Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

martes, julio 31, 2007

Muere a los 94 años el director de cine Antonioni






El cineasta italiano fallece en su casa de Roma donde residía con su mujer, Enrica Fico
El director italiano de cine Michelangelo Antonioni ha fallecido a los 94 años de edad, según ha confirmado su familia.
Antonioni murió a las ocho de la tarde de ayer en su casa de Roma, donde residía junto a su mujer, Enrica Fico. El cineasta sufría dificultades para hablar y desplazarse tras sufrir una parálisis cerebral en 1985.
El Ayuntamiento de la capital italiana acogerá la capilla ardiente con sus restos mortales. El entierro se celebrará el jueves en Ferrara, al norte del país, donde el director nació el 29 de septiembre de 1912.
Entre la filmografía de Antonioni destaca su película Blow-up, premiada en el festival de Cannes en 1967, basada en un relato del escritor argentino Julio Cortázar, en la que se narra la vida de un fotógrafo en Londres que descubre un asesinato a través de sus fotografías.
Antonioni fue en primer lugar crítico de cine en un estudio local antes de llegar a Roma donde cursó estudios en el Centro Experimental del Cine y colaboró en el Estudio Cine, considerados como centros culturales de resistencia al fascismo.
En 1942 en París, trabajó de ayudante de Marcel Carné y posteriormente colaboró con Roberto Rossellini. En 1950 rueda su primer largometraje Crónica de un amor. Su estilo se afirma en su trilogía La Aventura en 1960, La noche, 1961 y El eclipse, 1962, interpretada por Monica Vitti, su actriz talismán, su compañera y su musa durante una decena de años. Su consagración la alcanza con Blow-up.
Antonioni fue homenajeado por el cine italiano a los 90 años, en septiembre de 2002. Estos últimos años, muy limitado por la enfermedad tras la parálisis cerebral, se había refugiado en el mundo de la pintura y logró exponer algunas de sus obras en Roma el año pasado.

domingo, julio 29, 2007

COMO POR AGUA

Paredones tremendos de tierra herida que otra vez devuelven más agua. Picó el corazón y atravesó la cascada. No llega y la fuerza voltea. Un pájaro más, que moría en donde la naturaleza manda hacer los nidos detrás del agua..
Dijeron por años que al hombre, para que anduviera, le tiraron agua sobre tierra. Lo dijeron hasta que la evolución lo hizo pararse en la dignidad de dos patas, arma en mano buscando con qué sostenerse. Y el hombre sigue mirando morir el pájaro. Pocos saben su nombre de catálogo, cuántos infinitos años prevaleceo en su tenacidad, cuántos años el hombre quisiera ser pájaro y atravesar una de las cataratas más grandes del mundo. Así sucede con las palabras. Sacudón feroz que no atrapan los ojos ni un segundo del estallido. Y el sol que mira y deja que el agua lleve.
Así sucede con las palabras. Paredones tremendos que la voz y el papel devuelven y cuando al entendimiento llega a nada, han de escaparse por el agua. Tendal de idiomas fundidos en color plata.
La palabra, el idioma, la voz, verdadero aire que lo hace respirar, milagro que lo revela y lo rebela. Lo identifica. En un nombre o en varios...
- ¿Sabe usted el nombre, señor, de ese pájaro que se estrella contra semejante catarata?
- Acá le dicen “negritos”, lo hacen para preservar sus crías. Los que lleguen, también lo harán por siglos. Ni el ruido de algunos helicópteros los espanta.
Sílabas inconclusas para quién no entiende semejante voracidad de palabras. Y el agua cae como un inmenso manto de historia, barandas de arco iris y gotas que salpican la cara.


