Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, abril 25, 2007

Todo ha muerto, ya lo sé

por Andrés Aldao

Un relato del libro Cuentos Desde Lejos (editorial del Exilio)

Joaquín Solanas inició su precoz carrera de dibujante cuando cursábamos el tercer grado de la primaria. Hoy, cuando yo ya atravesé el Rubicón de la adultez, no tengo dudas de que Amelia Soto, nuestra maestrita en aquellos felices días de la infancia, fue uno de los impulsos, o la razón decisiva, que convirtió a mi compañero de correrías y travesuras en un eximio bocetista, en un vate del dibujo.
La rubia Amelia, con esa carita ingenua y sus blancas extremidades inferiores expuestas con creativa indolencia, despertó la capacidad artística del gordo Joaquín: dibujos con las piernas cruzadas; otros, con las rodillas y los tobillos juntos, inclinados hacia uno u otro de los lados. Los había con las piernas de la Soto extendidas, o con una de ellas girando alrededor de un imaginario eje.
Todo iba sobre rieles: Amelia exhibía y el artista bocetaba. Hasta que una mañana cualquiera el gordo olvidó sobre el pupitre su última obra de arte, rubricada al pie con una ardiente dedicatoria.
Antes de salir al recreo, a la rubia Amelita (¡oh, destino cruel!) se le ocurrió recorrer los pupitres: un ángulo del dibujo del gordo, que asomaba debajo del cuaderno, despertó su curiosidad.
El resto es obvio. Cuando volvimos del recreo la Soto le pidió a Joaquín que se acercara. Y allí, en el podio sagrado, delante de toda la purretada, le estampó una soberbia y sonorísima cachetada.Un sismógrafo hubiera determinado que el bife de nuestra maestrita alcanzó los 7,5º de la escala Richter.
Las huellas rosadas de cuatro (de los cinco) dedos de la maestra quedaron de muestra en su mofletudo rostro. Estoy seguro de que en ese embarazoso instante el gordo decidió hacer un elegante mutis. Desde ese infausto día cesó de dibujar a la Amelia Soto. O, dicho con propiedad, a las piernas tersas y blancas que, sin duda, le quitaban el sueño.
En lugar de bocetarlas mientras la modelo “posaba”, el gordo dibujaba de memoria, agregando detalles fruto de su imaginación proficua. Joaquín había iniciado la etapa creativa de su carrera. Al día siguiente, todavía agraviado, el gordo me propuso, de sopetón, tomarnos un día de “franco”: “Flaco. -me dijo- ¿Porqué no nos hacemos la rabona?”.
La proposición, elocuente y atractiva, me sedujo. Y nos hicimos la rabona. El sol nos acompañó en la aventura, yéndose a pasear por otras galaxias. Las nubes, sonrientes, tenían todo el cielo para ellas.
El gordito y yo estábamos unidos en las travesuras, los juegos y las confidencias. Expresábamos con verguenza el cariño que nos ligaba. Éramos buenos compinches, uno flaco, yo, y el otro regordete y bien alimentado, Joaquín Solanas.
Vivíamos en Caballito, en la calle Figueroa. La casona de los Solana era de estilo antiguo, con entrada para auto y bellos vitrales, vajilla de plata y porcelanas, sirvienta con cama y la mar en carroza.
Nosotros teníamos nuestra casa pegados a la casona, en un departamento al que se llegaba atravesando un largo pasillo. En realidad, era un conventillo, medio hotel de inmigrantes, para laburantes que vivían del fiado. Y a veces de la caza y la pesca.
Fuera del gordo, todos los esquenunes éramos reos diplomados en la escuela de la calle, aunque algunos pisamos el palito de la lectura (Carlos de la Púa, Edgar Wallace, Verne, Salgari, Sexton Blake, y lo que venga). El gordo y yo leíamos todo lo que caía en nuestras manos: historietas, libros, revistas. Ibamos descubriendo con infantil asombro lugares remotos, o nos extasiábamos con secuencias de un mundo más simple, sin ordenadoras, con personajes buenos y malos, en el que siempre triunfaban Dock Savage, Dick Tracy, el Agente X9.
El tiempo nos pasaba entre juegos, lecturas y fechorías tales como tocar timbres y salir disparando, o patearle el cajón de fruta a algún vendedor ambulante.
Fueron tiempos de ingenuidad; Caballito era un inmenso bosque encantado, con brujas y hadas; una aldea mágica con trapecistas y payasos, calles adoquinadas y tranvías que nos desafiaban a bajarle el “trole”, muertes y delirios que no entendíamos. Compinches inocentes, a veces tiernos, otras torpemente crueles, huíamos de la tiranía de los viejos y la incomprensión de la gente mayor, atados a reglas y costumbres rígidas. Queríamos saber, aprender los misterios de la vida. O, como suspiraríamos tiempo después, “tomar el cielo por asalto”. Pobres gilunes, nosotros, enfrascados en sueños que iban a terminar como crueles pesadillas.

Pero estábamos en el día de nuestra rabona: pues no fuimos a la escuela. Recorrimos las callecitas del barrio contándonos estupideces. Las morisquetas de Joaquín y mis imitaciones nos desternillaban de risa. Por último, transpirados, despeinados, los zapatos cubiertos de polvo y extenuados, decidimos terminar la aventura. También febo acabó con su rabona, reapareciendo jocoso en el firmamento.
Cuando regresábamos, el gordo y yo entonamos a capela y a grito pelado: “Febo asoma/ ya sus rayos/ iluminan el histórico convento”. Esa mañana habíamos perdido la clase de música.Y como quien no quiere la cosa, el gordo me dijo entre dientes: “¿Sabés una cosa, flaco? Yo la perdono a la Soto”.Y el gilún sentimental se largó a hipar. La Amelita. Rubia, angelical e inolvidable maestrita de tercer grado.

