Foto de Cartier Bresson

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jueves, agosto 28, 2008

EL SIMPLE ARTE DE MATAR


EL SIMPLE ARTE DE MATAR

Raymond Chandler

LA LITERATURA DE FICCIÓN siempre, en todas sus formas, intentó ser realista. Novelas anticuadas, que ahora parecen pomposas y artificiales, hasta el punto de resultar ridículas, no lo parecían a las personas que las leyeron por primera vez. Escritores como Fielding y Smollett podrían parecer realistas en el sentido moderno, porque en general dibujaban personajes sin inhibiciones, muchos de los cuales no estaban muy lejos de la frontera de la ley, pero las crónicas de Jane Austen sobre personas muy inhibidas, contra un fondo de aristocracia rural, parecen bastante reales en términos psicológicos.
En la actualidad abunda ese tipo de hipocresía moral y social. Agréguesele una
dosis liberal de presuntuosidad intelectual, y se obtendrá el tono de la página
literaria de su periódico y el sincero y fatuo ambiente engendrado por los
grupos de discusión de los pequeños clubes. Ésas son las personas que
apuntaban a los best-sellers, que son trabajos de promoción basados en una
especie de explotación indirecta del esnobismo, cuidadosamente escoltados
por las focas adiestradas de la fraternidad crítica, y cuidados y regados con
amor por ciertos grupos de presión demasiado poderosos, cuyo negocio
consiste en vender libros, aunque prefieren que uno crea que están
estimulando la cultura. Atrásese un poco en sus pagos y descubrirá cuán
idealistas son.
El relato policial, por varias razones, puede ser objeto de promoción en
muy raras ocasiones. Por lo general se refiere a un asesinato, y por lo
tanto carece del elemento promocionable. El asesinato, que es una
frustración del individuo y por consiguiente una frustración de la raza,
puede poseer -y en rigor posee- una buena proporción de inferencias
sociológicas. Pero existe desde hace demasiado tiempo como para
constituir una noticia. Si la novela de misterio es realista (cosa que muy
pocas veces es), está escrita con cierto espíritu de desapego; de lo
contrario nadie, salvo un psicópata, querría escribirla o leerla. La
novela de crímenes tiene también una forma deprimente de dedicarse a
sus cosas, solucionar sus problemas y contestar sus preguntas. Nada
queda por analizar, aparte de si está lo bastante bien escrita como para
ser buena literatura de ficción, y de todos modos la gente que
contribuye a las ventas de medio millón de dólares nada sabe de esas
cosas. La búsqueda de la calidad en la literatura es ya bastante difícil
para aquellos que hacen de esa tarea una profesión, sin tener que prestar
además demasiada atención a las ventas anticipadas.
El relato de detectives (quizá será mejor que lo llame así, pues la
fórmula inglesa sigue dominando el oficio) tiene que encontrar su
público por medio de un lento proceso de destilación. Así lo hace, y se
aferra a él con gran tenacidad, y eso es un hecho; las razones por las
cuales lo hace exigen un estudio de mentalidades más pacientes que la
mía. Tampoco es parte de mi tesis la de que constituya una forma vital
e importante del arte. No existen tales formas vitales e importantes del
arte; sólo existe el arte, y en muy escasa proporción. El crecimiento de
las poblaciones no aumentó en manera alguna esa proporción; no hizo
más que acrecentar la destreza con que se producen y expenden los
sustitutos.
Y, sin embargo, el relato detectivesco, aun en su forma más
convencional, ofrece dificultades para ser bien escrito. Las buenas
muestras de arte son mucho más raras que las buenas novelas serias.
Mercancías de segunda fila sobreviven a la mayor parte de la literatura
de ficción de alta velocidad, y muchas de las que jamás habrían debido
nacer se niegan, lisa y llanamente, a morir. Son tan perdurables como
las estatuas que hay en los paseos públicos, e igualmente aburridas.
Esto resulta muy molesto para la gente que posee lo que se llama
discernimiento. No les gusta que las obras de ficción penetrantes e
importantes, de hace algunos años, ocupen sus propios anaqueles
especiales en la librería, con el rótulo de «best-sellers de años ha», y
que nadie se acerque a ellos, salvo uno que otro cliente miope que se
inclina, lanza una breve mirada y se aleja a toda prisa; en tanto que las
ancianas se empujan unas a otras ante la estantería de los misterios para
atrapar alguna muestra de la misma vendimia, con un título como El
caso del triple asesinato o El inspector Pinchbottle acude a la escena.
No les gusta que «los libros realmente importantes» acumulen polvo en
el mostrador de las reimpresiones, mientras La muerte usa ligas
amarillas se publica en ediciones de cincuenta o cien mil ejemplares, se
distribuye en los quioscos de revistas de todo el país, y es evidente que
no está en ellos sólo para decir adiós al que pasa.