Mercedes Sáenz

La Colección


por Margalit Matitiahu


A
Guardaba su colección de bolsas de plástico en el ropero, plegadas y perfectamente ordenadas una sobre la otra. Las guardaba celosamente, lisas y a colores, grandes, mediana y pequeñas, bolsas que fue juntando en sus compras en grandes almacenes o en tiendas pequeñas. Coleccionaba bolsas que traía de sus viajes al exterior. Las guardaba en una gran bolsa que tenía su estante especial, privilegiado.
Cuando escogía una bolsa para que la acompañe por la calle, sabía que los transeúntes identificarían fácilmente el origen de la bolsa y comprenderían que estuvo en Londres o en París. Letras rojas anunciaban sobre el fondo claro "Top Shop", letras verdes proclamaban "Benetton" o "Marks and Spencer".
Siempre escogía la bolsa que mejor combinara con su ropa, que tuviese algo de los colores de su falda o de su camisa. Durante el invierno las combinaba con su manto largo y negro. Cuando alguien de su familia le pedía una bolsa para cualquier fin, buscaba en la montaña de bolsas dobladas tratando de encontrar alguna que ya estuviera arrugada, desteñida o que hubiese sido usada mucho y estuviera por romperse. Nunca daba una bolsa que tenía mucha vida por delante, con mofletes sonrientes a todo color. Mientras se agachaba sobre las bolsas que crujían entre sus dedos, sus familiares permanecían a su alrededor, esperando y observando el dilema, cuál de las bolsas iría a recibir el permiso de salir de entre sus manos.
¿Cómo se contagió de tal locura?
Cuando se casó con él escapó del carácter obsesivo de su padre pensando que podría llenar lo que la faltaba, soñando en una relación que nunca se dio, y el cuerpo se cansó. De noche reducía su cuerpo en el extremo de la cama, y con lo que le quedaba de fuerzas trataba de encontrar algún filo que la conectase con sí misma. La relación con él se fue aflojando, el silencio en casa era interrumpido sólo por sus gritos y ella se encerraba en su habitación, arreglando una y otra vez las bolsas de plástico tan bien ordenadas, acariciándolas como si fuera un acto mágico.

B
Todavía recordaba la colección de bolsas de su madre. Recordaba las bolsas marrones, plegadas una por una sobre la alacena abierta de la cocina. La alacena colgaba de la pared, hecha de una red fina como una pantalla semi-transparente. Los estantes de madera estaban sostenidos en el costado y dos pequeñas puertas caladas se abrían de par en par. Un pequeño gancho las cerraba.
A veces las bolsas le servían a su madre de refugio para las cuentas, que quedaban ahí hasta que había dinero. A veces se utilizaba una de las bolsas para guardar fotos que no llegaban a ser ordenadas en el álbum. En ciertas bolsas se guardaban viejas cartas y postales. Cuando la nostalgia vencía a su madre, sus bocas se abrían y emitían fragmentos del pasado.
Del pasado surgían momentos de ocio mezclados con angustia, recuerdos que la transportaban de vuelta a su madre. Su nombre pronunciado en la tienda de ropa "Moda Jersey" hacía aparecer en su paladar la dulzura del chocolate de aquellos días, el susurro de bolsas, un poco de sentido de importancia y luego el escalofrío de la vergüenza.
Cuando comenzaban las ventas de fin de temporada, sea de verano o sea de invierno, acompañaba a su madre. En su cartera vacía había un papel doblado con la lista de tiendas que le daba el el prestamista-usurero. Una vez al mes venía a lo de su madre a cobrar las liras sudadas anotadas en su libreta a cambio de la ropa. Su padre siempre se quejaba del despilfarro de las pocas liras que provenían del sudor de su frente. Liras que se gastaban en aquellos "trapos" por los cuales la dueña de la tienda lograba sacarles el dinero, pretendiendo que les vendía la última moda.
En "Moda Jersey" en la calle Allenby había aquel olor especial de ropa nueva. Escogían la tienda de la lista por el buen trato que ahí gozaban. La ropa estaba hecha según la moda. El lugar les proporcionaba cierta alegría, preciosa aunque de corto plazo.
Se medían la ropa, una falda, un vestido. Alfileres marcaban el ruedo o la cintura. La vendedora las colmaba de piropos, sonriendo con sus abundantes mofletes, ruborizados por el maquillaje exagerado, marcando su falso asombro ante la supuesta belleza de la prenda que tan bien quedaba, que era un crimen no comprar. Y ahí comenzaba el regateo. Y después de tomada la decisión de cuál prenda comprar, su madre sacaba el papel de su cartera, el papel que le daba derecho a comprar sin pagar en efectivo.
Juntaba todas sus fuerzas, tratando de evadir a su madre y a la vendedora que las había dirigido a la dueña de la tienda, en sus ojos la mezcla de ira oculta, piedad y rechazo.
La dueña era una mujer agradable de buena expresión y de ojos claros y cálidos. Con un leve movimiento de cabeza señalaba que el acuerdo iba a ser honorado y recibía el cupón que su madre firmaba, aprobando el valor de la compra.
Mientras esperaban que las prendas fueran modificadas, les convidaban un excelente chocolate en tabla que dejaban recuerdos en su paladar hasta la próxima compra. Al volver las prendas de la costurera, aparecía la gran bolsa blanca de papel de calidad, crujiente, que a veces tenía franjas de colores. La dueña de la tienda doblaba la ropa con esmero y cuidado, como si fueran sus hijos acabados de madurar y por salir al mundo, independizados.
Al llegar a casa, sacaban la ropa de la gran bolsa de papelx y su madre la plegaba en pliegues prolijos para que no se arrugara, y luego la añadía a las bolsas cuyas bocas repletas de secretos se abrían, se cerraban, crujían mágicamente esperando la próxima vez.

