Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

sábado, julio 19, 2008

MI PRIMO EL CURA


Mi primo, el cura

Recuerdo que tendría más o menos treinta años cuando empecé a pensar en Dios. Salvador, mi primo, el cura, oficiaba la misa en la iglesia del Pilar; y yo iba casi todos los domingos a escucharlo. A pesar de que Salvador era menor que yo, fue mi confesor. Llegaba hasta él, cargada de pecados, y se los vomitaba todos de una vez. Liberarme de mis culpas me traía alivio. Mi primo fue un pionero. Me confesaba cara a cara, sin cortinita de por medio. Y mientras yo hablaba sin parar, él se pasaba un pañuelo por la frente, y las mejillas. Sudaba mucho. Siempre sudaba. La tía Melanie hubiera dicho: “Son las hormonas que le hierven por dentro”. Pobre Salvador. Después de la misa, me reunía con mis amigos poetas en el café Victoria. Y allí, entre un café, un cigarrillo y otro, Belén leía sus prosas; Guadalupe, sus poesías; y yo les contaba acerca de algunos planes que tenía dándome vueltas y vueltas en la cabeza. Algunas veces llegaba acompañada por mi primo, el cura. Mis amigas lo adoraban. Qué buena época ésa de mis treinta años. Estaba sola. Sola, pero feliz. Coqueteaba mucho. Jugaba mucho al amor. Creía que los treinta iban a durar para siempre, pobre de mí.

Dejé de tener noticias de Salvador cuando me instalé en Brasil. Le mandé varias cartas. No sé si llegaron; nunca las contestó. Tía Rosita y tío Pepe no lo nombraban. Mis primas, tampoco. Era la década del 70. En el país estaban pasando cosas horribles. Pensé en él. En sus ideas. Presentí que, por idealista, podrían haberle cortado las alas. Tuve miedo. Fui cobarde. Me encerré en mi cascarón, como decía Juliana; y no pregunté más. Hasta que, después de varios años, lo encontré. Fue en el 78, en París. Hacia frío. Yo salía de una galería de arte, donde mi amiga brasileña Duilia Weyler presentaba sus obras, y me topé de frente con él. Estaba muy delgado. Vestía un gabán negro que le quedaba demasiado grande. Tenía los ojos hundidos, brillantes, como afiebrados. Canosa la barba crecida. Largo el pelo, sujeto con una cinta. Y una boina roja coronando su cabeza. No lo reconocí. No quedaba casi nada de aquel Salvador que me confesaba, sin cortinita de por medio. Cuando me llamó, “Amelia”, y me tocó en el hombro, tuve la sensación de encontrarme ante un muerto. Pero fue sólo un segundo. Salvador estaba vivo. Los dos estábamos vivos. Y nos abrazamos. Y nos besamos como cuando éramos chicos. “Quiero que conozcas me refugio” me dijo bajito, y me tomó de la mano. Y sentí que aquella antigua alquimia volvía a funcionar. Y me deje llevar. Esa noche, en su buhardilla parisina, nos emborrachamos. Nos reímos. Recordamos nuestras vidas tan dispares y, en algunos aspectos, tan idénticas. Y esa vez fue él quien se confesó conmigo. “Te quiero” me dijo, y me besó en la boca. “Desde aquella tarde, ¿te acordás?; cuando, sentados en el patio de tu casa, compartimos un Laponia”. “Sí, me acuerdo. Fue cuando la nona Josefa nos sorprendió lamiendo el mismo helado y nos vaticinó que íbamos a morir quemados en el infierno”. Y, al decirlo, sentí un escalofrío, y presentí a la nona, y volví a tener el mismo miedo de aquella tarde, y me deshice del abrazo. “Este encuentro de hoy, no fue por acaso” dijo, y agregó: “A mí no me importa el presagio de la nona”, y volvió a besarme. Y a mí tampoco me importó. Y me entregué a su cuerpo. Y el amanecer nos encontró desnudos y sudados. Con sudor de gozar. De amar. Seguimos amándonos hasta que las sombras se adueñaron nuevamente de la buhardilla. Después, Salvador agarró un atado de Particulares, negros, sin filtro, prendió dos y me ofreció uno. “¿Donde los conseguiste?” le pregunté, mientras una bocanada me perfumaba la boca. No hubo respuesta. Se encogió de hombros y, en silencio, seguimos fumando. Me gustó fumar en la cama. “Tengo frío” le dije. Y me volvió a abrazar. Me gustó fumar abrigada por los brazos de Salvador. Mientras la habitación se iluminaba con la luz intermitente de la casa vecina.

