Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, febrero 20, 2008

UN HOMBRE EN EL PARQUE


Ester Mann, Buenos Aires, 1941, tiene una larga colección de relatos cortos basados en su experiencia y recuerdos de juventud, cuando aún -pensaba...- era posible soñar con un mundo distinto, mejor. La vida le enseñó que es muy poco lo que cambia y mucho lo que defrauda...

Esperaba desde las siete en el mismo banco de siempre, aunque sabia que ella no aparecería hasta las siete y cuarenta y cinco. El sendero iluminado acentuaba las sombras del banco en el que Oscar estaba sentado. Ella vendría de la parada, por su derecha, y caminaría con sus pasitos cortos y rápidos hacia la izquierda, sin mirar a los lados, concentrada en sus pensamientos o vaya a saber en qué.
Transitaría por el sendero, atravesando el parque, cruzaría la avenida y llegaría a su casita de una sola planta. Allí la esperarían los padres para cenar y él, Oscar, volvería a su departamento de soltero para esperar el día de mañana a las siete de la tarde.
Su trabajo, las visitas a la familia, los encuentros con amigos eran simples formas de matar el tiempo hasta la hora de verla. Lo peor eran los fines de semana, cuando ella no trabajaba y no regresaba de la oficina a las siete y cuarenta y cinco, como todos los días.

En el verano se hacía más peligroso observarla: a esa hora era aún de día, y ella podía ver a ese desconocido que hacía meses que la esperaba e incluso la seguía.
Pero ella, por apatía o indiferencia, no le prestaba atención.
En sus insomnios, imaginaba distintas formas de conocerla, de iniciar una relación. Pero todas se complicaban por su cortedad, la cobardía, el miedo al rechazo.
Pensaba que mientras no hiciera nada, podría conservar la esperanza de que un día llegarían a conocerse, y ella lo amaría como él la amaba.
La tarde de primavera en que se le cayó el libro, casi le dirigió la palabra... Corrió, lo levantó y las palabras que se agolparon en su garganta, todas las frases que había preparado en las noches sin sueño, se redujeron a un inaudible “Señorita!” .
Ella dio vuelta la cabeza, tomó el libro murmurando un “gracias”
lacónico, y continuó su camino.

Hacía tres días que ella no venía... Oscar, desesperado, decidió atravesar el parque, cruzar la avenida y tocar el timbre de la casita. Antes de cruzar vio la gente y el auto blanco, decorado con cintas y flores.
Se detuvo, inmóvil como una piedra, y la vio salir, más hermosa que nunca, con su vestido y el ramo de azahares. A su lado, un joven de esmoquin la tomaba del brazo y juntos se dirigían al auto. La blancura de la ropa y el brillo del automóvil lo encandilaron y sus ojos, húmedos, se nublaron.

A partir de la tarde siguiente, el banco que los faroles de la plaza no iluminaban, quedó solitario, oculto entre los arbustos. ■

© Ester Mann


PEQUEÑO MUNDO


Después que el tren de las nueve pasaba, mi abuelo, Jefe de Estación, cerraba la oficina y regresaba a la casa. Muchas veces me pregunté si el estado le había asignado aquel puesto o era un título propiciado por él, aprovechándose de ser el único ferroviario en Los Cardos.

Su vivienda estaba a sólo metros, en el mismo predio del ferrocarril, con ingreso por el sector de andenes y frente a la bomba de agua. Yo tenía la impresión que la nona lamentaba la rapidez con que partían los vagones y cargueros. En cuanto la figura retacona y obesa del marido se acercaba, interrumpía la regada y apresuraba su paso hacia la cocina. Era hombre impaciente. El mate debía estar sobre la mesa, caliente y espumoso para cuando llegara y el pan, más tostado de un lado que de otro. Todo controlaba, incluso aquellas tareas que no eran de su competencia. Le decía a mi nona como colocar el apresto y repasar los cuellos de las camisas, nada menos a ella, que llevaba años en comunión con la plancha. En lo único que no intervenía era con las tareas escolares. Esa es cosa de mujeres, decía, logrando que su falta de conocimientos pasara desapercibida. La abuela en cambio, con sólo segundo grado, parecía una maestra. Buena en aritmética y mejor, corrigiendo ortografía.
El hombre de la casa tenía otras particularidades. Le gustaba dormir en el catre del cuarto de planchado y debía hacerlo desde mucho tiempo atrás, porque la nona descansaba en cama de una plaza. Nunca acertaba mi nombre, me llamaba Damiana o Adriana, quizás por olvidadizo o porque pronunciar Mariana le recordaba a mi madre. Tampoco acostumbraba almorzar ni cenar en familia. Yo lo prefería así, odiaba los privilegios: verlo ingerir aquellos bocados jugosos de lomo al romero o porciones dobles del budín con nueces.

