Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, junio 27, 2007

YO SOY BORGES


Ester Mann


Estimada seňora Ester Mann:

Durante veinte aňos he redactado esta carta de cien maneras diferentes, pero recién hoy, después de tanto tiempo, me he decidido a escribirla.
Antes de presentarme, debo decirle que conozco y admiro su trabajo de periodista. Todas las semanas leo con atención el suplemento literario del diario en el que usted escribe y nunca me ha defraudado... Sé tambien que su especialidad es la obra de Jorge Luis Borges y esto es lo que me impulsó a escribirle. Creo que es usted una persona seria y espero que lea esta carta hasta el final aunque le parezca un delirio de viejo, de viejo, sí, ya que esta semana cumplí 89 aňos.
Mí edad me ha obligado a escribirle. Ya no me queda mucho tiempo y mi imaginación trabaja sin descanso. Me asusta pensar que moriré sin que nadie sepa la verdad, sin que nadie sospeche que el Seňor Borges no fue el verdadero autor de toda la literatura que se le atribuye.
Pero me estoy adelantando... Me arriesgo a que usted haga un bollo con este papel y lo tire al canasto.

Me llamo Jacinto Chiclana (sí, no se asombre) Nací en Buenos Aires en 1915 y mi vida fue normal hasta los 20 aňos. Ahí cambió todo: una maldita noche de juerga maté a un hombre. Por diversas circunstancias que no hacen al caso, me internaron en el Vieytes, donde transcurrió la mayor parte de mi vida adulta, hasta que en el 85 un mediquito joven y con ganas de cambiar cosas me dió el alta. Desde ese momento intenté contactarme con Borges, pero él ya estaba enfermo, al poco tiempo se fue del país y no pude hablarle.
Siempre me gustó escribir, ya desde chico escribía cuentos y obritas de teatro, en la adolescencia poemas y ensayos. No pensaba en esa época que mis trabajos tuvieran algún valor, simplemente escribía... Estudiante de ingeniería en la Universidad, mi futuro estaba encaminado a la construcción, no al arte. Pero, cuando mi destino se desplegó, convirtiéndose en adversa realidad y me ví internado en un manicomio, con la alternativa de salir de allí para ir a parar a la cárcel, la escritura fue mi refugio, mi única posibilidad de olvidar el medio que me rodeaba y amenazaba convertirme en un loco de verdad. Tambien influyó el estímulo constante del poeta Jacobo Fijman...
Todo esto a usted no le interesara pero debo aclarar loshechos para que no queden dudas en su mente. Por los aňos 40, apareció en el loquero un periodista de cierto renombre, con la idea de escribir una serie de artículos sobre la vida de los pobres infelices del Borda... Si, como usted ya supone, era él, Borges.
Me llevó varios meses acopiar el valor necesario para hablarle y entregarle algunos manuscritos. El me trató con mucha amabilidad, prometió leerlos y darme su opinón.
En una posterior visita me detalló el interés de su editor por mis trabajos, instándome a continuar.
Yo ya me veía publicado, entrevistado, viajando por el mundo para presentar mis libros: libre...
Por supuesto, no fue así. Mi noción del tiempo en esa época era muy difusa: recibía cada quince días, como todos los internados, electroshocks. Sumado a la cantidad de sedantes con que nos atiborraban diariamente, vivía en una especie de nebulosa y no percibía cuánto tiempo transcurría entre las visitas del periodista. Cada vez que llegaba, le entregaba nuevos manuscritos y recibía a cambio nuevas promesas y confirmaciones...
Concretando: el famoso cuento “El acercamiento a Almotasin” que figura en todos los manuales como un ejemplo de ficción y que analiza un libro inexistente es en realidad una obra que el Sr.Borges escribió basándose en mi manuscrito de igual nombre. ¡Sí! Yo escribí “El acercamiento...” y este ilustre escritor lo evaporó, publicando la crítica de un libro presuntamente imaginario. ¡Cómo fue admirado! Y yo sumido en mi ignorancia, esperando ver los resultados de sus gestiones. Hoy pienso que cuando, en una entrevista, Borges afirmó que él escribe para sí mismo, y continuaría haciéndolo aunque nadie lo leyera, seguramente pensaba en mí.
Así podría continuar dando ejemplos, pero la falta de pruebas de lo que afirmo me frena. En efecto, no tengo forma de demostrar lo que asevero: entregué los originales a Borges y nunca me los devolvió... Han pasado muchos aňos y todas las personas involucradas han muerto: médicos que me veían escribir, enfermeros que fueron testigos de mis entrevistas con este señor, familiares con los que compartí mis esperanzas...
Para demostrar mi sinceridad debo aclararle que el lenguaje que caracterizó a Borges no es el mío. En efecto, confieso que él pulió mis cuentos y fantasías otorgándoles su propio idioma, agregándoles citas en latín, francés o inglés. Yo no era un hombre tan culto. Sólo contaba con la educación escolar y universitaria además de la lectura de todo cuanto caía en mis manos. Pero, de todas maneras él tendría que haber compartido conmigo su gloria. Despues de todo, yo le dí ideas y argumentos que lo llevaron a la notoriedad. ¿Alguien puede recordar qué escribió Borges antes de 1940? ¡Por supuesto que no! ¡Sus ensayos y artículos periodisticos hubieran muerto de vejez mucho antes que él!
Antes de terminar mi carta le aclaro que durante todo el tiempo de mi internación nunca supe que Borges se había convertido en un escritor reconocido mundialmente: siempre creí que seguía siendo un periodista. En 1985, cuando quise conectarme con él, me dirigí al diario en el que él había colaborado cuarenta años atrás, ahí me enteré quién era Jorge Luis Borges y empecé a leer su obra una y otra vez... Créame que la conozco de memoria...
A esta altura, usted se preguntará qué es lo que quiero... bueno, no mucho... Desearía tan solo que venga a verme, que me entreviste, que publique en su diario el resultado de la conversación y las conclusiones a las que ha llegado. En fin, deseo, finalmente, compartir con alguien este secreto que ha angustiado mi vida en los últimos veinte años. El reconocimiento del mundo, aunque fuere a través de una sola persona: usted, sería un consuelo y me permitiría morir en paz. Quedo a la espera de su respuesta con la expectativa de ser comprendido,
Suyo, Jacinto Chiclana

