Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

sábado, diciembre 08, 2007

El perseguidor de sueños



por Ernesto Ramírez

«Querido hijo, el patio y el pozo están algo raros, las flores no cantan, los pájaros no perfuman; el portón cada día más hosco. ¿Sería a nuestro pozo que se refirió don Lugones? Besos, tu mamá»

Mientras el tren se iba deteniendo recordó esa carta, la segunda de la serie de cartas breves y extrañas del último año y medio. Bajó y se volteó para ver marcharse al vetusto montón de hierros. En las ventanillas, primero lentamente y luego más de prisa, aparecía un rostro cansado de mirada apagada, era su rostro y cada ventanilla era un año de su vida, que así se había ido, como el tren, veloz y sin contemplaciones. Era un rostro vapuleado por treinta años de estar ausente. “El rostro de la frustración”, se dijo. Con una mano deshizo unas gotas de sudor que descendían tortuosas, desbordando pequeñas grietas desde la frente hasta el bigote, en tanto inhalaba profundamente de un aire de tres décadas atrás. Miró a su alrededor.., estaba solo.
Dejó la pequeña maleta en el piso y estiró los ojos por la calle abochornada bajo el sol del mediodía:
“Siguiéndola durante unos setecientos metros me aguardan mi infancia y parte de la juventud”, pensó. Antes de decidirse a recrearlas, sopesó los cambios inexistentes: el cartel gris de hormigón que rezaba Estación Sañoram con las letras percudidas que ya cuando él partió habían dejado de ser rojas para conformarse con un rosado ápático. Buscó la melladura en la pata de la erre y allí estaba, más sucia, menos evidente, pero estaba. Cuando el plomo del loco Aurelio la había concebido, en un intento simbólico de matar el lugar, lucía blanca e insinuante, cual una sonrisa irónica provocadora del segundo balazo. El largo banco con su armazón de hierro y quebracho, inmóvil, resignado desde siempre a soportar la tristeza y conformidad de aquella gente asfixiada de prudencia. “Los pollos “, pensó, y se dio vuelta para mirar hacia el montecito de sauces al otro lado de la vía. Y ahí estaban, echados al frescor mezquino del poco pasto verde, agradeciendo a las sombras su languidez; piquiabiertos y alas en ristre, igual que sus ancestros de treinta eneros atrás el día en que se marchó. Recogió su muestra de equipaje y tomó en dirección a la calle del pasado. Al pasar frente a la ventana del depósito que oficiaba de estación, miró a través del vidrio polvoriento, no sin antes abrirle paso a la mirada con la palma de la mano. El cráneo del encargado afloraba como una medusa entre los brazos cruzados, que le ocultaban el rostro adosado a la mesa, y el movimiento rítmico de los hombros, en la respiración agobiada por ese sopor de varios lustros. Llegó hasta la boca de la calle y se internó en ella, caminaba lento, quizás con recelo, y no precisamente por el calor ni el peso de la valija. A ambos lados del camino las cunetas, largas llagas supurantes, drenaban la miseria del lugar. Más allá de las zanjas, después de los alambrados, estaban las casas. Ranchos de adobe, otros de chapa y madera, algunos, muy pocos, con algún injerto de bloques que pretendió ser mejora; y las menos, un diez por ciento quizás, casas de verdad de ladrillos y con planchada. Su casa era la última y estaba de frente a la calle, como un tapón, interceptándola, como diciendo aquí se termina Safíoram. Yen la casa estaría su madre ¿cómo estaría? ¿qué madre encontraría después de treinta años? Sabía que vivía. Su reciente última carta (corta y enigmática como las cuatro o cinco recibidas el pasado año) decía:

«M‘ijo, tu padre te extraña, me es fácil advertirlo. No me lo dice, bueno siempre hablamos poco. Hablar es cosa buena, lástima que estás tan ocupado en tus proyectos. Te quiere tu madre».