Las mujeres comíamos más tarde: verduras, un caldo con trozos de pan tostado entre el aroma a carne asada que aún, impregnaba la cocina. Después, en el patio, bajo el parral, la nona me ayudaba con las divisiones. Adentro era imposible, la radio se escuchaba a máximo volumen en el cuarto de planchado.

Don Cañas está?, preguntaba cada tanto algún asiduo al club del pueblo y mi abuela, sin decir palabra, sacaba dinero de la lata del arroz y se lo daba. El dominó y el truco perdían al abuelo y, muchas veces, debí buscarlo con algún pretexto para que, al menos, durmiera unas horas antes que pasara el tren. Comprendí entonces, la devoción de la nona por Santa Rita y sus prolongadas cadenas de oración a la patrona de lo imposible.
Por momentos, la abuela me apenaba, siempre tan tolerante, guardando silencio, dejándose retar como un niña y siendo protagonista de sus propios dichos, no se encierra una sirena en un lata de sardina, rezongaba por lo bajo. Nunca le dije nada para no mortificarla ni agregarle condimentos a su callada furia. Hacía tiempo que se venía quejando de no poder comprar un simple diario. ¡Eso sí que es tirar la plata! reiteraba el abuelo, aunque él, en el club, se gastara todo en jugadas, tabaco y oportos o lo que era peor, en innecesarias camisetas de frisa que le vendía su amigo el turco. Entonces la nona – sin otro remedio – leía repetidamente su misal, viejas anotaciones en el reverso de boletas o las cartas que mamá le escribió alguna vez desde Chivilcoy. La cosa era leer y apaciguar la impotencia que le cruzaba la garganta. Sin embargo, algo debió suceder en ella cuando, de un día para otro, cambió su rutina. Me acompañaba a la escuela y de allí se iba a la huerta de los Ordóñez en busca de verduras. ¿Por qué no lleva el canasto? le pregunté en una oportunidad y, por toda respuesta, frunció los hombros. La noté repentinamente más informada, comentaba cosas de las que antes no hablaba, conocía sucesos acontecidos en lugares distantes. Supuse que escuchaba radio a escondidas del abuelo, aunque él siempre la llevaba consigo o la guardaba en su ropero, bajo llave.

Durante cierta fecha patria, el abuelo se pasó el día en los festejos del club y en mi escuela, una pared se desmoronó en el patio, en pleno acto. Nos dejaron salir antes. Al regreso, me asomé por la ventana de la cocina para sorprender a la nona. Ella, ensimismada en lo que estaba haciendo, ni siquiera advirtió mi presencia. Sobre la mesa tenía todo listo para planchar y, a un costado, un pequeño baúl abierto que, a distancia, parecía contener recortes de periódicos. Ocupó el otro extremo del mesón para retirar las verduras de los envoltorios que don Ordóñez le improvisaba en papel de diario. Colocó los repollos, las papas y zanahorias en el canasto y luego, sacudió las páginas con un paño seco hasta dejarlas limpias, las alisó con la mano para, finalmente, pasarles la plancha encima. Ya sentada, estiró las piernas sobre la banqueta baja de mimbre y la vi leer, ansiosa, aquellas hojas de diario todavía humeantes.

Bajé la cabeza hasta perderme de su posible mirada. Decididamente, Bernardo Cañas no merecía aquella mujer.

Liliana Chavez

2 º Premio Internacional Novelarte 2006

LA BOCA SECA


Perfilaba de atrás un rumor amargo, antes de darse vuelta. Los dientes blancos, bordeaban la inocencia del reflejo de sonreír por imprevistos.
Estaba sentado en el quinto banco a la espera de que el mundo se abriera cuando pasara entre los otros, cómo alguna vez se había divido un mar, sólo que negro en vez de rojo.