Pasaron algunos días, terminé algunos trabajos que tenía entremanos y me acerqué a la dirección que Chiclana me indicó. Me abrió la puerta una mujer joven que dijo vivir en esa casa desde hacía unos meses. No conocía al Sr.Jacinto Chiclana ni había oído nunca su nombre. Me dirijí a la casa vecina y allí tuve más suerte: habían conocido al anciano señor Chiclana, pero éste había muerto varios años atrás. Al mostrarles el sobre con el sello de correos del mes anterior me miraron perplejos: no sabían nada.
Volví a mi oficina; no compartí con nadie este asunto. No quería ser objeto de las cínicas burlas de mis compañeros que siempre me acusaban de ser una pobre ingenua. Tampoco me decidía a hacer un bollo y tirar la carta a la basura. La guardé en una carpeta y pretendí olvidarla. Pero no podía; una y otra vez la revisaba para comprobar la fecha del sello de correos.
En diciembre de ese mismo año, cuando el Director del diario me pidió algún artículo para el Día de los Inocentes, sin pensarlo, siguiendo un impulso irrefrenable, publiqué la carta. ¿Debo decir que en Navidad recibí un triple aguinaldo como premio a mi originalidad?
Una vez más, alguien recibía los laureles que pertenecían a Jacinto Chiclana...