A decir verdad, a mí tampoco me gusta mucho. En mis momentos
menos campanudos yo también escribo relatos de detectives, y toda esa
inmortalidad proporciona un exceso de competencia. Ni siquiera
Einstein podría ir muy lejos si todos los años se publicaran trescientos
tratados de física superior y varios millares de otros, en una u otra
forma, rondaran por ahí en excelentes condiciones, y además se los
leyera.
Hemingway dice en alguna parte que el buen escritor compite sólo con
los muertos. El buen escritor de relatos detectivescos (a fin de cuentas
tiene que haber unos pocos) compite no sólo con los muertos no
enterrados, sino también con todas las multitudes de los vivientes. Y en
términos casi de igualdad, porque una de las cualidades de ese tipo de
literatura consiste en que lo que hace que la gente la lea nunca pierde el
estilo. Es posible que la corbata del protagonista esté un poco pasada de
moda y que el bueno y canoso inspector llegue en un carricoche y no en
un sedán aerodinámico, con la sirena aullando, pero lo que hace cuando
llega es el mismo antiguo ocuparse de comprobaciones de horas y de
trozos de papel chamuscado, y de quién pisoteó la vieja y querida
planta en flor que crece bajo la ventana de la biblioteca.
Sin embargo, yo tengo un interés menos sórdido en el asunto. Me
parece que la producción de relatos de detectives en tan gran escala, y
por escritores cuya recompensa inmediata es tan pequeña, y cuya
necesidad de elogio crítico es casi nula, no sería en modo alguno
posible si el trabajo exigiera algún talento. En ese sentido, la ceja
enarcada del crítico y la sospechosa comercialización del editor son
perfectamente lógicas. El relato detectivesco común quizá no sea peor
que la novela común, pero uno nunca ve la novela común. No se la
publica. La novela detectivesca común, o apenas por encima de lo
común, sí se publica. Y no sólo es publicada, sino que es vendida en
pequeñas cantidades a bibliotecas ambulantes, y es leída. Inclusive hay
unos pocos optimistas que la compran al precio de dos dólares al
contado, porque tiene un aspecto tan fresco y nuevo, y porque hay en la
cubierta el dibujo de un cadáver.
Y lo extraño es que ese producto de una literatura de ficción
absolutamente irreal y mecánica, más que medianamente aburrida y
marchita, no es muy distinto de lo que se denomina obras maestras del
arte. Se arrastra con un poco más de lentitud, el diálogo es un tanto más
gris, el cartón del que se ha recortado a los personajes es apenas más
delgado y las trampas un poco más evidentes. Pero es el mismo tipo de
libro. En tanto que una buena novela no es en modo alguno el mismo
tipo de libro que la mala novela. Se refiere a cosas distintas desde
cualquier punto de vista. Pero el buen relato de detectives y el mal
relato de detectives se refieren exactamente a las mismas cosas, y se
refieren a ellas más o menos de la misma manera. (También existen
motivos para esto, y motivos para los motivos; siempre es así.)
Supongo que el principal dilema de la novela de detectives tradicional,
clásica, directamente deductiva o de lógica y deducción consiste en que
para acercarse en alguna medida a la perfección, exige una
combinación de cualidades que no se puede encontrar en el mismo
espíritu. El constructor frío no siempre crea al mismo tiempo
personajes vivaces, un diálogo agudo, un sentido del ritmo y un
penetrante empleo del detalle observado. El torvo lógico obtiene tanto
ambiente como el que hay en un tablero de dibujo. El investigador
científico tiene un bonito y reluciente laboratorio nuevo, pero lo siento
mucho, no puedo recordar su cara. El tipo que puede escribirle a uno
una prosa vívida y llena de colorido no se molesta en absoluto con el
trabajo de coolie de atacar las coartadas inatacables.
El maestro poseedor de raros conocimientos vive, en términos
psicológicos, en la época de las faldas de miriñaque. Si uno sabe todo
lo que debería saber sobre cerámica o sobre la labor de costura egipcia,
no sabe nada sobre la policía. Si sabe que el platino no se funde por
debajo de los 2.800 grados Fahrenheit, pero que sí lo hace bajo la
mirada de un par de ojos intensamente azules; cuando se le pone cerca
de una barra de plomo no sabe cómo hacen el amor los hombres en el
siglo XX. Y si sabe lo suficiente sobre la elegante flanerie de la Riviera
francesa de preguerra como para hacer que su relato se desarrolle en ese
escenario, entonces no sabe que un par de cápsulas de barbital lo
bastante pequeñas para ser tragadas no sólo no matan a un hombre, sino
que ni siquiera consiguen hacerle dormir si él se resiste a dormirse.