Al salir, la calle estaba desierta. Sólo vimos a un viejo, durmiendo la mona, sobre el umbral del burdel de al lado. Caminamos con las manos entrelazadas, como dos chicos. Yo me sentía feliz. Se lo dije. El sonrió. Después, me hizo detener en el medio de la cuadra y, mirándome con aquellos ojos verde esmeralda, brillosos, como afiebrados, me adelantó: “En poco tiempo tengo pensado volver a la Argentina”; y yo sentí que se desmoronaba el mundo. Le dije que estaba loco. Que era peligroso. Le rogué que se quedara en París. Que en un mes yo también volvería. Que podríamos volver juntos al Brasil. Que no se arriesgara. No me escuchó. Se rió de mis miedos. Después de esa noche no supe nada más de su vida.

Durante el tiempo en el que lo había creído desaparecido, soñaba con encontrarlo. Cuando lo encontré en París, me alegré de verlo vivo. Pero, más tarde, otra vez la incertidumbre de no saber.

En una de mis vueltas a Buenos Aires, visité a los tíos. No pude averiguar nada En esa casa no se hablaba del tema. Tía Rosita había sacado hasta su retrato que, siempre, había estado sobre el piano. Hasta que un día me enteré de su muerte. Me enteré de que Salvador había partido una tarde en la que, por casualidad, lo vi al tío Pepe salir de la iglesia del Pilar. Cruzar la plaza, sentarse debajo del añoso gomero y ponerse a llorar. Recuerdo que me acerqué. Nos miramos. No pronunciamos ni una palabra. No hacía falta. Los ojos del tío lo decían todo.


Él fue el primero de lo primos, que partió. A todos nos costó acostumbrarnos a su ausencia. Carmela, las Marías, Estela, Rafael y yo lo lloramos. Pero a mí se me había ido la alquimia que me hacía feliz. El alma me había quedado vacía. Nadie la pudo volver a llenar.

Fragmento de mi novela: La Casa de la calle Arcos

Anamora- 2007

ESTE ES EL NEGRO QUE PARTIÓ... (a.a.)



“Hablar al pedo es una sana costumbre”


Cejas mefistofélicas, gusto por la tertulia, siete horas y pico de trabajo cada día, fútbol, mujeres, anécdotas, el amor por Rosario... temas de un imposible reportaje al Negro Fontanarrosa, que deriva en una charla de grupo y sin respuestas ingeniosas “porque no estoy en horario de servicio”.

Por Miguel Bonasso

Con su barba y sus cejas mefistofélicas evoca ligeramente a Conrad Veidt, un actor del expresionismo alemán que en su exilio hollywoodense tuvo que hacer de malo para siempre. Y aunque la insinuación de sonrisa deja entrever los demonios, prima la sensación inmediata de que el Negro Roberto Fontanarrosa es un tipo amable y tímido, como cuadra a su propia definición de lo que es un humorista gráfico: alguien que se expresa mejor a través del dibujo que de la palabra ingeniosa. Alguien que no habla mucho para poder observar aquello que los otros dicen. Aquello que hará reír.

Ha concedido la entrevista de inmediato, como si fuera el encuentro con un viejo amigo, y llega puntual al bar del hotel rosarino donde estamos parando, como si se tratara de “la mesa de los galanes”, la tertulia donde cae todas las tardes a distenderse, a “decir pelotudeces” con antiguos y nuevos parroquianos, con los del núcleo primigenio y los aluvionales, que pasaron y pasan en etapas distintas de la vida de Rosario.

Basta verlo para creer de inmediato en la sinceridad de lo que ha proclamado sobre sí mismo: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: ‘Me cagué de risa con tu libro’”.