© Ester Mann

jueves, junio 07, 2007

El día que fue mañana

por Andrés Aldao

Siente la ráfaga, percibe una inquietud sin identidad que revolotea en el aire. La nada parece insinuarle algo. Profecía sin cara que lo azuza en los últimos meses. Esa mañana fue una inquietud más cercana. Allí está; precisamente como una ráfaga entretejida en intrigas y suspensos que sigue sin decirle nada. Suena el teléfono. Lo observa, e intuye que es como la génesis... ¿De qué? No tiene tiempo de penetrar en sus reflexiones.
–Hola
–¡Reventó! ¡Voló como escombros sobre el techo!
–De qué mierda me estás hablando, Cura...
–¿No escuchaste la radio? ¿Eh?
–Que carajo querés a las ocho y media de la mañana, Habláme claro...
–Esta mañana voló en el Tigre el yate en que que viajaba Villar.
–Conchudos de mierda,,, ahora se viene la maroma... boletearon a un guacho rabioso pero no terminaron con la rabia. Puta madre, Cura, y me lo decís por el tubo... ¡chau!

Apacible; un término que recuerda pastoral, estado de desgano. Se hallaba en el pequeño cuarto que le servía de laboratorio. Tiene delante la bandeja de revelado: una imagen borrosa va tomando forma en el fondo mientras lo agita con la pinzeta. Un helicóptero en vuelo aparece sobre el papel.
Miró la hora: las tres menos diez de la tarde; de una tarde de feriado, apacible. Esa hora tan corriente de una tarde apacible de un día feriado iría a ser el preludio de un cambio irreversible. Como lo blanco que se convierte en negro. La vida, en muerte. La libertad, en Triple A y exilio.
El timbre. Intuye. Se acercó a la mirilla y allí estaban, en abanico, con sus metralletas listas y susurrándose disposiciones de combate. Ninguna duda. Comprendió en el acto que venían por ellos. Fue corriendo hacia el patiecito y se tiró a la planta baja. Quiso fugarse para llamar la atención. No llegó muy lejos.

* * *

Reflexiona en la soledad del dos por dos tirado sobre un jergón mugriento, condenado a compartir la soledad, los presagios y el temor de tantos otros, anteriores huéspedes. Habrán tiritado – pensó –, empapados por el miedo de lo que vendrá; o urdiendo historias pueriles de inocencias cándidas y más pueriles aún.
Las tinieblas, el silencio – roto por voces y sonidos o roces que evocan la cotidaneidad recién perdida – amedrenta. Aguardando; al acecho, Atrapado en el no saber, a la espera de lo inevitable (¿qué es, qué será lo inevitable?). Haciendo votos de heroísmo de fanfarria, acosado por la angustia del no saber, del de qué se trata contiguo, inmediato.

Está en sus manos. ¿Verdad absoluta o relativa? En una celda de dos por dos abarcada por tinieblas sobre un jergón tirado en el piso de cemento. Ellos... Los que van a disponer de su presente; el ahora – que ya se va –, y lo que ignora e imagina. Lo que vendrá luego. Y a la espera de ese luego, la mente sigue lúcida a pesar de la mugrienta venda que lo ha sumido en una oscuridad de amenazas sin caras ni formas. Aguarda. Resignado – pero no vencido –, se repite entre las sombras, densas, del dos por dos. Piensa en las próximas horas; las percibe cercanas y recurre a subterfugios de la mente. Pretextos que lo consuelan o lo abruman. Sabe que está en sus manos; que no tiene posibilidad de decisión; que su voluntad está cercada, aunque que crea disponer de ella para decidir – o elegir – las respuestas. Sólo le queda – si le queda – la conciencia de no entregarse. De todos modos se percibe perdido; está en sus manos; una manos que van a destrozarlo y buscarán quebrarle el temple que aún conserva, aferrado en esas primeras horas. Incertidumbre...

Después de darle “entrada”, quitarle lo que llevaba encima y arrojarlo a la soledad para el ablande, le dan tiempo – ellos no lo saben: suponen lo contrario – para elegir las coartadas o abismarse en la profundidad del terror. Juegan con ventaja; tienen la fuerza, dominan la situación, lo tienen aislado para acrecentar la angustia, los miedos. O evitar la relación con el otro mundo, el que existe fuera de la celda oscura y hedionda.