A los doce años, el colegio no alcanza para entender. Era su último día en el medio del mes de junio. En su latitud, las clases terminaban a fin de año.
Le había escrito a Diego durante dos años por las noches, cuando golpeaba la mesa de la cocina haciendo deberes... No por Internet, sino poniendo en cada letra un sueño que venía desde los pies y se encerraba en su mano.

En el obligado acto de homenaje a la bandera argentina, el director del colegio anunció que el club de fútbol más popular lo “tomaba prestado” por un año, para jugar en las inferiores. El momento se cerró con un aplauso tan fuerte que se destiñeron los colores de la bandera. El azul y oro de la camiseta que llevaba puesta contra su piel, eran más fuertes que todo el cielo que conocía; y el oro no era plata sino un sol que jamás desaparecía. Ni aun ya, conociéndolo a Galileo.

Pensó en los barcos de su puerto. En el Riachuelo tan denso, tan espeso, podía encontrar los encabezados de cada carta, las que empezaban casi siempre con el Querido Diego.
Natalia, de trece, la de dos filas más atrás, la de los pequeños momentos del recreo, era más fuerte que cualquier boca que hablara. La boca seca, después del primer beso.

Mercedes Sáenz



Tomado del Blog de Mercedes:


www.mercedessaenz.blogspot.com

viernes, febrero 01, 2008

EL AMANECER


por Ronit Sela

Una manito en mi rostro y un murmullo infantil revolotean en mi sueño mezclándose con él, hasta que al final me despierto del todo. Guil está sentada en la cama, a mi lado, se ríe dulcemente y consigue que olvide mi enojo.
Antes, en un pasado no muy lejano, antes de ser madre, en una situación así la ira era inevitable: tres de la mañana, el comienzo de un largo día.
Salgo rapidamente de la cama. Gay todavía duerme y es una pena despertarlo. Mientras me visto y abrigo a Guili me invaden dos pensamientos: uno, el que siempre me consuela del cansancio de las mañanas: “dormiré la siesta”, el otro, el recuerdo súbito y conmovedor... hoy es el cumpleaños de Gay.
A las cuatro y media decido salir a pasear, aprovechar la obligación de estar levantada para ver la salida del sol. Me envuelvo yo misma y a Guili en la campera y el gorro de lana y la siento en el cochecito. Afuera, aún está oscuro y frío. El balbuceo de Guili, alegre, ininteligible, expresa entusiasmo por el paseo nocturno, por la oscuridad, por la luna y las estrellas. Un poco antes de llegar a los pinos me detengo, me doy vuelta mirando hacia el pueblo cercano, de donde sale el sol. A nuestro alrededor ya hay un poco de luz, y una línea anaranjada, pálida, se ve por encima de las casas blancas en el horizonte.
Mientras estoy allí, esperando al sol, surgen las palabras. Una detrás de la otra, simples, se unen en frases como si siempre hubieran estado dentro mío, esperando este preciso momento-
“Pude ver la aurora
el día en que nació mi amado.
Ver la oscuridad convertirse en luz
Como ocurre en mi corazón
Desde que estás conmigo.
El buen miércoles
Porque naciste
Y porque logré amarte
Y pasar contigo
Este viaje,
Eterno
A la luz

Vuelvo en mi recuerdo a esos días, antes de conocerte, trato de expresar su esencia. Atrapar la punta del hilo intrincado que me condujo al cambio, que abrió la angosta brecha en la puerta cerrada durante tanto tiempo. Intento entender el milagro.