Por eso el cronista de Página/12, aunque no sea un arranque muy profesional, le retribuye al entrevistado con una confesión en primera persona:

–Allá lejos y hace tiempo, cuando estaba exiliado en México, hubo dos tipos que me hicieron cagar de risa con sus libros y sus dibujitos: uno fue el Gordo Soriano y el otro vos. Es difícil que alguien te haga reír a carcajadas cuando estás en el Limbo.

(Sonríe, púdico, sorteando el elogio) –En México, mamita...

–Salía Boggie el aceitoso en el semanario Proceso y el director, Julio Scherer, también se moría de risa. Era un fanático de Boggie... Y aquí estamos, ahora, Negro. Sin saber qué carajo preguntarle a un tipo tan ingenioso.

–No te preocupes, ahora estoy fuera del horario de trabajo. Estoy fuera de servicio, puedo beber...

–¿Sólo sos ingenioso en horario de laburo?

–Claro. Lo que pasa es que siempre hay una expectativa diferente, de acuerdo a cómo te presenten. Si al otro le dicen, mirá, Fulanito es dibujante, no genera demasiada expectativa, pero si te presentan como humorista, entonces están todos a la expectativa de que vos vas a hacer alguna gracia, algo ingenioso. A mí me pasaba en las primeras épocas, principalmente en la radio. Cuando trabajaba en Hortensia. En la radio se la pasaban tirándome pies para que hiciera chistes como si fuera Landriscina. Pero los humoristas gráficos no solemos ser Landriscina, la mayoría de nosotros tiene un perfil a lo Quino. ¿Lo conocés a Quino?

–Sí.

–¿Viste cómo es? Es un tipo muy agradable para charlar entre amigos, pero no se puede decir precisamente que sea el alma de la fiesta.

–La mayoría de los humoristas que conocí eran sombríos o tímidos. Oski era hosco, ¿no?

–Ah, no, pero era muy divertido precisamente porque era malo, insidioso...

–Sí, pero en clave melancólica.

–Porque renegaba de su condición trashumante, era un tipo que había vivido en montones de lados y nunca se encontraba a gusto. Estuve en Barcelona con él y en Roma. Nos habíamos hecho muy amigos. Pero vuelvo alcaso de Quino: el común denominador de los dibujantes es la introspección, la timidez. Porque la capacidad de observación parte de estar callado ¿no?

–¿Seguís haciendo vida de tertulia, acá en Rosario?

–Sí, en el bar La Sede, antiguamente era en El Cairo. Con mesas que se van formando casualmente, un poco aluvionales, viste. La mesa nuestra, que viene de los años 70, se ha ido modificando. Se fueron unos, llegaron otros, incluso algunos han muerto. Hay un núcleo, más o menos permanente, y después otros que van y vienen...

–¿Y cómo es ese núcleo permanente, quiénes lo componen, son todos “canallas”?

–Todo lo que yo diga es sospechoso en ese plano, pero yo digo que se repite la proporción que hay en la ciudad: o sea, de diez, somos siete de Central y tres de Newell’s, en la mesa. Fuera de eso, la tertulia es bastante dispar, hay arquitectos, abogados, pintores, odontólogos, desocupados. Por eso es rica la mesa...

–¿Se reúnen todos los días?

–Y, sí, casi todos los días... A esta hora, más o menos. (A las seis de la tarde.) Uno sabe que va por ahí y seguro con alguien se va a encontrar. La mesa tiene una población flotante de quince o veinte así que dos o tres –como mínimo– te encontrás seguro.

–¿Se quedan hasta tarde?

–No, no, es un recreo después de laburar, al menos para mí, viste. Yo voy a eso de las ocho, hasta las nueve y pico. Tomamos algo, charlamos, una vez al mes nos juntamos a cenar. Hablamos un rato al pedo... A mí me parece una costumbre muy sana.

–¿Y te alimentás también de ahí para los chistes?