Piensa en los hijos. En el más pequeño de quince días; y en ella, en la amiga de ojos verdes – ausente en el interín –. Su fantasía es un ruego. El ruego un sueño. Tal vez pudo escabullirse... Y entonces, ¿cómo evitará el largo brazo de la persecución…? Se le ocurren ideas que desecha; piensa en la rutina que ya no va a recobrar. En el “Holandés”, el viejo director de la revista, en las notas que quedaron sobre el escritorio. En la vida del otro lado que prosigue imperturbable y de la que lo han excluido. Es una certeza: lo que hay del otro lado no le pertenece. El mundo que no transitará por bastante tiempo. O nunca más...
Continúa la espera, la pausa agobiante que usan para quebrarlo; para que no atine a saber o intuir. Todo el reciente pasado, las próximas horas que deberá enfrentar con algún pretexto creíble, al que tendrá que ajustarse a pesar del aprete, la picana y los golpes. Cierra los ojos; contempla señales en el cemento, las recorre una y otra vez mientras la mente se acelera... cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí.

Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Entre datos que bailotean y evocaciones que asume, borra de la mente nombres y lugares del cercano pasado. Han muerto, los han demolido, no existieron, se han incorporado a una ciénaga y se han hundido en ella.
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Sabe fehacientemente que a partir del primer desliz, de la primera contradicción, estás perdido. Ya no van a darle tregua, escarbarán en su conciencia, lo molerán a golpes e irán por nuevos datos, nombres, lugares.
Allí aparecen las letras negras, resaltantes... Un manual de explosivos. Eso es, un manual de explosivos guardado con estúpida negligencia.

Cruje la traba herrumbrosa. Es como una profecía que lo estruja... Le indican que salga. Presiente que se encamina hacia el averno. Querrá asumirse digno de las tres décadas que dejó atras. Bravatas que exhibe en ese soliloquio ininteligible: no soy un héroe, pero no debo perder lo único que me queda entre estas paredes, se repite.
No. Aún no había llegado la hora. Un Armenio sumariante – el bueno de la historia – le toma declaración. Todo formal, demasiado formal. No le cree – lo advierte en sus cara, en sus ojos – pero no lo fuerza. Y lo previene: Sí, esta noche te van a interrogar los “otros”, le murmura con cara de pena, un recurso para acrecentar la angustia y el temor. Técnica arcaica...

Luego, devuelto al agujero oscuro, recupera terreno. No se engaña, comprende que lo van a picanear, pero cree tener en la mochila tres datos preciosos. Sqbe lo que hallaron en la casa –lapsus del Armenio, o indicador, esquina del naipe que te muestra el contrincante –, elementos que le impedirán remontar hacia una supuesta inocencia. Pero no hay lazos, no hay vinculaciones recientes, concretas. El delator informó, pero no les alcanza.
De una sí se hará cargo: los tiempos juegan a su favor. La otra es un nombre supuesto... Un minúsculo rollito de papel. Este es el eslabón, el mojón que ha dejado en la retirada, la prueba de la desmemoria. Sobre esto se van a ensañar. Le cuesta concentrarse en las coartadas (cómo llegó a tus manos este manual, de quién es este apodo, quién es, dónde es). No es tiempo de humor ni de sonrisas. La mente no descansa: una respuesta, otra justificación, todo es el pasado. Sólo el 25 y la aministía* – repite como obseso – pueden aliviarte el bulto legal, la infracción a la ley.

De pronto escucha su voz. Esta allí. Sola y en tinieblas. Incomunicada. Piensa en ella. En su fortaleza. Y que él la debe excluir, ponerla al margen. Él el canalla, él el extremista. Ella inocente Piensa en los hijos, y los recorta del recuerdo. Son el factor emocional, el talón de Aquiles; no debe acordarse de ellos. Acorazarse, cercar con acero los sentimientos. No tengo hijos; no me importan. Lastre que arroja por la borda... Ahora debe sobrevivir... Resistir, dicho con exacta propiedad.