¿Dónde comenzó, de hecho?
¿En un anhelo, en una fantasía?
¿Tal vez en la desilusión, en las decepciones?
¿Con Raquel, que me enseñó cómo todo puede cambiar si movemos un poquito el caleidoscopio?
¿O con Tulik, que me enseñó cuán indigno se puede ser desistiendo del amor, o con Ofer con quién aprendí cuán bajo se puede llegar renunciando a uno mismo?
De los días con Ofer lo que más recuerdo es la gran tristeza.
La valija lista esperaba en el dormitorio, ya preparada para dejarlo mucho antes de que yo lo estuviera.
Bolsas de plástico llenas de basura que no teníamos fuerza para bajar, café con crema “larga vida” en lugar de leche que siempre olvidábamos comprar.
Desidia.
Dos veces casi se incendia la casa cuando olvidamos una vela encendida y nos dormimos.
La sombra de las persianas en la pared durante la noche, donde se perdía mi mirada en las charlas interminables, desesperantes.. El frío que me transmitía, su miembro fláccido en mi mano.
Cada tantos días resolvía que ya basta, que no tenía sentido seguir. Me ponía un últimatum:”si no mejora hasta...me voy”. No mejoraba. Y yo no me iba.

Lilaj, la nueva moza, me saludó con un “Buen día” alegre y enervante. Supongo que mi respuesta no fue tan gozoza, porque me preguntó si estoy bien, y desde ese punto débil que tengo, que supone que si cuento mi problema desaparecerá o se resolverá o algo pasará, le detallé mi cruel experimento conmigo misma. Sobre Ofer, para quién no soy suficientemente buena, que ya no pierde tiempo en disculpas banales como “te mereces más”. La rigidez que me ataca cada vez que quiero dejarlo, lo débil, ciega y tonta que me siento, y a pesar de todo tengo miedo de estar con otras personas que no sean él.
Tambien ella, como otros, me dijo - como si fuera lo más obvio y sencillo - ¿Qué haces con él? Déjalo de una vez y listo, y me contó que justo está buscando una compañera para su departamento.
Con toda la desdicha que era mi forma de vida en esa época, vivir con ella me pareció una idea totalmente descartable. Ella me parecía aburrida y falsa, sin esa alegría que demostraba casi siempre. Nunca creí en las personas alegres.
Pero dos semanas más tarde, cuando la fealdad se apoderó en tal forma de ese departamento de Herzlya que ya no había lugar para ninguna otra cosa, entendí finalmente que debía irme.
Fui con Ofer a ver el departamento en la calle Florentin (Sur de Tel Aviv). Me sentía como si fuéramos a visitar mi tumba. Por eso no me importó que la entrada era oscura y tétrica y las escaleras estaban muy sucias. El departamento, pequeño y viejo, tenía esa dudosa magia de las viviendas de los jóvenes en Tel Aviv, pero la habitación de Lilaj estaba iluminada y llena de colorido. Ella estaba con algunos amigos, envuelta en una calidez y una calma que sólo surgen entre buenos camaradas, con alegría, esa alegría despreocupada que tal vez –empecé a pensar- era verdadera. Charlamos, fuimos derecho al grano, no quería prolongar esa situación humillante –entre Ofer y Lilaj me sentía como una nena rechazada por todos- determinamos que me mudaría el primero de marzo. No tuve dificultad en decidir ya que todo me parecía vacío y sin sentido.
Todo el viaje de vuelta a Herzlya, en la autopista, esperé que Ofer me instara a quedarme, que ahora que mi partida era real se enamorara de mi otra vez a pesar de todo. Pero él se mostraba alegre y simpático como hacía tiempo que no lo estaba. Y yo supe que debía irme, que desde su punto de vista yo ya me había ido.

Cuando nosotros ya vivíamos juntos, recordé nuestro primer encuentro. Trivial hasta tal punto que fue casi un insulto para nuestro desconocido futuro, pero al mismo tiempo apropiado. Nuestro desconocimiento de ese futuro indica la total inocencia con que lo viviremos, disfrutando de la divina providencia, sin dudas,ese encuentro que borró todo lo que sabía, todo lo que viví –los hombres, las humillaciones, desilusiones, programaciones. Como si fuera la primera vez, como esa primera vez tiene que ser.
Solía reconstruir ese encuentro con cuidado, temiendo olvidar los detalles, dándole a cada uno –a posteriori- un significado oculto. Tú, tu extraño sombrero hindú, sentado frente a mí en la última mesa de Kapulski, la que usábamos nosotras, las mozas, para la comida al final del turno. A pesar de tu presencia, presencia desconocida y masculina, comí con apetito, manteniendo con Lilaj la charla típica de las camareras que consistía en chismes sobre las otras muchachas. Me pareciste indiferente y antipático porque no te reiste de las vivezas que yo decía con estudiada impasibilidad. Pero luego, cuando lo comenté con Lilaj, me aclaró que tu estabas simplemente, cansado.