–No es la intención. La intención es de recreo. Yo siempre digo que defiendo el ocio no creativo. Porque todos defienden el ocio creativo, dejame de joder, si yo estoy laburando más de siete horas, encima querés que uno saque algo eficiente también en el momento de recreo. Ahora, por ahí aparecen cosas, pero no es la intención primaria. La intención primaria es pasarla bien hablando boludeces, sin prestar demasiada atención. Eso sí en mis cuentos sobre cafés o bares, a veces me digo, “bueno, este personaje va a hablar de modo Fulanito”, que es uno de la mesa. O “hagamos una mezcla de Fulano y Mengano”. A tal punto de que estos delincuentes querían compartir el derecho de autor (ríe)... Y yo les digo que se vayan a laburar al puerto.

–¿Laburás siete horas por día?

–Eh... es la intención. Yo últimamente trabajo de diez de la mañana a seis de la tarde, más o menos. Pero claro, no es que yo estoy dibujando todas esas horas, estoy en función de eso...

–¿O escribiendo alguna novela?

–Tengo poco tiempo. Aunque no sé si lo emplearía, si lo tuviera libre, para escribir. Porque no siempre se te ocurre algo. Yo primero tengo que cumplimentar las pautas de trabajo cotidiano del diario. Yo no le puedo decir al diario “hoy no...”

–¿Tenés varios chistes adelantados como “colchón”?

–Y, ahora se me complicó más la cosa, porque me pasaron a la página de adelante y, tengo que hacer, no te voy a decir chistes trascendentales, pero chistes que tengan una temática más global que una cosa muy puntual de la farándula, por ejemplo, ¿no? A menos que sea algo de la farándula muy trascendente, que esté en boca de todos. Digamos que se ha limitado un poco la posibilidad de trabajo, pero me gusta como una especie de desafío, porque es más editorialista. Siempre en la coyuntura, cosa que a mí me gusta acompañar lo que va pasando día a día... o sea, el chiste que al día siguiente no sirve para nada.

–¿Y cómo mandás el chiste diario?

(Demora la respuesta con cierta vergüenza)

–Todavía por fax.

–¿Y eso?

–No sé...

–Seguís siendo refractario a la informática...

–No sabés el esfuerzo que me cuesta la relación con la computadora. Me hace más preguntas que mi mujer. Viste que vos decís, “ahora salgo”, y la computadora te pregunta “¿quiere efectivamente salir?” “¿Guarda esto?” “¿Conserva lo otro?” “¿Quiere seguir imprimiendo?” Dejate de hinchar las pelotas... apagate de una vez por todas.

–Además del chiste diario, tenés la tira del Inodoro Pereyra, ¿cómo la trabajás?

–Inodoro lo tengo que hacer cada quince días. Mucha gente me dice, ¿por qué no lo hacés cada semana? Y no, no puedo, no me da la cabeza para hacerlo. Creo que hay una relación lógica entre calidad y cantidad. Mientras más cantidad menos calidad. Yo voy anotando en un cuaderno cosas que se me van ocurriendo para Inodoro Pereyra. Las voy amontonando y cuando llega el momento armo la historia. En general, mantengo una rutina de laburo que a mí no me pesa tanto, porque es un laburo que me gusta. Pero a veces me da bronca darme cuenta lo cuadriculado que es uno... lo... obsesivo en el laburo... Soy como ese tipo de La clase obrera va al paraíso que acomodaba los cubiertos. (Acomoda las cucharitas en la mesa.) Ya dejaste el trabajo, ya te fuiste y volvés para poner la pluma en orden.

–¿Laburás en tu casa?

–No, yo tengo un estudio desde hace muchos años. Aprendí que no se puede cuando hay pibes chiquitos, porque no es que ellos invadan el lugar de trabajo sino que uno invade el espacio de la casa. Bueno, en realidad, yo tengo un solo hijo, que ahora tiene 20 años, pero la verdad es que uno invade el lugar de la casa. Además, si vos estás en la casa y hay que correr una maceta vienen y te llaman. Si vos no estás la corren pero si vos estás, te llaman. La ventaja que en ese aspecto te da el estudio es que todo el tiempo es aprovechable. Si no lo aprovechás es porque vos no querés.

–¿Y qué leés?