Ellos saben como se trabaja en las orgas. Lo han aprendido y estudiado con esmero en escuelas de la tortura y el crimen, con picana, con palizas y métodos refinados de sadismo. Decidió aprovechar, precisamente, lo que puede resultarles coherente. No hay salvación: el picaneo en las encías y los testículos, tirado sobre la mesa húmeda, atadas las muñecas y tobillos, y oyendo una voz que pretende ser graciosa y te acosa con preguntas a repetición. Sabía que no hallaron material de la época. Debe seguir con el juego (jirones de arrogancia fatua): volver a lo mismo, no salirse del libreto. No salirse o está acabado. La ronda va y viene. Duele; enloquece. Pero volver a lo mismo, siempre, mientras pueda aguantar. Nunca dar un nombre... Ni siquiera inventado, repite mientras la corriente de los electrodos lo sacude..

Siente el estetoscopio apoyado en el pecho; intuye las miradas de unos y otros hacia el tipo que lo ausculta: Aguanta... pueden continuar – escucha el susurro del bastardo –.No tiene información para darles...: Se van convenciendo de que no tengo lo que buscan – se le ocurre –, lo que necesitan. No soy un perejil, pero ahora no estoy en la “joda”... Sigue aferrado en el papel del: sabía, era, fui... antes del 25* . El informante lo aportó a él, lo vendió por monedas, por el pasado, por carpetas anteriores. O era informante o lo apretaron con un par de bifes.

La cara del tipo gordito, con esos bigotitos finos y la barbita... El telefónico ese. Él que nos decía una y otra vez en la casona de Montes de Oca: “Ven, ahí están los del Falcón”.
No les importó la nada de la información presente. Lamentarían que esa tarde apacible del 1º. de noviembre de 1974, día de todos los santos, no pudieran abatirlo. Aunque lograron mandarlos a Devoto y Resistencia por un año.
Año y medio después – mientras él,la amiga y los hijos vivían ya el desarraigo del destierro – los triples y los milicos protagonizarían la noche negra de la dictadura militar y el terrorismo de estado.
Los dejaron sin pasado. Quedaron con vida, en este destierro de mierda. Tres décadas, seis lustros. ■



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* El 25 de mayo de 1973 el Presidente Héctor J. Cámpora firmó el decreto de amnistía para todos los involucrados en “delitos políticos” anteriores a esa fecha. Por eso el protagonista resalta en su soliloquio “hacerse cargo” sólo de hechos anteriores.

martes, junio 05, 2007

El astronauta y yo

Ester Mann


He leído cientos (tal vez miles) de cuentos de ciencia ficción. Siempre me gustó ese género. La creatividad y la fantasía ilimitadas junto con el miedo y el horror a lo desconocido me atraían. En especial recuerdo el relato de un astronauta que vaga solo, en su traje espacial, rodeado por el infinito, y sabe que morirá en unos instantes.
¿Por qué la soledad y la certeza de la muerte me resultaron tan terribles?
¿Acaso la muerte y la soledad no son el destino de todos los hombres?
Hace un tiempo me propuse registrar los cambios que percibo en mí. Sé que dentro de poco tiempo no recordaré cómo era yo antes, cuando la enfermedad aún no se había manifestado. Tal vez tampoco recuerde qué escribí en este simple cuaderno de tapa blanda y doble línea, reminiscencia del primer grado de mi hija menor. Pero, despues de mi muerte o de mi olvido, alguien lo encontrará. Mis hijos o mi marido lo leerán con atención y comprenderán que no he sufrido.
Escribo mis hijos, escribo mi marido pero no siento el apego que aún recuerdo de un año atrás. Son personas que me rodean, me cuidan, me atienden, pero no las quiero. No tengo espacio para ellos...Sólo para mi enfermedad. Yo soy mi enfermedad. Estoy ciega y sorda para todo lo que no se relacione con ella, y no me agitan los sufrimientos o los problemas de la que fue mi familia.
¿Qué diferencia hay entre el astronauta y yo? Ël sabe que morirá y yo tambien lo sé. El, como yo, desea una muerte rápida e indolora. El y yo estamos solos en nuestra muerte. Recordar que fuimos felices, que amamos, que tuvimos deseos y ambiciones no nos ayuda. Y en cierto modo ese recuerdo es difuso, es un conocimiento intelectual y no afectivo.
Aún puedo escribir, andar, nadar...Puedo ver los árboles y sentir la brisa en mi cuerpo. Pero cada día otro pequeño músculo se atasca y se paraliza. Cada día mis piernas están más rígidas y mis dedos niegan cerrarse, mis párpados se mueven solos y mi lengua se traba.
Cada mañana mi mente acepta otra limitación y se niega a pensar en lo que fui.
Estudios, trabajo, dinero....los escucho hablar sobre sus dificultades y es como si viera una vieja película en la televisión: la recuerdo, pero no me afecta.
Solos en el espacio, el astronauta y yo esperamos que se consume nuestro ciego destino.