Todos los escritores de relatos de detectives cometen errores, y ninguno
sabrá nunca tanto como debería. Conan Doyle cometió errores que
invalidaron por completo algunos de sus relatos, pero fue un precursor,
y a fin de cuentas Sherlock Holmes es sobre todo una actitud y algunas
docenas de líneas de un diálogo inolvidable. Los que realmente me
tumban son las damas y caballeros de lo que Howard Haycraft (en su
libro Murder for Pleasure) llama la Edad de Oro de la ficción
detectivesca. Esa edad no es remota. Para los fines de Haycraft,
empieza después de la Primera Guerra Mundial y dura más o menos
hasta 1930. Para todos los fines prácticos, todavía existe. Dos terceras o
tres cuartas partes de todas las narraciones detectivescas publicadas
todavía siguen la fórmula que los gigantes de esa era crearon,
perfeccionaron, pulieron y vendieron al mundo como problemas de
lógica y deducción.
Éstas son palabras severas, pero no se alarmen. Son sólo palabras.
Echemos una mirada a una de las glorias de la literatura, una obra
maestra reconocida del arte de engañar al lector sin estafarlo. Se llama
El misterio de la casa roja, fue escrita por A. A. Milne, y Alexander
Wollcott (un hombre más bien rápido con los superlativos) la consideró
«uno de los tres mejores relatos de misterio de todos los tiempos».
Palabras de esas dimensiones no se pronuncian con ligereza. El libro se
publicó en 1922, pero es casi intemporal, y con suma facilidad habría
podido ser publicado en julio de 1939 o, con unos pocos y leves
cambios, la semana pasada. Tuvo trece ediciones y parece haberse
vendido, en su tamaño primitivo, durante dieciséis años. Eso sucede
con muy pocos libros, de cualquier tipo que fueren. Es un libro
agradable, ligero, divertido, al estilo de Punch, escrito con una
engañosa suavidad que no es tan fácil como parece.
Se refiere a la suplantación, por Mark Ablett, de su hermano Robert, a
modo de broma a sus amigos. Mark es el dueño de la Casa Roja, una
típica casa de campo inglesa, y tiene un secretario que le alienta y
ayuda en su suplantación, porque el secretario piensa asesinarle si logra
hacerla bien. En la Casa Roja nadie ha visto nunca a Robert, desde hace
quince años ausente en Australia y conocido de todos por su reputación
de pillastre. Se habla de una carta de Robert, pero nunca es mostrada.
Anuncia su llegada, y Mark insinúa que no será una ocasión placentera.
Y entonces, una tarde llega el supuesto Robert, se identifica ante una
pareja de sirvientes, se le hace pasar al estudio y Mark (según
declaraciones prestadas en el sumario judicial) le sigue. Después se
encuentra a Robert muerto en el suelo, con un agujero de bala en la
cara, y, por supuesto, Mark ha desaparecido. Llega la policía, sospecha
que Mark debe de ser el asesino, elimina los restos y lleva adelante la
investigación, y a su debido tiempo el sumario judicial.
Milne tiene conciencia de un obstáculo muy difícil, y trata de superarlo
como mejor puede. Como el secretario va a asesinar a Mark en cuanto
éste se haya establecido como Robert, la suplantación tiene que
continuar y burlar a la policía. Pero además, como todos en la Casa
Roja conocen íntimamente a Mark, es necesario un disfraz. Esto se
logra afeitando la barba de Mark, haciendo más rudas sus manos («no
las manos manicuradas de un caballero»: declaración) y usando una voz
gruñona y de modales toscos.
Pero eso no es suficiente. Los policías tendrán el cadáver, las ropas que
lo cubren y el contenido de los bolsillos de éstas. Por consiguiente,
nada de eso debe sugerir a Mark. Milne trabaja entonces como una
locomotora de maniobras para imponer la idea de que Mark es un actor
tan engreído que se disfraza inclusive en lo que respecta a los calcetines
y la ropa interior (de todo lo cual el secretario ha eliminado las marcas
del fabricante), como un mal actor que se ennegrece la cara para
representar a Otelo. Milne calcula que si el lector se traga eso (y las
cifras de ventas muestran que así ha sucedido), estará pisando terreno
firme. Pero por frágil que pueda ser la textura del relato, es presentado
como un problema de lógica y deducción.
Si no es eso, no es ninguna otra cosa. Nada tiene que lo convierta en
ninguna otra cosa. Si la situación es falsa, ni siquiera se la puede
aceptar como una novela ligera, pues no hay relato alguno que la
novela ligera tenga como contenido. Si el problema no contiene los
elementos de verdad y plausibilidad, no es un problema; si la lógica es
una alusión, nada hay que deducir. Si la personificación es imposible en
cuanto se informa al lector de las condiciones que debe tener, entonces
toda la novela es un fraude. No un fraude deliberado, porque Milne no
habría escrito la novela si hubiese sabido con qué tropezaría. Porque
tiene ante sí gran cantidad de cosas mortíferas, ninguna de las cuales es
objeto de su consideración. Y por lo que parece tampoco las tiene en
cuenta el lector casual, quien desea que el relato le agrade y, por lo
tanto, lo toma en su valor nominal. Pero el lector no está obligado a
conocer los hechos de la vida; el experto en el caso es el autor. Y he
aquí lo que ese autor ignora:
1. El juez de instrucción lleva a cabo un sumario judicial respecto de un
cadáver del cual no se ofrece una identificación legalmente competente.