–Yo he sido siempre un lector muy voraz y desparejo. Lamentablemente no tengo tanto tiempo de leer. Ahora he retomado la costumbre de ir a Buenos Aires en ómnibus, que es mejor que ir en auto. Y ahí tenés cuatro horas netas de lectura. En otras épocas leí a los autores del boom latinoamericano. Pero soy, sobre todo, un admirador de esos grandes narradores norteamericanos que tienen un rasgo periodístico, como Hemingway, Truman Capote, Salinger, Norman Mailer. Poco a poco he ido abandonando la ficción. Me gusta la no ficción bien novelada. Recuerdo, por ejemplo, aquel libro de Oriana Fallaci, Crónicas del poder. O la recopilación de los reportajes de Playboy que eran excelentes. Me atrapa más que la ficción. Me doy cuenta de que yo en este momento necesito más información que estilo. No es porque tenga un estilo, pero me nutro más de la información.

–No sorprende saber que leías a los narradores norteamericanos, cuando uno recuerda a Boogie. Que dejaste de dibujar hace muchos años pero que estaría muy reactualizado con lo de Irak...

–Seguro. Cada tanto digo, “¡Uy, qué tema!” Pero no, se me pasaron las ganas. Lo hice desde el año 72 hasta el 90 y tantos. Pero en mi laburo, como el tuyo... lo fundamental son las ganas. Un día hice un guión de Boogie, hice el diagrama y pasó una semana y no dibujé, pasaron dos semanas y no dibujé, tres, y me dije “no tengo tiempo”... Hasta que entendí que algo pasaba, que debíamos “dejar de vernos un tiempo”, como dice la clásica frase. Y no lo extraño. Uno por ahí tiende a eternizar algunas cosas al pedo...

–Con Inodoro no te pasó lo mismo.

–Inodoro me divierte, además hay otro ida y vuelta con la gente.

–Ese ida y vuelta, ese feedback debe ser muy poderoso con el chiste diario. ¿Nunca viste en un ómnibus a un tipo cagándose de risa con tu chiste?

–Me genera una cosa de vergüenza a mí, vos sabés, eso yo no lo puedo manejar. Yo estoy en un boliche y veo que alguien está por mirar un diario y ya me pongo (pálido) Y digo, “¡qué pelotudez habré publicado hoy!”

–¿Te gusta vivir en Rosario?

–Mirá, es una ciudad como tantas, pero para mí gusto es muy vivible. Tiene una escala bastante humana. Un millón de habitantes es una cantidad manejable y al mismo tiempo garantiza un cierto espesor. No es una ciudad turística ésta. Es una ciudad que no tiene mar, no tiene montaña, no tiene vida nocturna. Pero a mí me resulta una ciudad muy confortable para vivir. Yo no sé si Rosario produce culturalmente tanto como a veces se percibe de afuera, desde Buenos Aires por ejemplo. Pero las veces que me preguntan sobre el movimiento cultural yo, medio en joda medio en serio, digo bueno, que en Rosario no hay otra cosa para hacer. Las ciudades turísticas tienen la energía puesta en el turismo; yo siempre repito la misma pregunta, ¿cuántos escritores dio Las Vegas? Acá el que escribe, escribe; el que dibuja, dibuja; el que toca la guitarra, toca la guitarra. No hay muchas otras opciones. La oferta es a nivel humano. Por eso, cuando el rosarino habla de Rosario siempre da nombres y apellidos. El Che, aunque el Che haya estado aquí dos o tres meses. O Fito Páez, Olmedo y el Gato Barbieri... O bien las minas. ¡Las minas! Ese es un dato ostensible.

–Irrefutable. En la peatonal de Rosario debe haber la mayor concentración de minas lindas de la Tierra.

–Viste que es así. Claro, claro, y ¿por qué será?, ¿será la mezcla de razas? Pero es duro, da como sufrimiento. Yo digo que es más fácil vivir en México. El viernes empieza la Feria de las Colectividades, que muestra también el perfil de la ciudad. Es fortísima la Feria de las Colectividades. Hay minas iraquíes, iraníes, israelitas, armenias. Una variedad de colectividades que vos ni te imaginabas que había. Porque al mismo tiempo ésta es una ciudad netamente italiana. La otra vez vino un amigo rosarino con un periodista italiano amigo suyo, agarró la guía telefónica y le propuso: “Decime un apellido italiano cualquiera”. El tano le decía un apellido del norte o del sur y había dos páginas de rosarinos con ese apellido.