viernes, junio 01, 2007

Agreste

La mirada sigue los contornos de siglos. No se sorprende. Las formas, nunca quietas, cambian con miles de colores que se sublevan no tanto ante las pupilas, si no ante la memoria. Con los pies parados en ella, cualquier lugar de la tierra desborda inteligencia.
Naturaleza mansa, pocas veces embravecida, si tan sólo la dejáramos ser agreste...
Sube el hombre, hiere planeta. Alambra, divide, se guarda sin repartir, acopia, especula, se detienen los dientes, los dedos se acaban. Crece el poder de su inteligencia y no es generosa.
Hierven las ciudades de calor nada humano, los edificios llegan al cielo sin identidad. Los puentes se sostienen con rabia de acero. Se escriben caras sobre el papel inmutable de todos los años y se hace dinero.
Millones de niños no comen, otros apenas... y trabajan. Millones del mundo que tienen millones.
La tierra entrega siempre. Cada tanto un grito voraz de sus entrañas. Duele silencio como una madre y otra vez entrega.
Inteligente hombre sordo, permanente hombre ciego. Un día, ni los millones, van a poder comprar el agua.
Si tan sólo la dejáramos ser agreste.

Mercedes Sáenz

Tartas perfectas y escritura peligrosa

RODRIGO FRESÁN 05/05/2007


El Método Spanbauer de escritura consiste en poner el dedo en la llaga. En hurgar en el propio dolor y extraer las emociones. Ése y otros recursos con los que implica al lector en un viaje narrativo lleno de baches, apariciones, incógnitas y esfuerzos que funden realidad e imaginación, liberándolos. Es un método que sólo le sirve a él, un autor irrepetible.
Como Paul Bowles, Richard Brautigan, William Burroughs, Donald Barthelme, James Purdy (al que tan sólo en pocas ocasiones recuerda un poco) o Kurt Vonnegut, Tom Spanbauer es una de esas contadas, felices e inspiradas anomalías dentro del paisaje de las letras norteamericanas. No puede decirse que Spanbauer encaje dentro de los parámetros de la literatura gay contemporánea más lírica o costumbrista o de aquella que se dedica a repasar con frialdad de documental caliente los estragos causados por la plaga del sida. Spanbauer (Pocatello, Idaho, 1946) es uno de esos escritores que parecen empezar y terminar en sí mismos y que no dejarán escuela no porque no se los admire sino porque se les sabe únicos y, por lo tanto, toda intención de emularlo degradaría en involuntaria parodia.
Esto no le ha impedido a Spanbauer comandar desde hace años, en Oregón, uno de los talleres literarios más prestigiosos del que han salido firmas como Chuck Palahniuk. Es allí donde Spanbauer predica -a partir de lo que aprendió de ese otro raro llamado Gordon Lish, descubridor y formador de Raymond Carver- el evangelio de lo que ha definido como dangerous writing (escritura peligrosa). El revelar, más o menos minimalísticamente, con la más confesional de las primeras personas, aquello que más te asuste o te avergüence o te arrepientas de haber hecho o pensado hacer o, simplemente, haber pensado. Hallar así lo que él ha bautizado como "el sitio que duele". Esto que para muchos sonará a maniobra ingenua o truco inofensivo consigue -según Spanbauer, sólo cuando se llega al fondo de todas las cosas- "verdaderos desprendimientos del yo". Y el ejemplo perfecto de ellos es, para Spanbauer, el relato The Harvest de Amy Hempel, también discípula de Lish, desgraciadamente muy poco conocida para el lector en castellano (Tusquets publicó tan sólo uno de sus libros, Razones para vivir, en 1989).
