Foto de Cartier Bresson

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viernes, febrero 23, 2007

La Pesadilla


Esta noche me emborracho bien,
¡me mamo bien mamao!
pa´ no pensar...
Enrique Santos Discépolo


Con el líquido ámbar delante de los ojos, los objetos del cuarto parecían extrañas imágenes pictográfícas, o íconos de contornos desleídos. La lámpara de pie irradiaba una luz resinosa, e incluso los muebles, los adornos expuestos en la biblioteca y los lomos de los libros parecían albergar briznas de ese tono. Iba por la cuarta copa del scotch, tal vez la quinta o la sexta —¿y por qué no la novena?— cuando sonó el teléfono. Valenzuela, son las once, vení al diario a cerrar la página. Se quedó escuchando las palabras —marañas de ruidos guturales—, con la mirada puesta en alguna nada. Colgó el tubo; vació el vaso de un solo trago. No voy a ningún diario, debe ser un error... tengo sueño. Impertinentes, las sombras de la pared lo observaban con sorna. Quizá con lástima. Él se encogió de hombros.
Roncaba. Le parecía escuchar a un tractor en zona pedregosa. Percibió que se movía en el sueño. Que se vestía con el traje gris, los zapatos de media caña y una corbata amarilla mostaza. Podía jurarlo. Fue caminando por Humberto Primo hasta Chacabuco. Veía pasar trasnochadores achispados hablando solos, pateando a gatos insolentes o las bolsas de basura. Lo miraban como a un bicho raro. Quería alejar esas imágenes, comprobar que deliraba, que estaba arrumbado en su cama. Sus manos y piernas parecían extintas; no respondían.
Decidió levantarse, refrescar su cara con agua helada, mirarse al espejo, comprobar que estaba en su casa. Quiso gritar, la voz parecía atascada, como angustia de pesadilla. No podía. Hizo un esfuerzo; ¿como es que dicen...? ¡supremo! Eso es, supremo. Caminó... miró sus piernas y comprobó, asombrado, que eran las suyas. Quiso pellizcarse, sentirse de hueso y carne. Nada. Se acercó al espejo y vio el rostro de un viejo. No era el suyo. No podía tener esa cara de viejo idiota. Se rindió: es una pesadilla que se prolonga, dedujo. No puedo estar aquí.

La bruma lo envolvía todo. De pronto se encontró frente al boliche que buscaba, Telmo Tango. Miró la hora: las tres de la mañana. Habitual, como su vida y el trabajo, meticuloso cronista de la página policial, siempre excedida de noticias groseras, sensacionales, crímenes, violaciones, asaltos a mano armada, droga, travestis. Y la prosa rutilante, atrapadora. Sos un genio, che Valenzuela... pensó.
Las parejas iban saliendo. Le parecieron maniquíes mecánicos marchando por la calle umbría. Las minas escotadas tenían ojeras que semejaban sellos de correo, y los ojos afiebrados derramaban lágrimas de ginebra que goteaban por las mejillas encremadas. Los tipos andaban canyengueando, igual que monigotes de cera que podrían derretirse como velitas de cumpleaños.
Esperó. Fumaba los cigarrillos con simpatía; contemplaba el humo y sonreía como un tarado. En eso los vio salir. El tipo, trajeado con el terno de vejestorio de mucha guita, la llevaba con una mano sobre los hombros. Como él la había llevado en otra época — hacía dos noches—, hasta que pelearon como dos changadores del ex Abasto. Se habían insultado, zaherido, humillado, fajado a piña limpia como dios manda... Promesas de amor eterno, copas, copulaciones y jadeos huraños (...o tiernos....) se fueron derrumbando en el brete del insulto, la sacudida, el ultraje rancio.
La pelada del viejo fulguraba en la madrugada. Parecía un espejito que rebotara la luz del foco callejero. Entre tanto, él escuchaba los tacos de ella quebrando la sordina de la madrugada. Esos pasos firmes −que tan bien conocía−, se clavaban en su pesadilla como un tam tam selvático... O como tachuelas de acero en la cabeza.
Él caminaba detrás. Parecía propiamente un personaje de gotán de los años treinta siglo XX, mordisqueando venganzas pueriles, imaginando crímenes pasionales. Todo permitido. Soy un cobarde, murmuró hipando mientras sus hombros se agitaban como en plena crisis de tos convulsa. La pareja se detuvo. La cabeza calva se sesgó y él adivinó el beso, esos besos arramblados por el extraño ochentón. Y ella, maldita hembra, promesa desvanecida en la lujuria de sus deseos insatisfechos, lo abrazaba apoyando sus labios fatales en los del viejo — apergaminados como pasas de uva —, mientras palpitaban en su boca, espesa de tanto ámbar, recientes e interminables besuqueos... No somos nada, somos una mierda, repetía meciéndose con donaire de mamado.
Sintió el envión de la sangre en sus ojos, la angustia en el corazón, la rabia perforándole la envidia. Ya no resistió... se acercó con pasos de villano de cartón, sacó la beretta y vació el cargador. Los dos se derrumbaron y él, arrodillado, le decía en con voz nasal, perdonáme, Griselda, no quería perderte y preferí matarte, quedarme con tu recuerdo. Escena clásica, reputada para la historia del tango pasional o la página de Valenzuela en el diario. Aunque él no iba a escribirla.

Percibió que lo sacudían. Se despertó, las mejillas cubiertas de lágrimas. Miró la cara del tipo con uniforme azul y el bigotito rubio, los ojos burlones observándolo. Quiso levantar la mano; no pudo. Tenía puestas las esposas.
—Che, ¿estabas pasado de copas esta madrugada, no?
—De qué me está hablando, oficial... ¿cómo mierda llegué aquí?
—¿Por qué le tiraste a la pareja la bolsa de basura, loco...? A las tres de la mañana les gritabas: ¡Yo los mato… yo los mato! ■

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