin saludarnos por los parques, por las veredas. No podemos reconocerlos porque no visten sus túnicas azules, sus sombreros con plumas o sus anillos mágicos.
No llevan los cabellos libres al viento ni cantan en las ferias sus maravillas.
No usan sus palabras misteriosas para invocar a los genios ni desaparecen de pronto bajo una nube de brillo dejándonos su risa flotando en el ambiente.
Los magos, los alquimistas, los inventores, llevan ahora trajes oscuros y corbatas de seda.

Las hechiceras se visten con finos y elegantes modelos comprados en las tiendas y no saben que bajo sus modernos atavíos se esconden los prodigios.
Ya no hay juglares ni prestidigitadores, ya no se encuentran pitonisas que adivinen la buenaventura o vendedores de pócimas que nos prometan la dicha de una rara fortuna.
Todo está al alcance de la mano con su pequeño precio a la vista, al contado o a crédito. Todo está hecho para ser usado una vez y olvidado mañana, ya no se busca lo invisible ni se valora el encanto de una efímera gracia o de una sorpresa imprevista. Hay genios castigados en el fondo de botellas lejanas que aguardan una mano curiosa que los libere de pronto para conceder tres deseos, hay palomas dormidas en las viejas galeras, varitas que alguna vez fueron mágicas apoyadas en rincones grises y copas de cristal que añoran la locura de los experimentos.
Los antiguos magos, los verdaderos alquimistas, los empecinados inventores, se asoman con secreta discreción entre las páginas de descoloridos libros, entre murmullos cuando una abuela recuerda historias o por los caminos del sueño después de muchos días de fatiga y de números. Nos hacen guiños, se esmeran en encender las lámparas, sacuden la modorra con plumeros de luces, convocan a todos los duendes y sacan de sus bolsillos mariposas, ideas, cascabeles, milagros y canciones. Miran con asombro nuestro diario tormento, el cansancio que ya forma parte de nuestra manera de ser, la armadura inviolable que arrastramos sin queja y se preguntan por qué vamos ocultos bajo nuestros trajes de doctores, comerciantes o jueces, disfrazados de atentos inversionistas que ingresan por las puertas de los bancos o de serenas damas que esperan taxis en las esquinas. Las mesas de los bares se amurallan con quietos profesores, señoritas dignas y estudiantes cumplidos que se cruzan de piernas y de brazos, sueltan los ojos hacia ninguna parte y sin reconocer el desconsuelo piden un café o una copa de agua mineral para ver pasar las tardes cada vez más tristes y más breves.

Los años huyen como liebres, las pequeñas locuras que despiertan los días ya no levantan más que algún papel arrugado bajos las ruedas de los autos y el mundo de aquieta con resignada confianza, envejece y se apaga con el rostro perfecto de un último paraíso virtual.
Nadie se acuerda de sus poderes mágicos.
Nadie ejercita las palabras que conjuran las sombras.
Todos hemos olvidado que podemos ser magos, alquimistas, inventores.

De Eduardo Chaves

ÁUREA GRIS


Marita Ragozza

El dolor hizo nido en ella desde su primera llegada al mundo. María tiene la edad de la miseria y la acompaña como un aura gris en silencio o a gritos.

Cartones, ollas vacías, yerba de antes de ayer la rodean, olor a rancio y un canto atorado en la garganta.

Hilachas viejas es la ropa que cubre su cuerpo, ropa de otros y para otros talles, dientes manchados, manos ásperas . . .y un alma desnuda y cubierta de preguntas sin respuesta.
Penas, exclusión, indiferencia, chicos con mocos, no logran desgarrarla porque María pone el cuerpo a todo. ¿ Hasta cuándo?

Y. . . no sabe.

Enfrentar las goteras, el barro, la escasez de luz eléctrica o de agua buena, la quema de sueños, su hombre sin trabajo ahogándose en el fondo engañoso de alguna botella, el sexo con rabia y sin alegría . . .

Se duerme con los trigos quemados de la noche y con el cansancio bruto del cuerpo sometido a la desigualdad, quizás soñando que con los juncos de la aurora el ángel de la villa le prenda alas a su espalda, ese ángel de lata que sobrevuela día y noche anunciando incansablemente “a los del otro lado “que ellos no son invisibles.

Pero esta noche, ha comenzado a sentir dolores fuertes en su vientre. Contracciones . ¿Será hambre otra vez?

No, cuando María despierte se enterará que en hebras rojas anoche se le fue un niño. . . sin ilusión, sin lucha, sin padrenuestro, como un deshielo de amor. . .

CON MI VOZ


CON MI VOZ


Como la vieja corteza de este mundo,

hecha y deshecha,

almacenando el tiempo.



Como un guijarro en el fondo de los ríos,

rodando a tropezones

hasta pulir la forma.



Como macuquina de irregulares cantos,

batida a golpes

para labrar los signos.



Como muesca,

grito, molde, cauce,

cresta, remolino...



en cada letra.

Lina Caffarello, letras verdes para la "mujé" de ojos verdosos y enamorada del Río de la Plata, marrón, el más ancho, que une dos cittá, Buenos Aires y Montevideo. De su libro, Alguien tiene un talismán


Avei coæ *




No lo digas


esa no es la sombra violeta


de algún ciervo.



De este lado hay una mesa


pero quemarás tus uñas


y arderán los peces


antes de que encuentres un lugar


Hay herbaje en aquel techo


y nadie creerá


que cae como risas o tijeras


sobre las tablas de Homero.



