Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

jueves, abril 26, 2007

AVENTURAS Y DESVENTURAS DE ALE ASPIS

Estimados amigos y lectores: en las obras publicadas en este blog durante el mes de marzo (el día 4 para ser más preciso), pueden encontrar la novela de mi autoría Aventuras y Desventuras de Ale Aspis. Es una saga sobre anécdotas de gente y una ciudad, Buenos Aires, que permanece intacta en la memoria del autor, con su desgarro, su añoranza por la urbe perdida y evocada cada día,, cada hora, cada minuto y segundo de su vida en el exilio. Léanla, coméntenla y disfruten.
Con mucho cariño y angustia, Andrés Aldao

miércoles, abril 25, 2007

Escaleras mecánicas

Un relato de ElsaJaná

Reencuentro a solas para corregimos. Mis cuentos en el maletín. Los tuyos, apilados sobre el parqué junto al mantel extendido en el piso a modo de iTiesa. Fieiilp() de mate, pan tostado y literatura. Ni el feroz frío matinal podía con nuestra sonrisa- camino a lo del escritorrrr... Antes del subte, pasearnos por las galerías de Caballito. Obvio que no era tu buena mañana, porque estabas muy vulnerable a mis metidas de pata. No sin motivos. Me abrías tu corazón enamorado de ese tipo que te seducía con provocación insistente --cosa que bien pude comprobar después-. El mismo que acabó por confesarte su “sólo proFundo respeto y admiración”. Y toda esa gente... de un lado para otro, atropellando y entrecortándonos la conversación. Los pasillos, largos y de muchas luces, con salidas a calles diferentes... Escaparates con artículos nunca vistas en mi pueblo.. Olorcito a cafeterías; caballito y elefante que se sacudían con monedas; escaleras mecánicas...pies...tantos pies yendo y viniendo... Imposible no perderse. amiga. Y te enojaste cuando ya en el subte, me negué a subir. Tras un agarrate de mí-no te asusles-mirá por dónde pisás, me condujiste sobre tablones de madera y cartón, por un lugar bastante sucio con poca luz, aclarando que el andén estaba en reparación y que enseguida saldríamos de allí. Me aterré. Ese túnel oscuro; el tropel de gente corriendo sobre los tablones. haciéndolos sonar igual que disparos bajo el apuro de los pies; y ese tren que sin parar le arrancó viento a aquella estación bajo tierra...~,Qué esperabas de mí, amiga?, “acahadila de llegar” y paralizada ante tanta gente con prisa, sin entender por qué corrían.

Me impresionó penetrar esos largos pasillos de vías oscuras. También los Fucos de luz que me pasaban rápido en sentido contrario, y las ventanillas que parecían pantallas. Y qué contar del susto ante el tren que apareció de repente por la vía de al lado-. Dijiste que en un ratito más, saldríamos junto a la puerta lateral de la Casa Rosada. Que visitaríamos el Cabildo-la Catedral-la Recova-que me llevarías al puerto-al -al Congreso y la Biblioteca... Estaba un poco mareada. No lo dije por no irritarte más. Te urgía encontrarnos con el escritor.., ese tipo que querías que me conociera. Ahora me pregLiflt() para qué. Lo único que quedó de él, fue el apuro de este día que recuerdo. De pronto, se apuró de tus labios un:
“~Trajiste las copias de las novela?” Ni bien asentí, me condujiste otra vez por los túneles a las apuradas-salimos a Tribunales-me metiste en una oficina-me hiciste entregar dos ejemplares-pagamos derechos de autor-otra vez los túneles-luces rápidas-pies-escaleras mecánicas-un taxi-La Recoleta-una nueva oficina-y la entrega de cinco ejemplares más. Ufil El camino de regreso y la escalera de la pelea. Tras oírte esperá que compro más
E~les, te seguí. Me decía a mi misma qué bien te sentaba tu nuevo look en rubio, especialmente con aquel saquito de terciopelo azul y los jeans...Ya casi en la calle, apuré la mirada al piso, para no enroscarme los pies en los dientes de la la escalera mec~inica. Allí. tu grito de: “Tuti, ¿a dónde vas?” Si venía de mis espaldas, ¿cómo era que yo te estaba siguiendo? Al darme vuelta, te vi. Al borde de las escaleras. Enojadísima por mi Falta de atención. Gritabas que se hacía tarrrrrdeeee, y que ésta era la última que te hacía por hoyyyyy... y: “Volvé ya! Bajá!” Quise obedecer, te-lo aseguro. [)e inmediato. Pero... esas escaleras, sólo subían: Y encima, los que iban por ella, además de impedirme bajar. me insultaba por torpe, mientras otros, intrigados, se acomodaban a tu alrededor. Llorando y riendo a la vez, te sentaste en el piso, diciendo: “Uy uy uy que me hago pis”, y apreiahas las
manos entre las piernas. Atrás y en repentino gruñido: “Bajá ya!’. Entonces, te agarraste la cabeza, inquiriendo por quéeee tenía que pasarrrrte éeeesto justamente a vooossss. El escritor no perdonaría tu desplante; lo sabías. ‘Pero la gente, no. Sólo sabían lo que veían y oían. Continué, sin éxito, mi intento de descenso, sallando como mona, hasta que un taco del zapato f’ue a dar a la cara de alguien que también me insultó. Obvio que no era tu día. Tampoco el mío. Entonces, largaste implacable: “Salí a la calle y bajá por el otro lado! Ya!”. Más te hubiera valido callar. Salí, sí. Pero del “otro lado”, sólo ví un puesto de flores.
Muchos te siguieron cuando subiste a buscarme. También, mientras volvíamos a entrar al subterráneo por el otro lado, que resulió ser la esquina de enfrente. VOS llorabas. Atormentada por la demora a la cita, persistías cii por qué te hacía éecssssto. Y yo, que apenas podía evitar la risa, te explicaba que me había ido tras la rubia equ~R’ocada por error. Me disculpaba melodramáticamente, mientras me asaltaba la angustia reconociendo mi falta, hasta que lloré. Entonces estallaste en carcajada. Como si hubieras enloquecido de pronto, y te secaste las lágrimas. Mi llanto crecía. Era nuestra primera pelea y estaba en juego la amistad. Por eso dije: “Te juro, Patty, que te quiero con toda el alma. Me fui tras la otra rubia por error. De verdad no quise perjudicarle. Te prometo no volver a hacer nada que te lastime. Por favor, perdoname”. Nos abrazamos. Amor de amigas cii reencuentro. Estalló un aplauso de la gente apiñada a nuestro alrededor. Agradeciendo como al final de una obra de teatro, extendiste la mano en la que te ponían monedas, y te imité. Y luego, anocheciendo ya, me pusiste en el tren de regreso al pueblo y, colgándote a la ventanilla. mc gritaste: “No te pierdaaaaasssss!”, e imitaste a un moscardón que se marchaba volando. Arrancó el tren y los recuerdos de la tarde compartida: La gente; las monedas; los aparatos mecánicos; vos explicándome que “la multitú” creyó que interpretábamos una representación teatral en el subte —muy común por aquellos días-... los sandwiches que embolsarnos para los pibes que pedían en los pasillos sentados sobre cartones; monedas cayendo en tarritos; melodías de acordeón desde algún pasillo...murmullos ... el asccnsor...tu living repleto de plantas, almohadones, repisas con libros... las escaleras... Y resultaste ser vos, amiga, la que se perdió tras las escaleras del aeropuerto. Te extraño. Volvé. Gané el concurso de novelas, ¿sabés’?, pero no me la publicaron.