Un juez de instrucción, por lo general en una gran ciudad, realiza a
veces un sumario con un cadáver que no se puede identificar, cuando el
registro de semejante sumario tiene o puede tener un valor (incendio,
desastre, pruebas de asesinato, etc.). Pero aquí no existen esos motivos,
y no hay nadie que pueda identificar el cadáver. Un par de testigos han
dicho que el hombre afirmó que era Robert Ablett. Eso es pura
presunción, y sólo tiene peso si no existe nada que lo contradiga. La
identificación es prerrequisito de un sumario judicial. Aun en la muerte,
un hombre tiene derecho a su propia identidad. El juez de instrucción
tiene que imponer ese derecho, donde tal cosa sea humanamente
posible. Hacer caso omiso de ello constituiría una violación de las
obligaciones de su cargo.
2. Como Mark Ablett, desaparecido y sospechoso de asesinato, no
puede defenderse, son vitales todas las pruebas de sus movimientos
antes y después del asesinato (como también si posee dinero con el cual
huir). Y, sin embargo, todas las pruebas en ese sentido son ofrecidas
por el hombre que está más próximo al asesinato, y carecen de
corroboración. Resultan automáticamente sospechosas, hasta que se
demuestre que son verdaderas.
3. La policía descubre, por investigación directa, que Robert Ablett no
gozaba de buena reputación en su aldea natal. Alguien en ella debe de
haberle conocido. Ninguna de esas personas comparece durante el
sumario judicial. (El relato no lo toleraría.)
4. La policía sabe que hay un elemento de amenaza en la supuesta visita
de Robert, y tiene que resultarle evidente que está vinculado con el
asesinato. y, sin embargo, no intenta seguir los pasos de Robert en
Australia, o descubrir qué reputación tenía allá, o qué vinculaciones, o
inclusive si es cierto que ha ido a Inglaterra, y con quién. (Si lo hubiera
hecho, habría descubierto que estaba muerto desde hacía tres años.)
5. El médico forense examina el cadáver, que tiene una barba recién
afeitada (deja al descubierto una piel no atezada), manos artificialmente
maltratadas, pero que es el cuerpo de un hombre adinerado, de vida
ociosa, residente desde hace tiempo en un clima fresco. Robert era un
individuo rudo y había vivido durante quince años en Australia. Ésa es
la información del médico. Es imposible que no haya advertido nada
que la contradijese.
6. Las ropas son anónimas, no contienen nada, y marcas del fabricante
han sido quitadas. Pero el hombre que las usaba declaró una identidad.
La presunción de que no era quien decía ser resulta abrumadora. Nada
se hace en relación con esta circunstancia. Jamás se menciona que se
trata de una circunstancia peculiar.
7. Ha desaparecido un hombre -y un hombre de la localidad, muy
conocido- y hay en el depósito un cadáver que se le parece mucho. Es
imposible que la policía elimine en el acto la posibilidad de que el
desaparecido sea el muerto. Nada sería más fácil que probarlo. Pero ni
siquiera pensar en ello resulta increíble. Convierte a los policías en
idiotas, para que un descarado aficionado asombre al mundo con una
falsa solución.
El detective del caso es un negligente aficionado llamado Anthony
Gillingham, un buen muchacho de mirada alegre, cómodo apartamento
londinense y modales vivaces. No gana ningún dinero con su tarea,
pero está siempre cerca cuando los gendarmes locales pierden su libreta
de anotaciones. La policía inglesa parece soportarle con su
acostumbrado estoicismo, pero tiemblo cuando pienso en lo que le
harían los muchachos de la oficina de homicidios de mi ciudad.
Hay ejemplos menos plausibles que éste. En El último caso de Trent (a
menudo llamado «el perfecto relato detectivesco») hay que aceptar la
premisa de que un gigante de las finanzas internacionales, cuyo más
ligero fruncimiento de cejas hace que Wall Street se estremezca como
un chihuahua, tramará su propia muerte para lograr el ajusticiamiento
de su secretario, y que éste, cuando es arrestado, mantenga un
aristocrático silencio; es posible que ello se deba a que es un viejo
licenciado de Eton. He conocido relativamente pocos financieros
internacionales, pero se me ocurre que el autor de la novela ha
conocido (si ello es posible) a muchos menos.
Hay una novela de Freeman Wills Crofts (el más sólido constructor de
todos, cuando no se pone muy fantasioso) en la que un asesino, con la
ayuda de maquillaje, sincronización de fracciones de segundo y una
muy bonita huida, personifica al hombre que acaba de asesinar, con lo
cual logra tenerlo vivo y lejos del lugar del asesinato. Hay una de
Dorothy Sayers en la cual un hombre es asesinado de noche, en su casa,
por medio de un peso que se suelta mecánicamente, y que funciona
porque él siempre enciende la radio en tal y cual momento, siempre se
mantiene en tal y cual posición delante del aparato, y siempre se inclina
hasta tal y cual punto. Un par de centímetros de más hacia un lado o
hacia el otro, y los clientes tendrían que esperar a otra oportunidad.
