Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

miércoles, diciembre 19, 2007

UN HOMBRE EN EL PARQUE




por Ester Mann


Esperaba desde las siete en el mismo banco de siempre, aunque sabia que ella no aparecería hasta las siete y cuarenta y cinco. El sendero iluminado acentuaba las sombras del banco en el que estaba sentado Oscar. Ella vendría de la parada por su derecha, y caminaría con sus pasitos cortos y rápidos hacia la izquierda, sin mirar a los lados, concentrada en sus pensamientos o vaya a saber en qué. Transitaría por el sendero, atravesando el parque, cruzando la avenida y llegaría a su casita de una sola planta. Allí la esperarían los padres para cenar y él, Oscar, se volvería a su departamento de soltero para esperar el día de mañana a las siete de la tarde. Su trabajo, las visitas a la familia, los encuentros con amigos eran simples formas de matar el tiempo hasta la hora de verla. Lo peor eran los fines de semana, cuando ella no trabajaba y no volvía de la oficina a las siete y cuarenta y cinco, como todos los días. En el verano se hacía más peligroso observarla: a esa hora todavía era de día y ella podía ver a ese desconocido que hacía meses que la esperaba e incluso la seguía. Pero ella, por irreflexión o indiferencia no lo veía. En sus insomnios imaginaba distintas formas de conocerla, de iniciar una relación. Pero todas se complicaban por su cortedad, su cobardía, su miedo al rechazo. Pensaba que mientras no hiciera nada, conservaría la esperanza de que un día llegarían a conocerse y ella lo amaría como él la amaba.


La tarde de primavera en que se le cayó el libro, casi le dirigió la palabra... Corrió, lo levantó y las palabras que se agolparon en su garganta, todas las frases que había preparado en las noches sin sueño, se redujeron a un inaudible “Señorita!” . Ella dio vuelta la cabeza, tomó el libro murmurando un “gracias” lacónico y continuó su camino.
Hacía tres días que ella no venía. Oscar, abatido, decidió atravesar el parque, cruzar la avenida y tocar el timbre de la casita. Antes de llegar vio la gente y el auto blanco decorado con cintas y flores. Se detuvo, inmóvil como una piedra, y la vio salir, más hermosa que nunca, con su vestido y el ramo de azahares. A su lado, un joven de esmoquin la tomaba del brazo y juntos se dirigían al auto. La blancura de la ropa y el brillo del automóvil lo cegaron. Sus ojos, húmedos, se nublaron.

A partir de la tarde siguiente, el banco que los faroles de la plaza no iluminaban, quedó solitario, oculto entre los arbustos. ■


Ester Mann

1 comentario:

Willie Heine dijo...

Qué dos paralelas distintas! Qué dos vidas. Sólo con los finales a veces se pueden asomar las posibilidades y los resultados. Muy bueno