Me mudé un jueves primaveral de comienzos de marzo. La noche anterior Ofer me ayudó a cargar las cosas en mi pequño Volswagen: no era mucho. Después volvimos a la última noche de silencio frente a las persianas verdes. Un corto silencio esta vez, ya que en verdad no tenía lo qué esperar y me hundí en un pesado sueño.

Antes de dormir lloré, y Ofer, con espiritú profético me dijo- “no te preocupes, al final encontrarás a alguien que sea lo bastante débil y estúpido como para quererte tal cual eres”. En ese momento, las palabras dichas por el que se suponía que era el amor de mi vida, me parecieron expresión de mi cruel destino. Hoy, sé que esa profecía fue verdadera. Solo que la estupidez y la debilidad que me auguró fueron una interpretación errónea de la fuerza y la inteligencia que me esperaban en ti.

Por la mañana nos despedimos con una naturalidad aparente, desconectada del drama que vivimos en los últimos meses. Ofer, como todo el tiempo desde que captó que yo me iba de veras, estaba amable y cordial, casi un “gentleman” –y para mí era parte de su maldad, para que yo no pudiera recordar porqué me iba. Quedamos en comunicarnos para pagar la cuenta de teléfono y electricidad y me fui, superando las ganas de besarlo para ahorrarme la humillación.
Cuando llegué al departamento Lilaj aún dormía, y yo, plena de esa extraña energía que se me despierta en los momentos de total desesperación, empecé a limpiar mi habitación y a ordenar la ropa en el placard.
En uno de los intervalos entre limpieza y arreglos fui a la pieza de Lilaj. Me paré en la puerta y ella me invitó a sentarme y me ofreció una bebida. Ese día no seguí ordenando y limpiando. El cansancio y la tristeza, esa misma desesperación que me hacía reservada, me posibilitaba escuchar y verla de pronto con otros ojos, haciendo la charla más y más sorprendente. Esa tarde duró horas. Bajé a comprar pastelitos, seguimos hablando y de súbito sentí la embriaguez de haber elegido acertadamente, de haberme liberado de esa penuria que me impuse en los últimos meses, y la magia de descubrir de pronto la belleza en otra persona.
Lo que más me atraía en Lilaj era su completa falta de planes, aspiraciones o exigencias de sí misma o de la vida. Vivir con ella era como estar de vacaciones en algún otro país, y cuando, parada en el pequeño y frágil balcón miraba hacia la calle Florentín, me parecía que estaba en Grecia: la línea del horizonte por detrás de las casas viejas se transformaba en mi imaginación en una extenso mar azul. Cada día esa sensación de estar en otro país se profundizaba, y otros lugares de Tel Aviv y del país en general se me hacían extranjeros. También los países que me recordaban me parecían más y más exóticos y lejanos. Desde ciertos ángulos, especialmente de noche, el sur de Tel Aviv semejaba Nueva York o Tokyo, el centro y el norte parecían ciudades europeas y el camino a la casa de mis padres, en Guedera, me recordaba la campiña de Holanda o Francia.
Fue un verano de vestidos de punto cómodos y cortitos, de zuecos abiertos con tacos altos. Un verano de sábados llenos de humo en la pieza de Lilaj y de gente que entraba y salía. Los días pasaban tranquilos, del cigarrillo a la bolsita de golosinas, paseos al kiosko y otra taza de café instantáneo para todos. Música que se oía todo el tiempo como fondo, música que yo escuchaba con encantada fascinación, descubriendo en cada palabra profundos mensajes.

En la nube que cubre mi memoria de esa época, tuve una corta relación con un muchacho llamado Tulik: la propia estupidez de dicha relación se escondía en la estupidez de ese nombre.