Unos doscientos metros adelante, del lado derecho por supuesto, asomaba por sobre el techo a dos aguas de tejas, la cruz de madera de la capilla de “Nuestra Señora Redentora de Sañoram “. Se erguía omnipotente y piadosa como un sermón mudo preventor del pecado, pero a su vez como un puño implacable capaz de expurgarlo. Como si en este lugar fuera posible pecar, o en su defecto, si en un arrebato fugaz de ingenio alguien lo lograra, existiera para él castigo peor que el de sobrevivir allí.
El aire flotaba cansino en la calina del mediodía, bochornoso y dantesco, alejaba las imágenes, las envolvía de una magia e interés inexistentes; como una postal tridimensional, que según el ángulo de inclinación que se le dé ilusiona fabricándole espacios a su chatura irremediable. Las sombras caían heridas sobre los planos, humilladas por el fuego del sol. Todos los habitantes del caserío estaban hundidos en el sueño pegajoso y ni siquiera los niños se animaban a escaparse y desafiar el solazo de la una de la tarde. Hasta los perros brillaban por la ausencia, y si alguno olfateó su presencia, de seguro el calor se encargó de que su ladrido se transmutase en un tibio bostezo.
Así, reconquistando y sudando, anduvo la mitad del camino hasta llegar al Almacén de Ramos Generales y Bar Velásquez . La fachada seguía inmutable y el nombre debía ser adivinado en la pintura, descascarada en partes y en otras desvaída.

«Hijo este lugar esta cambiando y creciendo mucho, cada día me cuesta más llegar hasta lo de Velásquez. Besos, mamá.» ¡Qué. mierda si todo esta igual! exclamó.
A medida que se acercaba a la entrada del comercio aquella masa de carne y grasa abruptamente dormida sobre una silla bajo el alero, con la cabeza tumbada hacia un lado emitiendo ronquidos espeluznantes, la camisa desprendida y las manos trenzadas encima del abdomen voluptuoso y vivo como un hongo después de la lluvia, retrocedía y adelgazaba en su memoria hasta reconocerla.
Subió los dos escalones. Observó el rostro. La mosca en la nariz era la confirmación.
El perro, desparramado debajo de su dueño, abrió los ojos por un pesado instante, dando a entender que sólo era somnolencia y no falta de olfato su displicencia canina. Tosió prolongando la tos con un carraspeo intencional. El hombre despertó masticando el aire caliente y con una mano se limpió la mezcla de baba y sudor que le coma por el canto derecho de la boca, haciéndole brillar el mentón áspero sin rasurar varios días.
— Estos informales... — farfulló poniéndose de pie —. Tiene suerte amigo: de no ser por que me quedé dormido esperando al proveedor de pastas y fideos, hubiera encontrado cerrado el lugar.
Entró detrás del comerciante.
— ¿Qué le sirvo? — preguntó éste rascándose el vientre en tanto pasaba atrás del mostrador.
— Cerveza, bien fría. — Y se sentó a una mesa bajo el ventilador de techo arcaico y flemático.
No sé que tan fría está usted acostumbrado a tomarla. Por aquí lo frío de la bebida depende del estado y antigüedad de la heladera y la mía ya pasó los veinte años —dijo depositando la botella y el vaso en la mesa bamboleante y llena de cicatrices.
Medió un silencio de tela de araña entre ambos cruzado por miradas fijas y hambrientas, mientras la cerveza brotaba hirviente del cuello de la botella.
— La mosca también ha envejecido y engordado, eh Ezequiel.
Ezequiel Velásquez con toda su obesidad sudada y la mirada apenas escapando por una rendija entre los párpados, retrocediendo en los campos del ayer como una vaca idiota rumiando inútil en las praderas de otrora, busca y rebusca en el rostro del forastero semicubierto por el vidrio sucio del vaso y la espuma tibia de la cerveza, mientras se acaricia la verruga negra y marchita en el lado derecho de la nariz.
—jEladio! — dice efusivo —. Eladio Palermo... el perseguidor de sueños — confirma melancólico —. ¡Cuántos años! Veinticinco por lo menos ¿no?
— Treinta exactamente — corrige incorporándose y uniendo el tiempo en un abrazo.