–¿Cómo hace un humorista como vos, tan atento al día día, frente al nivel abrumador de angustia que produce este país? No te da miedo lastimar con la risa?

–Sí, claro. Hay un problema de grados. Mientras la situación se mantenga en crisis es manejable y hasta es muy aprovechable para el periodismo. Y mal que mal hemos vivido siempre en crisis, casi desde que me acuerdo. Por eso decimos, ¿qué harán los humoristas suizos? Se supone que el humor casi siempre es en contra. Es difícil hacer humor a favor. Ahora, la dificultad reside, para mí al menos, cuando las crisis se transforman en tragedias. Ahí se te queman los papeles, porque ya no sabés desde dónde hacer el humor, qué tono darle... no aparecer riéndote de las víctimas. ¿Cómo tratás Malvinas? El atentado contra la AMIA, los desaparecidos. A lo sumo, por ahí, pudiste hacer chistes sobre los desaparecedores, pero son temas muy difíciles. Y ahora, todo lo referido a la mortalidad infantil o la desocupación cómo lo tratás para no aparecer como uno que se ríe de la desgracia ajena. Pero bueno, todo eso también responde, ya te digo, a resortes personales de cada uno.

–Y en la época de la dictadura, ¿cómo te las arreglabas? ¿Fuiste censurado?

–Sí, pero yo eso lo quiero aclarar bien, porque sino uno aparece como queriendo hacerse el “Paladín de la libertad”. No, no tuve grandes problemas. Algunos dibujos en la revista Humor rebotaron, pero hubo que mantener un perfil bajo en general. Después de Malvinas ya se vio que venía la apertura. Pero antes había como una doble censura. Después hubo una posibilidad de meterse en la crítica a la economía. Era un campo que podías tocar, cuando no podías tocar ni fuerzas de seguridad, ni religión, sexo, o incluso esa cosa tan ambigua que es la familia, viste. No fueras a tocar la familia porque apuntaba contra las costumbres occidentales y cristianas, qué sé yo. Era todo muy ambiguo, que yo creo que esa es una de las fuerzas de la censura, porque vos te detenés antes de los límites. Pero en general los inconvenientes que pude haber tenido fueron como ciudadano común que vivió acá. De todos modos, no es cierto lo que dicen algunos, que el ingenio se agudiza en las dictaduras para burlarlas. No es verdad: te embrutecés, se te reducen las posibilidades de decir las cosas. Entonces hay quiénes dicen, “¿y la sutileza?” ¡la sutileza un carajo!, si no podés hablar de política, no podés hablar de problemas sociales, no podés hablar de sexo... de qué podés hablar, de nada.

–¿Y ahora cómo ves las cosas? ¿Qué es lo que te embronca, qué es lo que te da esperanza? ¿Qué es lo que te produce alegría o tristeza?

–Yo estoy entusiasmado, en este momento. A mí me parece un momento propicio para muchas cosas, hay como expectativas. Hay, al menos, un amague de limpieza en algunos planos, viste. Hay una reactivación de la producción, que eso se destruyó a un punto patético, ¿no? Y eso a mí me genera expectativa, entusiasmo. Además uno lo ve en la gente. Pero lo que pasa que venimos de una debacle absoluta, entonces hasta que salga de la lona una enorme cantidad de gente... es lógico, va a ser muy, muy difícil. Supongo que habrá alternativas buenas y malas, bajones y todo. Pero en principio... estoy sorpresivamente entusiasmado.

(En ese momento de la charla se produce una interrupción: el Negro Fontanarrosa contesta el celular, porque lo llama Franco, su único hijo que vive en Buenos Aires y quiere ser músico como tantos muchachos de su generación. Lo aconseja con ternura, se percibe al padre ansioso.)

–Lo que quiero fundamentalmente es que tenga una vocación fuerte, después tocará en el subte o no sé, pero...