¿Te acuerdas de esa fiesta en Jerusalem? Llegué temprano con Tulik, que la había organizado, y recuerdo que los vi de lejos cuando llegaron, tú, Lilaj y Shiri, y a pesar de que vivía y trabajaba con Lilaj y los vi el día anterior, cuando entraron me di cuenta que los extrañaba y me sentí apartada y sola. Incluso al final de la fiesta me dio rabia no poder volver a casa con ustedes, y tuve que quedarme con Tulik y arrastrarme a la casa de sus amigos, y ahogarme de calor en mi autito. Cuando llegué finalmente a casa, alguien ya estaba durmiendo en mi cama, así que tiramos una frazada en el saloncito de la televisión.¿Te acuerdas cómo saltaste por encima cuando te fuiste? Yo estaba medio desnuda, y creo que me avergoncé un poco de que me veas así, con ese muchacho con el que en realidad no tenía razones para estar, salvo su parecido con Daniel D. Louis y el hecho de que en cierta oportunidad, en el Japón, no se interesó por mi.

Despues de tres meses, en un instante, el telón brumoso que me permitía estar con él, se levantó de golpe y ya no fui capaz de soportarlo ni un segundo más. Decidí viajar otra vez a Japón y él era un obstáculo en mi plan, así que lo dejé en seguida, sin la culpa que me acompañaba en todas las separaciones decididas por mí.
Después que nos separamos sentí un gran alivio, aunque también tristeza, porque despues de años de fantasías de pareja, de alguien que me salvaría de la desolación, había llegado a perder las esperanzas. En verdad, ya no creía que lo iba a conseguir. Hasta mis ensueños sexuales se referían a mujeres- pensar en hombres me angustiaba hasta tal punto que ahogaba todo impulso sexual.
A principios de agosto, luego de unos rápidos preparativos y sin la excitación de mi primer viaje, como corresponde a una veterana viajera, volé a Japón vía Londres, donde estaría un día y una noche. La empresa de aviación me dio un hotel de primera categoría y pasé el día caminando sin rumbo, escuchando en mi Walkman a Smiths. Los Smiths debían combinar con el marco londinense, pero me devolvieron a Florentín, a los sábados en la pieza de Lilaj, donde aprendí a escucharlos y disfrutarlos.

Cuando bajé del avión en Osaka, estaba tranquila con respecto al ingreso a Japón. Tal vez porque contaba con otro pasaporte, argentino, o tal vez porque no tenía verdaderos deseos de estar allí. Pero apenas entré al salón de llegada vi el cartel: “Los pasajeros con pasaportes asiáticos o sud americanos esperar aquí”. No entendí por completo lo que pasaba. Aún cuando estuve inmersa en el duro interrogatorio de un empleado japonés serio y con anteojos, al que mis sonrisas no hacían mella, y tampoco cuando encontró en el fondo de mi bolso el pasaporte israelí marcado con el negro sello de la expulsión.
Despues de una hora ya estaba en el avión para volver a Israel. Estaba agotada por los vuelos, pero no triste o desilusionada. Y ya en el aeropuesto de Londres, mientras esperaba el avión a Tel Aviv, entendí que me alegraba volver. Lilaj vino a buscarme al aeropuerto y en la puerta del departamento había un enorme cartel: “BIENVENIDA”, lleno de citas y bromas que sólo nosotras dos conocíamos. Me colmó un sentimiento de esperanza y de regreso al hogar.
Al día siguiente fuimos a visitar a Gay al kibutz, a la casa a la que se había mudado esa misma semana. Lilaj dijo que él pidió que yo vaya. Me sorprendió, porque pensaba que él no simpatizaba conmigo. Cuando ya estábamos en su casa, Gay me dio un cassete que grabó para mi viaje, y me dijo que seguramente no me dejaron entrar al Japón porque olvidé retirarlo de su casa antes de viajar. Yo, doblemente asombrada, me llené de una inexplicable alegría.
Pasamos juntos un día agradable en el kibutz, que fue lo más cercano a la naturaleza en un largo tiempo, y de pronto me gustó, como si se hubiera abierto una grieta en mi cubierta de“ciudadana elegante” que vestía como una armadura en los últimos años. Aún despues de ese sábado, despertando de un largo letargo, decidí prestar atención al cielo, a los árboles, los pájaros. Camino al trabajo, cuando estaba detenida en los semáforos, me admiraba cada cansado y polvoriento arbolito que veía.