—Lo de la mosca — exclama riendo y sosteniendo a Eladio por los hombros — me quedó para toda la vida. Tendrías unos nueve años, sí yo te llevo diez, cuando asomabas la cabeza por esta misma puerta y gritabas: “A Ezequiel se le posó una mosca en la nariz” y salías corriendo junto con el Wata. Desde entonces y como somos tres los Ezequiel por estos lados, cuando hay que diferenciamos no dicen “el bolichero” ¡Noo! dicen ¡Ezequiel el de la mosca!
-~ Entonces te molestabas mucho y eso nos incentivaba. Antes de irme ya te habías resignado y la bronca iba sólo por dentro, pero hoy veo que hasta te divierte.
¿Por eso vos dejastes de estudiar y te conformastes con atender el boliche? ¿Te dio miedo poder ver más allá?
Yo que sé, cuando terminé el secundario el ambiente estaba muy caldeado en Montevideo, mi viejo un poco enfermo; y el negocio era algo seguro, mediocre sí pero seguro. Después mi padre murió y... aquí me tenés. ¿Vos también abandonastes los estudios?
—Sí, cuando el país se puso verde. Querían que me cortara el pelo. Yo lo usaba bien largo ¿te acordás? Abandoné en tercero de liceo.
Hubo un silencio reflexivo, corto, de años y cosas perdidas. Decime, ¿el pelado que ronca en la oficina de la estación es Barragón? ¿todavía no se jubiló?
—No, es Emilio, el hijo, tu amigo de la infancia. Don Lucas murió hace unos cinco años. El pelado ya hace diez que heredó el puesto y la sordera del padre. No le alcanza para nada, de los cinco hijos tres aún son chicos. Nunca llega a fin de mes el pobre. Pero contá algo vos, en treinta años por el mundo se deben ver infinidad de cosas nuevas, de gente diferente.
Sí muchas, muchísimas. Pero todas, todas sin excepción tienen la particularidad de hacerte extrañar las cosas viejas, la gente tuya. Otro día te cuento, hoy contame vos a mi.
Y así se sucedieron por dos horas los informes de Ezequiel y las cervezas, las sonrisas y los gestos nostálgicos, los ¿te acordás? y ¿vos supiste?
—Vos eras muy soñador e impulsivo, constan¬temente con algún proyecto nuevo que se desmoronaba pronto o ni siquiera llegaba a nacer. Siempre queriendo cambiar algo, pero siempre fuiste muy utopista, sin bases y sin paciencia. Recuerdo cuando conseguiste que nos asociáramos para hacer la feria de artesanías gauchas. Sería todo un evento anual que traería gente y divisas al lugar, sólo que olvidaste que Sañoram no despierta el interés de nadie y que a esta gente le asustan los cambios.
—Lo que ocurría es que me dolía la pobreza y h conformidad de las personas, e inconcientemente me fui creando una obligación al respecto. Este lugar siempre me deprimió mucho ¿sabes? Por eso buscaba escape en esas quimeras que al fin resultaron vitalicias.
—Y si esto te deprime tanto, ¿por qué volvistes? Porque no estás de paseo... volvistes, todo en vos lo indica.
—Es difícil entenderlo, sólo estando lejos se consigue. Es como la relación entre barco y capitán. Como si pidieras y te concedieran un barco nuevo y majestuoso porque el tuyo está en condiciones penosas.
Vos sabés que lo merecés y que en ese navío vas a poder desarrollarte y navegar dignamente. Ahora, vos no te podes olvidar de tu barco que quedó varado en el astillero. Entonces pedís que te concedan recomponerlo pero te deniegan el pedido una y otra vez. Y vos seguís navegando en tu nueva nave sujeto a itinerarios antojadizos, pero tu corazón y pensamiento están junto al viejo barco; a su rumbo y su tripulación detenidos en el tiempo, con su bodega llena de ratas que son tus ratas, su timón y velamen podridos que no le aseguran un destino cierto y su casco haciendo agua por todas partes. Entonces un día decidís que si no podés componerlo te queres hundir con él y volvés.
«Eladio, me preocupo mucho por qué no comés, sin fuerzas la soledad no se soporta y la soledad es pesada, casi tanto como la vida. Te quiere tu madre».
—Decime ¿has visto a mi madre? ¿cómo está?
—Doña Elvira sale poco, casi no se la ve. Manda algún pibe a comprar lo que necesita. Después de la siesta se sienta a la entrada de la casa, la mirada fija en la calle. Con el único hijo lejos y tu padre muerto, no le quedó mucho por hacer a la pobre.
—Sí, en los últimos doce años se habrá sentido muy sola...
—Sabés, creo que don Isidro también era un soñador, reprimido sí, pero soñador. A veces me acompañaba en las tardes solitarias y lo sorprendía mirando hacia la estación, entonces le preguntaba: “~~en qué piensa don Palermo?” Y me contestaba: “Cuando Eladio vuelva todo será diferente, Velásquez, todo “.
—Tal vez porque se reprimía conseguía soportar y hasta quizás disfrutar de la realidad mediocre que lo envolvía. Yo nunca lo logré, cuando me di cuenta que mientras perseguía un sueño se me moría una realidad entre las manos, ya era muy tarde, ya era adicto.