Esto es lo que vulgarmente se conoce como hacer que Dios se le siente
a uno en el regazo. un asesino que necesita tanta ayuda de la
Providencia debe de haberse dedicado al oficio equivocado.
Y hay un argumento de Agatha Christie que presenta en primer plano a
M. Hercules Poirot, el ingenioso belga que habla en una traducción
literal de francés escolar, según el cual, mediante el adecuado empleo
de sus «pequeñas células grises», M. Poirot decide que ninguno de los
ocupantes de determinado coche-cama había podido realizar el
asesinato por sí solo, y que por lo tanto todos lo cometieron juntos, y
entonces divide el proceso en una serie de operaciones simples, como si
montara una batidora de huevos. Pertenece al tipo garantizado para
convertir la mente más aguda en pulpa. Sólo un idiota podría
adivinarlo.
Hay argumentos mucho mejores de estos mismos escritores y de otros
de su escuela. Puede que en alguna parte exista alguno que realmente
soporte un examen atento. Sería divertido leerlo, aunque hubiese que
volver a la página 47 para refrescar la memoria en cuanto al momento
exacto en que el segundo jardinero trasplantó a una maceta la begonia
rosa de té que ganó el primer premio. Nada hay nuevo en esos relatos, y
nada viejo. Los que menciono son todos ingleses, sólo porque las
autoridades (las que existen) parecen entender que los escritores
ingleses llevaban cierta ventaja en esta monótona rutina, y que los
norteamericanos (inclusive el creador de Philo Vance, quizás el
personaje más asnal de la literatura de ficción detectivesca) sólo
llegaron a los cursos preparatorios de la universidad.
Esta novela clásica de detectives no aprendió nada ni olvidó nada. Es la
narración que uno encuentra casi todas las semanas en las grandes
revistas satinadas, con bonitas ilustraciones, y que prestan su debido
homenaje al amor virginal y al tipo correcto de artículos suntuarios.
Quizás el ritmo se haya hecho un tanto más rápido y el diálogo un poco
más voluble. Se piden más daiquiris helados y menos vasos de oporto
añejo y anticuado; hay más ropas de Vogue y decorados de House
Beautiful, más elegancia, pero no más veracidad. Nos pasamos más
tiempo en hoteles de Miami y en colonias veraniegas de Cape Cod, y
no vamos con tanta frecuencia a contemplar el viejo y grisáceo reloj de
sol del jardín isabelino.
Pero en lo fundamental se trata del mismo cuidadoso agrupamiento de
sospechosos, la misma treta absolutamente incomprensible de cómo
alguien apuñaló a la señora Pottington Postlethwaite III con el sólido
puñal de platino, en el preciso instante en que ella tocaba el bemol en
lugar del sostenido en la nota más alta de la Canción de la campana, de
Lakmé, en presencia de quince invitados mal elegidos; la misma
ingenua de pijama con adornos de piel, que grita por la noche para
hacer que la gente entre en las habitaciones y salga de ellas corriendo,
para confundir todas las tablas de horarios; el mismo silencio lúgubre al
día siguiente, cuando están sentados sorbiendo cócteles Singapur y
mirándose con expresión despectiva, en tanto que los investigadores se
arrastran de un lado a otro, bajo las alfombras persas, con el sombrero
hongo hundido en la cabeza.
Por lo que a mí respecta, me gusta más el estilo inglés. No es tan frágil,
y por lo general la gente usa ropa y bebe bebidas. Hay más sentido del
escenario, como si Cheesecake Manor existiera de veras y por
completo, y no sólo la parte que ve la cámara; hay más largas caminatas
por los páramos, y los personajes no tratan de comportarse todos como
si acabaran de ser sometidos a prueba por la MGM. Es posible que los
ingleses no sean siempre los mejores escritores del mundo, pero son,
sin comparación alguna, los mejores escritores aburridos del mundo.
Es preciso hacer una afirmación muy sencilla .en lo que respecta a
todos estos relatos: en el plano intelectual no aparecen como
problemas, y en el plano artístico no aparecen como ficción. Están
demasiado elaborados, y tienen demasiado poca conciencia de lo que
sucede en el mundo. Tratan de ser honrados, pero la honradez es un
arte. El mal escritor es deshonesto sin saberlo, y el escritor más o
menos bueno puede ser deshonesto porque no sabe en relación con qué
ser honesto. Piensa que un plan complicado para un asesinato, que ha
desconcertado al lector perezoso porque no se molesta en hacer una
lista de los detalles, desconcertará también a la policía, que tiene la
obligación de ocuparse de los detalles.