–...que esté apasionado...

–Totalmente, totalmente.

–¿Tiene alguna banda?

–Hace poquito que está en Buenos Aires, entonces está conectándose con unos, con otros, pero full time, como son los músicos, ¿viste? ¡Un grado de obsesividad! Que vos les podés decir leé otra cosa, mirá otra cosa. Pero no, está muy bien, está muy bien realmente. El otro día me llamó (Eduardo) Aliverti para hacer una reflexión sobre los 20 años de democracia, y ahí me di cuenta de que Franco tiene 20 y chirolas, ¿no? Justo ahí. Y yo digo, ¡qué suerte, de la que zafó éste! Porque es terrible la malaria económica y todo lo demás... Pero no es lo mismo. Yo recuerdo como la cosa más concreta de la dictadura, el miedo, el cagazo. Si volviera a pasar una cosa así, yo a mí hijo lo mando al cualquier lado. Yo no sé si me hubiera quedado en el país con un hijo.

(A esa altura, el café del hotel Rosario comienza a imitar las tertulias que tanto disfruta Fontanarrosa. Se nos ha sumado, entre otros, Coco López, uno de los protagonistas del periodismo radial de la ciudad, que aporta una anécdota gratificante para el humorista).

Coco López: –Viajé a Washington tres días después del atentado contra las Torres Gemelas y ahí me quedé como dos semanas. Y fui a ver un amigo argentino que trabaja en el Banco Interamericano de Desarrollo, Roberto Camblor. Salimos a comer, y le digo al tipo: “¿Qué hacés vos acá, viviendo solo?” Y el tipo me contesta: “Bueno, la verdad que me aburro bastante, sufro mucho porque soy hincha de River, me gusta el fútbol con locura, y los sábados y domingos leo al Negro Fontanarrosa y me cago de risa”. Y se sabía todos tus libros. El tipo creía que la “mesa de los galanes” erauna joda. Y le digo, “no, existe, existe en un bar donde yo he ido”. El tipo no me creía cuando le dije que al Negro Fontanarrosa se lo veía por Rosario, en los bares. Para el tipo fue toda una revelación.

“Una leyenda colectiva”, apunta el propio Negro y agrega: “Como si fuera Valderrama en Salta”. La tertulia lo festeja. Coco López comenta el libro que escribió Eduardo van der Kooy con Rafael Bielsa. Fontanarrosa opina:

–Es lindo el libro, creo que ahora sacaron una segunda edición. Me llamó Marcelo Larraqui y me pidió que escribiera una crítica. Tuve que leerlo, tiene cosas muy lindas. Pero me puso en una situación difícil que le comenté a Rafael: “O me cagan a trompadas los de Newell’s o me cagan a trompadas los de Central. ¿Cómo hago para salir de ésa?”

Coco López, infatigable conversador, cuenta una historia futbolera, protagonizada por un embajador de Ecuador en Moscú, que le dio el pésame cuando San Lorenzo se fue al descenso. El hombre era hijo de un directivo del Guayaquil y todavía recordaba la visita de San Lorenzo en 1948. Desde entonces estaba suscripto a El Gráfico. Fontanarrosa comenta: “Daniel Samper me decía que la cultura periodística de toda Latinoamérica se hizo a partir de Billiken y El Gráfico. Luego recuerda una mesa redonda en la Feria del Libro que compartió con Juan Sasturain y Osvaldo Soriano, en la que los tres se preguntaron ¿y ahora quién va a hablar de literatura? Porque cuando empezás a hablar de fútbol se acabó toda posibilidad de hablar de otra cosa.” Alguna vez confesó, en otro reportaje, que nadie brinca en la maternidad cuando nace su hijo, pero salta y se abraza a un desconocido cuando su equipo mete un gol. Coco recuerda una nota con Soriano en la que los dos se pasaron la tarde hablando de fútbol. “Fue en un bar, por acá”, confirma el Negro y se levanta con aire melancólico. “Antológico”, se exalta alguien en la mesa de atrás, mientras Fontanarrosa se despide, fingiendo enojo: “Me hicieron hablar demasiado, para no estar de servicio”.