—¿Estas son horas de llegar? — gritó con su vozarrón adiposo Ezequiel a los dos hombres que acababan de entrar, y agregó:
-Disculpame viejo amigo, recibo la mercadería y seguimos charlando... ¡estos informales!
Viejo amigo, esas dos palabras le habían quedado zumbando en el corazón. Viejo amigo, con qué espontánea franqueza fueron pronunciadas. No había lugar a dudas, estaba en casa. Recordó de pronto la última semana, llena de sentimientos confusos que provocaron la decisión de volver. Así, de súbito, como un grito en los labios de un modo ilógico, inesperado, pero incuestionable. En esos días había experimentado sentimientos encontrados: miedo, valor, dudas, decisión, vacío, saturación. Con una sensación de irrealidad, como en los propios sueños. Tan inútil como su terquedad. Impuro y exánime como un unicornio real, por lo tanto carente de sentido. Cansado de luchar por sus sueños (una lucha dura y palpable en pos de metas ilusorias) harto de estar lejos, sobre todo de sí mismo.
¡ Qué irónico! pensó y escuchó su voz confirmándole:
“Todas las cosas que quería cambiar”... “hoy he vuelto para contentarme con ellas “.
—¿Qué decís Eladio? — pregunta Ezequiel volviendo a la mesa.
-¿Eh? No te escuché bien ¿qué dijiste?
—No nada: pensé en voz alta algo sin importancia.
-No te preocupes, te entiendo; se te debe hacer difícil cotejar las diferencias con las necesidades.
-Cuando vi los pollos debajo del sausal, entendí de pronto mi ausencia y mi retorno. Como si todos estos años de estar lejos, de sufrir, de ilusionarme y extrañar, de vivir mejor a costa de sentirme peor, de adaptarme aunque nunca del todo, quedaran resumidos en la simple imagen de ellos, nueva pero idéntica, una copia año tras año, aunque no los haya visto sucesivamente. Como diciéndome: ¿Qué fuiste a buscar Eladio? La vida es esto, un poco de sol cuando hace frío y un poco de sombra cuando el sol quema. ¿Qué quisiste inventar, viejo y pobre amigo?
—No se qué decirte, fuera de que me alegro de que hayas vuelto.

«Hijo, todas las tardes me siento en el patio y miro a la calle, qué larga y qué vacía. Qué triste ser calle en este lugar. Te quiere tu madre».

Con esa última carta dándole vueltas en la cabeza retomó la calle rumbo a su casa. Ya la gente comenzaba a resucitar de la siesta, y a ambos lados del camino se veían algunos niños, junto a rostros donde asomaban rastros de otros niños. Y a su lado rostros arrugados como cáscaras de nuez, que su memoria trataba de planchar y rellenar sin mucho éxito, hasta conseguir un mísero atisbo de familiaridad.
Así fue llegando hasta el fondo de la calle, hasta el inicio de su vida. Divisó la casa humilde avasallada de años, el patio umbrío ganado por los yuyos y el aljibe húmedo y solitario. Recordó entonces las noches en las que solía levantarse yllegar
hasta el pozo, para, apoyando el pecho en el brocal, arrojarle piedras a la luna, que se deformaba y retorcía, evidenciando que no era invulnerable, ni mucho menos inalcanzable. A medida que se acercaba, la imagen de la mujer sentada bajo el alero, aumentaba en el presente de su mirada física, pero iba disminuyéndose en la mirada de su recuerdo. Parecía una caricatura de la mujer que lo despidiera treinta años atrás, minimizada y grotesca, ajada por tantos dobleces de tiempo, arrinconada por la soledad. Un detalle más del patio, de la casa. Hojarasca que el invierno se olvidó de arrastrar con él y que soporta indiferente vientos, calor y aguaceros.
Abrió el portón y los goznes rechinaron a viva voz. Se internó por el angosto sendero esquivando las matas secas, y se detuvo frente a ella. La mujer levantó la mirada con una sonrisa frágil colgándole de los labios.
—¿,Tenés hambre, Eladio? Sobre la mesa está tu plato servido, a ver si hoy comés. Pero antes andá a darte un baño, m´hijo, estás tan sudado y agotado. No es para menos, con este calor de locos no es bueno andar tantos veranos... ■

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