De este lado hay una estela blanquecina


y dos palabras ciegas que


de un solo tajo


cortan corazas y plumones.




No lo digas


pero aún es posible que tu viaje


escinda las razones del océano.


* Avei coæ «tener ganas» en lengua genovesa



La herida




Ellos miran en silencio


su silencio


que pregunta al bandoneón


y a la guitarra


la razón de estar ausente.



Bocas dolientes que no saben si decir


o no decir


que aquí en el sur


la ausencia ni siquiera es una sombra


pero nunca es el olvido.



Manos desnudas


pentagrama abandonado


canto hueco de guitarra y bandoneón


compás al sur


de redondas y de fusas.



Equidistantes ojos


con su herida fijada en el vacío.




de Lina Caffarello , Buenos Aires, Argentina

El bastón

Silvia Loustau

Aquella mañana el frió le congeló el rostro. Respiro de manera entrecortada, sintiendo que los bronquios se comprimían ante el ramalazo helado. Apuró el paso, acomodó la manija del bolso y se arrebujó con un movimiento de los hombros. Sobre la vereda iban quedando las últimas hilachas de sueño. Calculó que faltarían tres o cuatro minutos para que pasara el micro.
Miró el cielo, una sombra de luna transparente se iba diluyendo . Parece plena noche y son las seis y media, pensó la mujer, bajando la mirada. Entonces lo vio. Allí estaba el hombre. Es la tercer mañana – susurró a la vez que sus pasos se hicieron más lentos.

Allí estaba. Media cuadra antes de la parada. Un hombre de sobretodo oscuro. Largo. Con amplias solapas, levantadas para cubrirse del aire gélido. O para taparse el rostro, sospechó la mujer. Parado ahí. En la entrada de una casa de departamentos. Como esperando a dar otro paso. Al acercarse ella iba observando otros detalles. Anteojos oscuros. Entre los anteojos y las solapas el rostro era un misterio. El pelo entrecano. Peinado con excesiva prolijidad. Estaba muy cerca del hombre cuando un detalle la paralizó: el bastón. La asaltaron historias detectivescas en la que los bastones escondían filosas dagas. Los latidos de su corazón la ensordecían .

Pasó frente a él con el deseo de ser invisible y temor de perder el ómnibus al que vio doblar en la esquina. Trató de correr y odió sus zapatos de gruesa suela de goma, tan silenciosos que dejaban oír el más leve crujido de una leve hoja. Entonces escuchó los pasos. Lentos .Pesados. Parsimoniosos pasos del hombre. Cruzar la calle, se le ocurrió a la mujer, cruzar y colgarse rápido del colectivo que ya estaba llegando. Y un tac-tac, otro paso, como un reloj mortal.
El frío y el terror eran dos garras atenazando su garganta.

Cuando apoyó un pie en el estribo temió que un ataque de asma le encarcelara el aliento. Alguien le cedió el primer asiento. Entonces, sintiéndose a salvo, miró por la ventanilla y un blanco resplandor le hirió las retinas. El brillo del bastón del ciego, que contrastaba su sobretodo negro, con el guardapolvo blanco del niño que lo ayudaba a cruzar la calle.■

Risas de caballo


Luis Lujan

La escuela siempre fue un mundo lejano al que sólo se llegaba de a caballo. Leguas de pasto, cardos, piedra y hondonadas, que aparecían como relojes de arena acostados en una sucesión de tiempo largo. De espacios a lomo de caballo y de mirar el horizonte como un sueño fácil de tocar.


Este caballo no descansa, inventa fantasías aladas, movimientos de pájaros en su mirar derecho. Cada tarde, a última hora, queda encerrado en un corral para que al otro día, mis ocho años puedan ponerle un bozal, un freno, un cuero de oveja, treparlo como a un árbol y salir para la escuela. Pero a la mañana siguiente, el tobiano, el inventor de pájaros, no está en el corral. ¿Será posible? No fue una. Fueron cien. Mil veces que el tobiano escapó de ese corral. A las seis, cuando aclaraba, yo iba a buscarlo, con esos fríos que hacía antes, de alpargatas, bombachas y guardapolvo y no estaba. Alambrado de siete hilos y la tranquera cerrada, sólo que fuera mágico podría salir, y era. Porque allá se veía el tobiano, al fondo del campito, en el rincón más alejado, lo más tranquilo. Y ahí van mis ocho años con el bozal al hombro, a campo traviesa, en busca del travieso. El campo, un mar de agua helada y verde, y el tobiano como dormido. Estoy a dos metros y ni se entera. Me acerco sigiloso y con modales extremos. A medio metro, el pingo huye. Sale con una estampida. Risas de caballo, aire que golpea la cara y el alma. Allá iré, a la otra esquina, la más distante, a buscar al maldito. Allí continúa el sueño de ser pájaro. Y otra vez el rocío como una lluvia de abajo. Otra vez la seda y el amor para un caballo brujo. Pero ¿cómo salió del corral? No había manera de que saltara el alambrado si a la escuela tardaba dos horas de matungo y viejo. ¿Abriría la puerta para ir a jugar? Hasta hoy me desvela. El tobiano, maestro de la fuga. Cuando la luna aparecía, sólo por ver un caballo con vuelo en la mirada.


(Del libro : Muerto el Pedro se acabó la rabia y otros cuentos de la infancia)