Los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio saben que el
caso de asesinato que más fácil resulta solucionar es aquel con el cual
alguien ha tratado de pasarse de listo; el que realmente les preocupa es
el asesinato que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a
cabo. Pero si los escritores de este tipo de ficción escribieran sobre los
asesinatos que ocurren en la realidad, también estarían obligados a
escribir sobre el auténtico sabor de la vida, tal como es vivida. Y como
no pueden hacerlo, fingen que lo que hacen es lo que se debe hacer. Y
ésa es una petición de principio... y los mejores de ellos lo saben.
En su introducción al primer Omnibus of Crime, Dorothy Sayers
escribía: «[El relato detectivesco] no llega, y por hipótesis nunca puede
llegar, al plano más alto de logro literario.» Y en otra parte sugería que
ello se debe a que se trata de una «literatura de evasión» y no de una
«literatura de expresión». No sé cuál es el plano más alto de logro
literario; tampoco lo sabían Esquilo ni Shakespeare; tampoco lo sabe
Dorothy Sayers. Cuando los demás elementos son iguales -cosa que
nunca sucede-, un tema más poderoso provoca una ejecución más
poderosa. Pero se han escrito algunos libros muy aburridos acerca de
Dios, y algunos muy buenos sobre la manera de ganarse la vida y seguir
siendo honrado. Siempre es cuestión de quién es el que escribe y de qué
tiene adentro para escribir.
En cuanto a literatura de expresión y literatura de evasión, pertenece a
la jerga de los críticos, es una utilización de palabras abstractas como si
tuviesen significados absolutos. Todo lo que se escribe con vitalidad
expresa esa vitalidad; no hay temas vulgares; sólo hay mentalidades
vulgares. Todos los que leen escapan de algo hacia lo que hay detrás de
la página impresa; puede discutirse la calidad del sueño, pero la
liberación que ofrece se ha convertido en una necesidad funcional.
Todos los hombres tienen que escapar en ocasiones del mortífero ritmo
de sus pensamientos íntimos. Ello forma parte del proceso de la vida
entre los seres. pensantes. Es una de las cosas que los distingue del
perezoso de tres dedos; en apariencia -uno nunca puede estar seguroéste
se conforma con colgar cabeza abajo de la rama, y ni siquiera le
interesa leer a Walter Lippman. No tengo una predilección especial por
la novela detectivesca como evasión ideal. Simplemente digo que todo
lo que se lee por placer es una evasión, se trate de un texto en griego, de
un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de Benedetto
Croce o de El diario del hombre olvidado. Decir lo contrario es ser un
esnob intelectual y un principiante en el arte de vivir.
No creo que tales consideraciones movieran a Dorothy Sayers en su
ensayo de frivolidad crítica.
Creo que lo que en realidad le torturaba los pensamientos era la lenta
adquisición de la conciencia de que su tipo de relato detectivesco era
una fórmula árida que ya no podía satisfacer siquiera sus propias
inferencias. Era una literatura de segundo grado porque no se refería a
las cosas que podían constituir una literatura de primer grado. Si
empezaba por referirse a personas reales (y ella sabía escribir sobre
esas personas; sus personajes menores lo demuestran), éstas tendrían
que hacer muy pronto cosas irreales a fin de elaborar el esquema
artificial exigido por el argumento. Cuando hacían cosas irreales,
dejaban de ser personas reales. Se convertían en muñecos, en
enamorados de cartón y en villanos de cartón piedra, y en detectives de
exquisita e imposible gracia.
El único tipo de escritor que podría sentirse dichoso con estas
propiedades es el que no sabe qué es la realidad. Los relatos de Dorothy
Sayers muestran que le molestaba esa trivialidad; el elemento más débil
en ellas es la parte que los convierte en narraciones detectivescas, y el
más fuerte la parte que se podría eliminar sin tocar el « problema de
lógica deducción». y, sin embargo, no pudo o no quiso dar a sus
personajes libertad para que construyeran su propio misterio. Para
lograrlo hacía falta una mente más sencilla y directa que la de ella.
En The Long Week-end, que es una exposición drásticamente
competente de la vida y los modales ingleses en la década posterior a la
Primera Guerra Mundial, Robert Graves y Alan Hodge prestaron cierta
atención al relato detectivesco. Eran tan tradicionalmente ingleses
como los adornos de la Edad de Oro, y escribían acerca de la época en
que esos escritores eran tan conocidos como cualquier escritor del
mundo. De una u otra forma, sus libros se vendían por millones, y en
una docena de idiomas. Ésas fueron las personas que fijaron la forma,
establecieron las reglas y fundaron el famoso Detection Club, que es un
Parnaso de los escritores ingleses de novelas de misterio. Entre sus
miembros se cuentan prácticamente todos los escritores importantes de
novelas de detectives, a partir de Conan Doyle.
Pero Graves y Hodge decidieron que durante todo ese período un solo
escritor de primera línea había escrito novelas de detectives. Un
norteamericano, Dashiell Hammett. Tradicionales o no, Graves y
Hodge no eran almidonados conocedores de lo de segunda fila; veían lo
que estaba pasando en el mundo, cosa que no era percibida por el relato
detectivesco de su tiempo; y tenían conciencia de que los escritores que
poseen la capacidad y la visión necesarias para producir una verdadera
literatura de ficción no producen una literatura de ficción irreal.