Estoy sentada en la cama de Lilaj.
Hay mucha gente, charlas, risas y música, pero yo te miro a ti.
Estás sentado frente a mí, acariciando un cachorrito de uno de los amigos de Lilaj que está de visita.
Miro tus dedos que acarician el cuerpo del cachorro, alisan su pelo marrón y de pronto, como una visión, sé que algún día esos dedos, tus manos, acariciarán así mi cuerpo.
No me siento emocionada, no es un momento dramático, es una certeza simple y serena.

Un jueves, directamente del turno en Kapulski, fui al primer adiestramiento en Gitano, humillante como todo primera instrucción, la confusión, la extrañeza, y más que nada, la arrogancia de la camarera veterana que sólo hacía una semana que trabajaba allí.
Después del trabajo dormí en la casa de Orit, una amiga de Kapulski que vivía cerca, ya que al día siguiente debía trabajar otro turno y no tenía sentido volver a Florentín. Orit y yo hablamos hasta tarde, tomando cerveza y fumando, y cuando, finalmente nos fuimos a dormir, di vueltas en la cama ajena. Pensamientos e imágenes de ese largo día, corriendo ida y vuelta en mi cabeza, despertándome por completo a pesar del cansancio. A las cinco de la mañana decidí levantarme. Me senté en el balcón de esa casa extraña, frente a mí la aurora gris de Tel Aviv, consolándome con el café y el cigarrillo.
Cada vez que me acerco a nuestra historia de amor, se me hace más difícil.
Las palabras se niegan a ser escritas, a definir el milagro, a recluirlo dentro de ellas. La historia, a pesar de los años que transcurrieron desde entonces, aún revolotea en mí con emoción.

El turno del viernes en Gitano fue largo y duro, y para mí, después de una noche sin dormir, fue interminable. Cuando llegué a casa ya era de tarde. Dormí tres horas y me desperté confusa y transpirada, sin saber dónde estoy, si era de mañana o la mitad de la noche. Inmersa en el sueño y el cansancio que no se habían disipado, me dirigí a la pieza de Lilaj y me senté en su cama. Como todos los viernes, Gay llegó en ese momento. Prendí un cigarrillo y charlamos un poco mientras Lilaj se bañaba.

El cansancio me llevó a sentirme cómoda contigo, a sentir de repente la proximidad que hay entre nosotros, cercanía familiar, cálida, casi íntima, fuera de lo común en mis relaciones con muchachos.

Después llegó Shiri, y cuando estuvimos un rato sentados en el balcón, Lilaj me propuso ir con ellos a un espectáculo en el HUMUS BAR. Dudé, ya que había planeado pasar algunas horas tranquilas, sin hacer nada e irme otra vez a dormir. Pero la tela liviana a cuadritos del vestido corto que Orit me dio la noche anterior, compensaron, en cierta manera, el oscuro cansancio en el que estaba inmersa, y como me moría de ganas de ponérmelo, decidí ir con ellos.
Durante el camino, en el auto, me senté atrás con Gay. Como parte de esa cómoda y amistosa intimidad que se instaló entre nosotros más y más, sentí un tenue pinchazo, impalpable, casi inasible de algo más.
Hablamos sobre perros, y dije que si adoptara uno, sería uno vagabundo, para salvar de la calle por lo menos a un perro. Mientras hablábamos me sentí seductora, atractiva, a pesar de que el contexto de la charla con Gay, casi mi primer verdadero contacto amistoso platónico, junto con el cansancio, me confundía, me distraía y me impedía saber lo qué ocurría.

En el pub repleto de gente, entre los acordes del espectáculo de Blues, volvió a mi ese sentimiento conocido de la adolescencia – la impresión de que mi vida es emocionante, como si me estuvieran filmando para algun corto en el que soy la heroína. Moviéndome según las instrucciones de un escenógrafo interno, sentí de pronto que debo salir afuera, estar sola un rato, respirar aire puro. Era una sensación de que “algo va a ocurrir”, pero era extraña ya que no la acompañaba los deseos desesperados e impacientes de antes, sino una paz sorprendente, desconocida. Expectativas, pero serenas.
Afuera, fumé un cigarrillo y miré pasar a la gente y a los autos que eran como el decorado de mi película. Volví y me senté otra vez en el pub oscuro, lleno de gente, hasta el final del espectáculo y a través de esa nube de cansancio pero tambien con esa vieja y nueva emoción de la adolescencia, sentí como Gay me miraba.
Volvimos juntos del pub y nos despedimos en la calle. Lilaj fue a dormir a lo de Shiri, Gay se fue a su coche, estacionado enfrente y yo, abrumada de cansancio, subí las escaleras de mi casa, dicidida a irme derecho a dormir, sin lavarme los dientes siquiera. Me saqué los zapatos y antes de alcanzar a llegar a mi pieza, golpearon la puerta.