Es Palahniuk -en un ensayo sobre Hempel que escribió para The L. A. Weekly- quien enumera y recorre los diferentes stages del Método Spanbauer. El primero se llama Caballos y tiene que ver con la utilización de motivos recurrentes a lo largo de un viaje narrado. No renunciar a los caballos que se cabalgan, pero sí transformarlos en otra cosa sin perder el aria del galope original. Algo así. El segundo paso es Quemarte la lengua y consiste en decir algo de manera incorrecta, retorcerlo, despreciando los clichés para que el lector avance más lento y se vea obligado a leer cuidadosamente. Lo siguiente es ser consciente del Ángel que registra: escribir sin emitir juicios y dejar que sea el lector quien saque sus propias conclusiones a partir de los elementos dispares y distorsionados que le entrega el autor. El último mandamiento tiene que ver con Escribir sobre el cuerpo y que el blah-blah-blah de lo que puede llegar a decir un personaje sea reemplazado por sensaciones físicas: olores, sabores, roces y dolores. ¿Se encuentra todo esto -se hace práctica la teoría- en Lugares remotos (1988), El hombre que se enamoró de la luna, La ciudad de los cazadores tímidos y en Ahora es el momento. Seguramente sí. Pero también es cierto que obedecer al detalle las instrucciones de un escritor impar no tiene por qué producir resultados asombrosos. Lo de antes: no hay receta que garantice la maestría de Spanbauer en otros. Porque Spanbauer es, también y sobre todo, la experiencia vivida y aprendida.
"La ficción es aquella mentira que suena más verdadera que la realidad", concluye Spanbauer. Y -en su propio site- lo explica así: "Cuando alguien le preguntaba a mi madre cómo conseguía esa corteza tan dorada y perfecta a la hora de hornear sus tartas, ella, como toda respuesta y sin decir ni una palabra, se limitaba a frotar sus dedos contra el pulgar. Así enseño yo. Todo pasa por cierta sensación indescriptible. No es que yo sepa algo que el estudiante ignora. Cada estudiante de literatura es, también, un estudiante de la vida. Yo también soy un estudiante. Los buenos escritores son los que saben reconocer esto último. Mi tarea es generar un ambiente seguro. Es terrorífico sacar algo afuera y leerlo en público. Y tengo que saber oír al corazón roto, la rabia, lo bochornoso y saber actuar acorde, respetando el modo en que cada uno de los estudiantes se relacionan con ello. Y permitirles que se equivoquen. En el error hay un tesoro. Y si se toca la nota incorrecta las suficientes veces, esa disonancia puede convertirse en la voz de los ángeles. Y una vez que ese estudiante está curtido y listo, recién entonces saco mis uñas y juego a ser el abogado del diablo, el policía malo, el tonto irrelevante... Yo aspiro a la excelencia. Y sólo se accede a ella una vez que has perdido el miedo a ser quien eres".
Así -de eso tratan todos sus libros- para Spanbauer la ficción es transformarse primero para después, desde el centro del sitio que duele, asumir como propia, junto al lector, la verdad de aquel dicho: lo que no te mata te fortalece. Y además -seguro, porque entonces es el momento- te hace escribir mejor.