No es fácil decidir ahora, aunque tenga importancia, cuán original fue
en verdad Hammett como escritor. Fue uno en un grupo, el único que
logró el reconocimiento de la crítica, pero no el único que escribió o
trató de escribir verdaderas novelas de misterio realistas. Todos los
movimientos literarios son así: se elige a un individuo como
representante de todo el movimiento; por lo general es la culminación
de éste. Hammett fue el as del grupo, pero no hay en su obra nada que
no esté implícito en las primeras novelas y cuentos cortos de
Hemingway.
Y, sin embargo, por lo que sé, es posible que Hemingway haya
aprendido algo de Hammett, y también de escritores como Dreiser,
Ring Lardner, Carl Sandburg, Sherwood Anderson y él mismo. Hacía
tiempo que se llevaba a cabo un desenmascaramiento más o menos
revolucionario, tanto en el lenguaje como en el material de la literatura
de ficción. Es probable que comenzara en la poesía; casi todo comienza
en ella. Si se desea, se puede remontar hasta Walt Whitman. Pero
Hammett aplicó ese desenmascaramiento al relato detectivesco, y éste,
debido a su gruesa costra de elegancia inglesa y de pseudo elegancia
norteamericana, fue muy difícil de poner en movimiento.
Dudo que Hammett tuviese algún objetivo artístico deliberado; trataba
de ganarse la vida escribiendo algo acerca de lo cual contaba con
información de primera mano. Una parte la inventó; todos los escritores
lo hacen; pero tenía una base en la realidad; estaba compuesta de cosas
reales. La única realidad que los escritores ingleses de novelas de
detectives conocían era el acento que usaban en su conversación los
habitantes de Surbiton y de Bognor Regis. Aunque escribían sobre
duques y jarrones venecianos, los conocían tan poco, por propia
experiencia, como lo que conoce el personaje adinerado de Hollywood
sobre los modernistas franceses que cuelgan de las paredes de su
castillo de Bel-Air o sobre el semiantiguo Chippendale, antes banco de
remendón, que usa como mesita para el café. Hammet extrajo el crimen
del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón; no tiene por qué
permanecer allí para siempre, pero fue una buena idea empezar por
alejarlo todo lo posible de la idea de una Emily Post acerca de como roe
un ala de pollo la debutante bien educada.
Hammett escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con
una actitud aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado
peor de las cosas; vivían en ese lado. La violencia no les acongojaba.
Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por
algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con
los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a
mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel
tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que
habitualmente usaban para tales fines.
Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un
lenguaje que no se suponía capaz de tales refinamientos. Pensaron que
estaban recibiendo un buen melodrama carnal, escrito en el tipo de
jerga que creían hablar ellos mismos. Y en cierto sentido así era, pero al
mismo tiempo era mucho más. Todo el lenguaje comienza con el
lenguaje hablado, y en especial con el que hablan los hombres
comunes, pero cuando se desarrolla hasta el punto de convertirse en un
medio literario, sólo tiene la apariencia de lenguaje hablado. En sus
peores aspectos, el estilo de Hammett era tan formalizado como una
página de Mario el epicúreo; en el mejor de sus momentos podía decir
casi cualquier cosa. Yo creo que ese estilo, que no pertenece a Hammett
ni a nadie, sino que es el lenguaje norteamericano (y ya ni siquiera
exclusivamente eso), puede decir cosas que él no sabía cómo decir ni
sentía la necesidad de decir. En sus manos no tenía matices, no dejaba
un eco, no evocaba una imagen más allá de una colina distante.
Se dice que a Hammett le faltaba corazón, y sin embargo el relato que a
él más le gustaba era la descripción del afecto de un hombre por un
amigo. Era espartano, frugal, empedernido, pero una y otra vez hizo lo
que sólo los mejores escritores pueden llegar a hacer. Escribió escenas
que en apariencia nunca se habían escrito hasta entonces.
Y a pesar de todo no destrozó el relato detectivesco formal. Nadie
puede hacerlo la producción exige una forma que se pueda producir. El
realismo exige demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada
conciencia. Es posible que Hammett lo haya aflojado un poco aquí y
aguzado un tanto allá. Por cierto que todos, salvo los más estúpidos y
prostituidos de los escritores, tienen más conciencia que antes de su
artificialidad. Y él demostró que el relato de detectives puede ser una
forma de literatura importante. Puede que El halcón maltés sea o no
una obra genial, pero un autor que es capaz de esa novela no es, en
principio, incapaz de nada. En cuanto a que un relato detectivesco
puede ser tan bueno como ése, sólo los pedantes negarán que podría ser
mejor aún.
