Foto de Cartier Bresson

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lunes, septiembre 10, 2007

Un mal cuento

por Xafier Leib´s


Hay algo que no funciona en este cuento. Puede ser la cantidad de verbos o de adjetivos. Pensándolo bien, tal vez no sea eso. La página debe estar mal configurada. También es posible que las teclas sean demasiado duras, dificultándome alcanzar una escritura fluida acorde a las ideas que van bajando de mi mente. Por otro lado, hoy tampoco estoy muy concentrado que digamos. Hay un sol hermoso afuera pero está fresco. Ideal para salir a caminar en lugar de estar encerrado entre estas tres paredes (en lugar de una cuarta hay un ventanal).

¡La silla! Estas malditas sillas de escritorio que tienen veinte palancas diferentes y uno nunca termina de regularlas para sentirse cómodo. Debería apagar la música. Divago demasiado, soy como un bebé cuya atención se posa en algo distinto cada diez segundos, o como aquellos pajaritos inquietos cuyo nombre no recuerdo en este momento. Esos pequeños. Tal vez una música tranquila de compases distendidos me ayudaría. Definitivamente no es un momento de gran inspiración. Debería estar haciendo cualquier otra cosa pero con toda seguridad, escribir no es la mejor idea. Encima esta planta (cuyo nombre desconozco) que amenaza con caer sobre mi cabeza y destrozarla por completo. Entonces seguro que ya no podré volver a escribir algo decente. Aunque también puede caerse sobre la computadora, escenario en el cual yo me salvaría pero dejaría de poseer mi herramienta de escritura, teniendo que recurrir a la hoja y la lapicera. O bolígrafo. ¿Cuál será la diferencia?

Sin dudas es culpa también del lector. Demasiada exigencia. Uno no puede estar todo el tiempo pensando en sorprender, en superarse constantemente. ¡No puede ser tan egoísta! Por este condicionamiento, hace veinticuatro líneas que no logro redondear una idea; lograr un concepto claro e interesante; alcanzar un desarrollo, aunque sea mínimo, de aquello que quiero contar y de lo cual, por el momento, no tengo la más pálida idea. Voy a cerrar la ventana. El frío me congela los dedos y eso me quita velocidad y espontaneidad. Mejor me abrigo y dejo la ventana abierta, así entra un poco de aire. Odio los ambientes cerrados con aire viciado y caliente. Me resulta imposible concentrarme cuando no puedo tomar una buena bocanada de aire puro. Y entonces no logro escribir, o escribo basura. Bueno, lo de puro es muy relativo. Además, después de tantos años en la ciudad, cuando respiro aire realmente puro se me seca la nariz. Ni hablar de cuando tengo hambre. Por tener que estar acá, tipeando y tipeando (palabra que aparentemente no existe en el español), no tuve tiempo ni siquiera para prepararme un sándwich (esta sí existe). Después, cuarenta minutos para llegar al consultorio del psicólogo, cuarenta y cinco de sesión (ni un minutito más) y otro tanto para regresar. Al ingresar al departamento la pantalla está negra. Hay sólo una luz amarillenta que cada tanto titila. Paso en puntas de pie al lado de la computadora, rezando que no se despierte, pero sin querer toco la mesa y el negro se convierte en un blanco resplandeciente. La hoja vacía. O mejor dicho una abstracción binaria de lo que sería una hoja. Y en el costado superior izquierdo (o derecho si uno está usando un idioma semita) está ese maldito cursor centelleando, esperando, como diciéndome: “¿y loco? ¿Vas a tenerme acá mucho tiempo más?”. Mucha presión. Apago la computadora. La enciendo. No tolero el sabor del fracaso. Trasnocho escarbando en mi mente. Caspa, algunos recuerdos por aquí, otros por allá. Repaso los acontecimientos del día. Nada interesante. Una receta perfecta para escribir un buen cuento malo.


xafier leib´s

Sólo un turista

por Ester Mann



Caminaba como si fuera un turista. O como suponía que pasearía un extranjero en cualquier ciudad del mundo.
Miraba las vidrieras, los edificios, trataba de no pensar en los nombres de las calles, simulaba no entender los letreros de los comercios ni la conversación que llegaba a sus oídos al pasar entre la gente.
La idea, muchas veces pensada y masticada, discurría casi inconsciente en su cerebro: ser un extranjero, vivir en un lugar ajeno y distante, que no le perteneciera y con el que no tuviera compromisos. Pero, como otras veces, al emerger a su conciencia, ese pensamiento lo angustiaba, lo atemorizaba y entristecía.
Sus abuelos habían sido exiliados. ¿No sería irónico que su generación volviera a irse, retornara al país del que ellos habían huído?
A pesar de todo, decidió seguir esa semana con la comedia para su propio solaz: no llamaría a nadie, hablaría solo en inglés y compraría exclusivamente comida y algunos regalitos.
Nunca había estado fuera del país, pero muchas veces se había imaginado recorriendo las calles de Londres o París, escalando algún pico en Sud América o tratando de descifrar carteles callejeros en China o Vietnam.
Encontró en un supermercado un largo baguet, queso camembert y un vino blanco de marca francesa. En el albergue guardó sus provisiones, se bañó y después de comer y de mirar las noticias en CNN, se fue a dormir.

Continuó con su farsa. Los días siguientes visitó museos, preguntó a los transeúntes por calles y lugares, siempre en inglés. En la playa trabó fugaz amistad con algunos jóvenes. Se presentaba como John, nacido en Zimbawe de padres holandeses. Pensaba que era difícil que alguien le hiciera preguntas sobre ese país.
El último día compró los típicos regalos: un candelabro, varias "jamsa" y algunos llaveros con forma de camello. Guardó todo en la mochila, se puso el uniforme, se colgó el arma del hombro y tomó el micro hacia la base de Samaria.

Cuando su hermano mayor fue a reconocer el cuerpo, recibió sus pertenencias: el enorme bolso con ropa sucia que había dejado en la base y la mochila, casi destrozada en el tiroteo.
-Fue una exploración de rutina- le había dicho el oficial. –No esperábamos resistencia.
La familia nunca comprendió porqué Yosef tenía en su bolso recuerdos de Israel, aún envueltos en su papel de regalo...





Ester Mann