Eras tú. ¿Puedo tomar un café antes de irme? Estoy muerto de cansancio, dijiste. Y yo, que en circunstancias normales hubiera sospechado de ti, incómoda por tener que cambiar mis planes, dije “por supuesto”, demasiado agotada para dudar. Sabía que dentro de un rato me iría a dormir, que no había otra alternativa, y sentí hacia ti un cariño puro, tan inocente que no podía atribuirte una intención que no fuera la que enunciaste.

Nos sentamos en la habitación de Lilaj. Yo en la cama, contra la pared, mirando a Gay y experimentando toda la situación por entre esa nube de agotamiento, que a medida que el tiempo pasaba se convertía en conocida, agradable, como la sensación hacia una persona extraña cuando se pasa muchas horas con ella. Gay estaba sentado en una silla frente a mí, tomando en silencio el café, que él mismo, aunque yo no quería, nos preparó a los dos. A pesar de la bruma, era conciente de que estábamos sentados en la pieza de Lilaj, solos, tarde por la noche, porque de pronto sentí ese conocido embarazo, pero combinado con bienestar, porque de todas maneras, era Gay, y tambien porque el cansancio no me permitía sentir otra cosa.
Hablamos un poco, una charla acompañada con una pequeña incomodidad, distante y oscura. Después de un rato, sin dudar, y sin pensar que “no está bien” dije que estoy muy cansada y quiero dormir. “¿En serio?” preguntó. En otro tono, sorprendido, tímido y defraudado que mi cerebro oscurecido captó sin darse cuenta, sin entender su significado. “Sí, debo dormir”.

“Tengo muchas ganas de besarte”, me dijiste, y yo, tranquila como si fuera la cosa mas predecible del mundo que el mejor amigo de Lilaj, el que casi olvidé que es un hombre, y por eso podía estar así con él, ahora, me quiera besar,dije, “Ah! Bésame
entonces”.
Y te acercaste, me besaste y mi mano acarició tu nuca, no porque fuera necesario, no porque así lo hacen en las películas, mi mano parecía independiente en ese momento, porque mi cerebro planificado y estricto, neutralizado por el cansancio, me permitió lo que nunca hice: vivir el momento presente, responder a lo que ocurría con la inocencia de una niña.

De hecho, ¿dónde termina la historia?
Hace ya siete años que estamos juntos. Cinco casados. Tenemos dos hijas, una de tres años, la otra de algunos meses.Sé que estos números no te dicen nada, que algunos ni los recuerdas, que no tienen ningún significado frente a la eternidad, y tampoco frente a nuestra vida, entretejida fibra por fibra, algunas doradas y la mayoría grises, olvidadas en la corriente vital que transcurre, a pesar de que son igualmente queridas. Y de todas maneras, de vez en cuando me gusta hacer una especie de inventario, contarme a mi misma esta historia sobre nosotros. Tal vez porque en un tiempo no creía posible estar con alguien tanto tiempo (a pesar de que lo deseaba con toda mi alma y quizá por esa misma razón), acaso porque no creía que podría ser madre (y no sabía si lo deseaba o no), o porque no me atrevía a soñar con una historia de amor como ésta, en la que cada día que pasa vivo el final feliz, me quedo despues de la palabra FIN y descubro, cada vez, que es aún, en realidad, sólo el principio.
Pero esta historia, la escrita, decido terminarla aquí. Mañana le celebramos a Guili, nuestra primogénita, el tercer cumpleaños. Tu estás afuera ahora, preparando nuestro regalo: un cuadrilátero de arena. Por ahora, me parece el mejor espacio para finalizar. ■