La niñez quedó atrás. Al terminar la elemental, seguimos estudiando en la secundaria. Allí calentamos los bancos durante cinco adolescentes años. Aunque el gordo y yo ya no vivíamos en Caballito, nos veíamos a menudo. Casi todos los días nos juntábamos con los antiguos amigos en el bar Gaona, al lado del cine Pellegrini. Descubrimos el placer del primer cigarrillo; el paño verde nos hacía sentir “hombres”; saboreábamos aquellos balones espumosos acompañados con tostadas de crudo y queso.Y las estruendosas polémicas sobre la guerra, Perón, el marxismo, Codovilla, el origen de la vida y el revisionismo histórico. Joaquín, mientras tanto, se había transformado en un hábil dibujante. Su talento artístico se perfeccionaba en relación directamente proporcional a sus ensoñaciones eróticas.
En esa etapa de su vida el gordo, por fin, halló una nueva modelo: Angélica Dubois, la profesora de francés. Alta, áspera y mandona, la “Dubuá” era una mujer de clase. Nos mantenía a distancia con aquella mirada felina que, pueden creerme, nos acobardaba.
Mas Joaquín era un apostador de cuna: la dibujaba al pastel y al óleo. Los arrogantes senos de la profesora recibían una meticulosa dedicación de orfebre. Los labios de la Dubuá, decididamente eróticos y acicate para nuestras fantasías, resaltaban en sus obras como dos frambuesas afrodisíacas.
Antes de terminar los estudios nuestras vidas fueron tomando rumbos divergentes. Nos veíamos esporádicamente. La relación se desvanecía, como la infancia, esa hermosa vivencia del comienzo, del echarse a andar, del aprendizaje. Nos perdimos de vista.

De vez en cuando el gordo resucitaba en mis pensamientos. era como frotar la lámpara de Aladino y verlo a Joaquín plantado delante mío. Con la misma fugacidad desaparecía, se esfumaba como se disipan nuestros sueños nocturnos a la mañana siguiente.
Pasaron muchos años. En realidad, casi toda la vida. Ya no vivo en Buenos Aires, mi patria chica. En una de mis visitas, viajando una mañana cualquiera en colectivo, subió un tipo medio pelado, panzón y envejecido. Era uno de esos vendedores de baratijas de la fauna porteña.

«Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos días.aquí les ofrezco este útil artefacto.«
«blablablá, blablablá; y por si esto fuera poco, también blablablá. ¡por cinco pesos solamente!»

Pasó a mi lado y giró la cabeza. no dudé: era Joaquín Solanas, el gordo, mi amigo de la infancia, el Cellini del lápiz. Callé; pienso que también el gordo me reconoció y por alguna razón prefirió seguir de largo. Me dejó cavilando.
Pasaron algunos días y el recuerdo de Joaquín no me abandonaba. Fue entonces cuando interpreté el mensaje. Yo quería, necesitaba revivir el pasado, recrear mi infancia. Tal vez el gordo que pasó a mi lado fue una sombra, un desgarro onírico. Incluso, ni sé si era Joaquín Solanas. Ni tenía importancia. Capté, angustiado, que la niñez fue el punto de partida, el comienzo de la vida; que yo me negaba a partir sin hacer esa última travesía. Era como protegerme de la parca, alejarla, hacerme inexpugnable. Estuve deprimido varios días.

Antes de irme de Buenos Aires volví a recorrer los lugares en que transcurrió mi infancia. Nada era igual, todo se veía distinto, cambiado. Me sentí como un intruso que pasea por extrañas comarcas. Busqué mi casa, a mis amigos; ví el potrero de la esquina hollado por un edificio flamante, la casona del gordo despintada, los paraísos de mi Figueroa sin aquella fragancia esotérica. Yo, el extranjero, en mi propio barrio.
Mientras unas lágrimas boludas se deslizaban por mi facha, pensé: “Soy el forastero extraviado en el pasado; el que rastrea su ayer atesorado en alguna magnitud impenetrable”. Inflado como una pulga debido a mi “brillante” metáfora, y como inútil responso por los tiempos idos, emponchados en un melancólico sudario de recuerdos, pensé para mí: «Ché, viejos compinches, déjense de joder: Todo ha muerto. ya lo sé» ·

1 comentario:

Sonia Cautiva dijo...

"Nada ha muerto, ya lo sé". Nada murió para la maravilla de "la pluma" del escritor hombre que jamás se fue de Buenos Aires, de Caballito, de la calle Figueroa, de la primaria, la secundaria, ni siquiera del devenido vendedor de colectivos.
Me digo, escritor de recuerdos grabados a fuego, no, me pregunto, ¿por qué no recalar en este pedazo de tierra mal conformada por unos cuantos gallegos que se hicieron dueños de ella y apoderarse hasta el final de los cien barrios recorridos con los pies o con la imaginación?
¿Qué es lo que le impide al autor de "Todo ha muerto, ya lo sé" posesionarse de ella hasta el final?
¿Es posible no terminar la historia de una vida, vivida hasta lo más profundo lejos de ella?
AUtor, vos sabrás.
Hermoso el relato, me conmueve, me pasea por ésta, mi Buenos Aires querida y tan mía.
SONIA