C
"El Horno de Bolsas". Así llamaba a la minúscula fábrica de bolsas de papel. La puerta de la fábrica daba a la acera. Bolsas marrones, pequeñas, medianas y grandes. Adentro, la oscuridad parecía infinita, quizás por el techo alto y oscuro. Los vapores de la goma flotaban hacia la calle, haciendo cosquillas en su nariz. Parada ante la puerta, su mirada quedaba fija hacia el interior y el tesoro de bolsas ordenadas por tamaño. El hombre usaba una gorra blanca y un delantal sucio de pedazos secos de goma, que cubría su ropa azul. El lugar encerraba un misterio.
Si sólo pudiera brindarle un poco de felicidad a su madre dándole una cuantas bolsas de papel, nuevas, lisas, de todos los tamaños, en vez de las bolsas viejas que acumulaba una por una, arrugadas, a veces puestas a secar bajo una piedra en el alféizar de la ventana de la cocina, antes de ser plegadas y guardadas. Tanto quería alegrarle. Si su madre supiera, su madre ya fallecida, cuántas bolsas de papel hermosas, lisas, de colores tiene ahora en su casa.

D
Sus hijos nacieron uno tras otro. Cuando crecieron sus horas libres aumentaron. Fue una clase de alfarería donde amasaba lo acumulado en su alma, volviendo a casa leve como una pluma.
Una tarde estaba con algunas amigas en un café. Una conversación casual, chismes que iban y venían. Ella permanecía callada, observándolas, de vez en cuando trataba de decir algo y ellas seguían en lo suyo... Y la bolsa de plástico apareció ante ella, envolviéndola de magia, llevándole más allá... a un lugar con otras personas, donde su voz suena clara y sus palabras son oídas, y todos están atentos, sonrientes, y ella les sonríe y la taza de café toca sus labios y ella sorbe, y los sonidos de la música se mezclan con las voces mágicas y ella se encuentra con la música, sonriente, sonriente... Y de repente todo se corta y cae un silencio pesado... sus amigas la miran atentamente, no entienden sus sonrisas que nada tienen que ver con la conversación, y ella se levanta, les agradece el café y se disculpa. Camina mucho tiempo, transita por las calles hasta la puesta del sol.
Cuando su tercer hijo estaba por dejar la casa, empezó a trasladar las pertenencias de su habitación. Ella lo ayudaba, cargando objetos, agitada sin comprender porqué. Luego se vio mirando las puertas de las habitaciones de sus hijos, que habían quedado casi vacías, desiertas.
El silencio se apoderó de la casa, que quedó sin señales de alegría.
Se fue a su habitación, se miró en el espejo. El pelo corto le devolvió algo de su imagen juvenil. Un impulso repentino la llevó a medirse viejos vestidos que colgaban en el armario. Los vestidos de antaño se apilaron en una silla hasta que escogió uno que le sentaba bien, que hacía lucir su cuerpo. Luego se maquilló, una tenue sombra para las pestañas y lápiz de labios rosado que acentuó su boca.
Así salió a la calle, revisando vidrieras, viendo su reflejo en los vidrios. Enderezó sus hombros y ocultó su vientre flácido, y siguió andando. Se compró dos vestidos, una falda y un par de zapatos, y todas las prendas le fueron dadas en bellas bolsas de plástico, bolsas de colores, lisas, crujientes, que sus dedos sintieron suavemente. Algo en su alma cantaba. Esperó hasta la tarde, que su esposo regresara... quería sorprenderlo.

¿Qué le pasó? ¿De dónde tanta alegría? Los niños han dejado la casa y ella está cantando, comprando ropa y zapatos y... las palabras la azotaron como un látigo. La voz de su esposo que tronaba. Su cuerpo se dobló en dos. Mecánicamente recogió la ropa y se tragó las explicaciones que nunca tuvieron la oportunidad de ser dichas. Se alejó de él y se encerró en un su habitación. Daba vueltas como en una nube. Dando pasos de baile se acercó al armario, lo abrió y sacó todas las bolsas del estante, abrazándolas, acercándolas a su pecho y luego extendiéndolas sobre el piso como si fuera una alfombra brillante, multicolor. Luego se acostó sobre la cubierta de bolsas, revolcándose en el material blando, liso, frío, agarrándolas con todo su ser para colmarlas de sus lágrimas.