Hammett hizo algo más: hizo que resultase divertido escribir novelas de
detectives, y no un agotador encadenamiento de claves insignificantes.
Es posible que sin él no llegara a existir un misterio regional tan
inteligente como Inquest, de Percival Wilde, o un estudio irónico tan
diestro como el Veredicto de doce, de Raymond Postgate, o una salvaje
muestra de virtuosismo intelectual como The Dagger of the Mind, de
Kenneth Fearing, o una idealización tragicómica del asesino como en
Mr. Bowling Buys a Newspaper, de Donald Henderson, o inclusive una
alegre y enmarañada cabriola hollywoodense como Lazarus Nº. 7, de
Richard Sale.
Es fácil abusar del estilo realista: por prisa, por falta de conciencia, por
incapacidad para franquear el abismo que se abre entre lo que a un
escritor le gustaría poder decir y lo que en verdad sabe decir. Es fácil
falsificarlo; la brutalidad no es fuerza, la ligereza no es ingenio, y esa
manera de escribir nerviosa, al-borde-de-la-silla, puede resultar tan
aburrida como la manera vulgar; los enredos con las rubias promiscuas
pueden ser muy fatigosos cuando los describe un joven gotoso que no
tiene en la cabeza otro objetivo que describir un enredo con rubias
promiscuas. Y se ha hecho tanto de esto, que cuando un personaje de
una narración de detectives dice Yeah, el autor es automáticamente un
imitador de Hammett.
Y hay todavía por ahí algunas personas que dicen que Hammett no
escribía relatos detectivescos, sino simples crónicas empedernidas de
calles del hampa, con un superficial elemento de misterio dejado caer
como una aceituna en un martini. Son las ancianas aturdidas -de ambos
sexos (o de ninguno) y de casi todas las edades- que prefieren sus
misterios perfumados con capullos de magnolia y no les agrada que se
les recuerde que el asesinato es un acto de infinita crueldad, aunque los
que lo cometen tengan a veces el aspecto de jóvenes de la buena
sociedad, profesores universitarios o encantadoras mujeres maternales,
de cabello suavemente encanecido.
Hay también algunos asustadísimos defensores del misterio formal o
clásico, quienes entienden que ningún relato es un relato de detectives
si no postula un problema formal y exacto, y si no dispone a su
alrededor todas las claves, con claros rótulos. Esas personas señalan,
por ejemplo, que al leer El halcón maltés a nadie le preocupa quién
mató al socio de Spade, Archer (que es el único problema formal de la
narración), porque al lector se le hace pensar constantemente en otra
cosa. Pero en La llave de cristal se le recuerda al lector a cada rato que
el interrogante es quién mató a Taylor Henry, y se obtiene exactamente
el mismo efecto; un efecto de movimiento, de intriga, de objetivos
entrecruzados, y el gradual esclarecimiento de lo que son los
personajes, que de cualquier manera es todo lo que la novela
detectivesca tiene derecho a ser. Lo demás es hojarasca.
Pero todo esto (y además Hammett) no es suficiente para mí. El realista
de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros
pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los
hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de
hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un astro
cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese
hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el
jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un
juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a
la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en
que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como
instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar
tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre
las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo
en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién
lo comete, pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la
gente, en lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden
tener amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las
declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la defensa
podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a
un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo
más que un ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y
ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden
dibujar en él tramas interesantes y hasta divertidas. No es gracioso que
le asesinen por tan poca cosa, y que su muerte sea la moneda de lo que
llamamos civilización. Y todo esto sigue sin ser suficiente.
En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea
tragedia pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea
piedad e ironía, y puede ser la ronca carcajada de un hombre fuerte.
Pero por estas calles bajas tiene que caminar el hombre que no es bajo
él mismo, que no está comprometido ni asustado. El detective de esa
clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el protagonista, lo es
todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo
tiempo un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más
bien trajinada, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin
pensarlo, y por cierto que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre de este
mundo, y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. Su vida
privada no me importa mucho; creo que podría seducir a una duquesa,
y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen. Si es un hombre de
honor en una cosa, lo es en todas las cosas.
Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería
detective. Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre
gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no
conocería su trabajo. No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni
la insolencia de nadie sin la correspondiente y desapasionada venganza.
Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno le trate como a
un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido. Habla
como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un
vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos
y con desprecio por la mezquindad.
El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y
no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las
aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno,
pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo
en que vive. Si hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo
sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado
aburrido como para que no valiera la pena habitar en él.

1 comentario:

mercedes saenz dijo...

Escrito simple, claro, pausado, inteligente, explicativo y plantea debates sociólogicos, filosóficos y psicólogicos, principalmente para el lector que en esquina directa se confronta al escritor. Gracias por este regalo. Todo el material de la revista es excelente. Cada vez mejor. Cómo dice Marita Ragozza, cada vez la línea del horizonte se hace más lejos, cuándo alguien cree que se está acercando. Felicitaciones. Un abrazo largo y fuerte. Mercedes Sáenz