E
El verano se alargó hasta llegar a su fin, dejando entre las paredes de la casa días pesados de silencio. El verano se fue y llegó el invierno, cerrando las ventanas del espacio en el cual su vida se había congelado.

Los días pasaron. Una mañana, salió de su casa temprano y volvió muy tarde, con una bolsa de colores, una bolsa nueva sx. Abrió la puerta y su cuerpo quedó paralizado. Un relámpago le quitó la vista, su cuerpo empezó a temblar. En el centro de la sala había una montaña de tiras de colores, suaves y brillantes, tiras que se movían solas, como un a cuerpo con vida, y las tiras parecían brazos que la llamaban...
Parada ante sus bolsas sintió que se desprendía de la realidad hacia la nada, flotando en el espacio, acurrucada entre las tiras que se movían, como si estuviera entre capas de algodón, aislada... Y cayó como una piedra sobre la realidad del piso de la sala.
Rindió homenaje, un minuto de silencio. Luego echó una última mirada hacia las tiras multicolores que habían quedado sin vida y colocó la bolsa nueva que había traído.
Recogió su sombra, y se marchó.

miércoles, julio 04, 2007

Dos cuentos breves de Mercedes Sáenz





Comezón de la cuarta letra



Sacudían los dedos cada mañana como si se tratara de secarse agua al aire. Siempre la impaciencia los detenía en la cuarta letra. Hay quién prendía velas para empezar a escribir o elegía fechas que pocos conocían. Otros, en esa familia de escritores, se perpetraban detrás de prolijos sistemas de ocho horas ante una bocanada de humo blanco de silencio, que les tapaba las ideas. Ellos, no.
¡Ay! Con esa cultura que cada tanto les tomaba examen. Padre y madre sin cuotas de disculpa pedían una hoja por día. Doblá la seriedad, debés de acortar el dobladillo del texto final, demasiadas ideas de zurda, más abajo se desboca el potro, doble juego de palabras repetidas totalmente prohibidas aunque la sonoridad del oído las pida. No dibujes un personaje que no puedas sostener, ¿dónde está el héroe de ésta historia.? Depender del diccionario lavarropas, palabras recién planchadas que volverían a arrugarse en la frente. Ellos, no.
¡Ay! Que escribir era un juego de pasada cuando hacían el colegio. Que escribir en la facultad los llenó de unos y de ceros juntos. Que en los versos se derretía la libertad tan placenteramente, nadie podía discutir su sentido.
- Hoy empezamos el abecedario al revés, cuando vos digas basta, te digo en que letra estaba pensando y arrancamos con ésa, ¿dale?
Salió la doble v.
En una sola computadora escribieron “nos vamos a fabricar ropa”, esperando que no se cortara la luz. Cuatro generaciones
¡Ay! Otros no tuvieron tanta suerte...


Pequeños escapularios


Verde espeso, color de abundancia, fortaleza de sus sombras. El sol que parece universal. La selva no permite el paso de nadie, sólo los que reptan o los que volando pueden estar bajo ese cielo o elegir otro. Cualquier colectivo avanza por un camino bastante prolijo que hizo el hombre, para llegar hasta un final dónde las aguas ya no pueden dividirse, se acaba la tierra y estallan rabiosas en enormes cataratas. La belleza bordea con uno y el cartel amarillo, dibujos de ciervos posibles, entona música de aparente armonía.
Refugios de madera, instante en que lo ajeno a la selva se detiene. Pequeñas ciudades de niños indios con enormes canastos a cuestas, suben con cierta dificultad.
Descalzos de uno y el sol que parece universal. La ropa poca, las bocas de decir una expresión contenida. Las manos que trabajaron no todo el talento que saben, bajas. Dentro de las bolsas, sólo lo que de artesanías se quiere oír. Y con escapularios. Permisos ensobrados en plástico, colgando del cuello, pasaporte para circular.
No hay lugar donde sentarse. Los paquetes grandes ocupan lo que no pueden moverse y ellos, se apoyan cómo los árboles flacos contra los caños. Cómo los árboles flacos en su altura intentando buscar el sol que parece universal.
Arcos pequeños, flechas lustrosas, collares con los colores más lindos, en pequeña escala para las artesanías que se quieren oír.
Llegan al destino que el plástico autoriza y sobre una manta de colores de burla ordenan esos momentos alguna vez cotidianos, para que el turista lleve como presas de un tiempo, cuando la foto digital no es suficiente.
Me senté en el suelo distanciando un respeto de su manta, con las pocas palabras sueltas que sabía en guaraní. Nunca dijeron una palabra. No colgaban ahora los escapularios y el sol parecía universal.
Mercedes Sáenz