Todo ha muerto, ya lo sé

por Andrés Aldao

Un relato del libro Cuentos Desde Lejos (editorial del Exilio)

Joaquín Solanas inició su precoz carrera de dibujante cuando cursábamos el tercer grado de la primaria. Hoy, cuando yo ya atravesé el Rubicón de la adultez, no tengo dudas de que Amelia Soto, nuestra maestrita en aquellos felices días de la infancia, fue uno de los impulsos, o la razón decisiva, que convirtió a mi compañero de correrías y travesuras en un eximio bocetista, en un vate del dibujo.
La rubia Amelia, con esa carita ingenua y sus blancas extremidades inferiores expuestas con creativa indolencia, despertó la capacidad artística del gordo Joaquín: dibujos con las piernas cruzadas; otros, con las rodillas y los tobillos juntos, inclinados hacia uno u otro de los lados. Los había con las piernas de la Soto extendidas, o con una de ellas girando alrededor de un imaginario eje.
Todo iba sobre rieles: Amelia exhibía y el artista bocetaba. Hasta que una mañana cualquiera el gordo olvidó sobre el pupitre su última obra de arte, rubricada al pie con una ardiente dedicatoria.
Antes de salir al recreo, a la rubia Amelita (¡oh, destino cruel!) se le ocurrió recorrer los pupitres: un ángulo del dibujo del gordo, que asomaba debajo del cuaderno, despertó su curiosidad.
El resto es obvio. Cuando volvimos del recreo la Soto le pidió a Joaquín que se acercara. Y allí, en el podio sagrado, delante de toda la purretada, le estampó una soberbia y sonorísima cachetada.Un sismógrafo hubiera determinado que el bife de nuestra maestrita alcanzó los 7,5º de la escala Richter.
Las huellas rosadas de cuatro (de los cinco) dedos de la maestra quedaron de muestra en su mofletudo rostro. Estoy seguro de que en ese embarazoso instante el gordo decidió hacer un elegante mutis. Desde ese infausto día cesó de dibujar a la Amelia Soto. O, dicho con propiedad, a las piernas tersas y blancas que, sin duda, le quitaban el sueño.
En lugar de bocetarlas mientras la modelo “posaba”, el gordo dibujaba de memoria, agregando detalles fruto de su imaginación proficua. Joaquín había iniciado la etapa creativa de su carrera. Al día siguiente, todavía agraviado, el gordo me propuso, de sopetón, tomarnos un día de “franco”: “Flaco. -me dijo- ¿Porqué no nos hacemos la rabona?”.
La proposición, elocuente y atractiva, me sedujo. Y nos hicimos la rabona. El sol nos acompañó en la aventura, yéndose a pasear por otras galaxias. Las nubes, sonrientes, tenían todo el cielo para ellas.
El gordito y yo estábamos unidos en las travesuras, los juegos y las confidencias. Expresábamos con verguenza el cariño que nos ligaba. Éramos buenos compinches, uno flaco, yo, y el otro regordete y bien alimentado, Joaquín Solanas.
Vivíamos en Caballito, en la calle Figueroa. La casona de los Solana era de estilo antiguo, con entrada para auto y bellos vitrales, vajilla de plata y porcelanas, sirvienta con cama y la mar en carroza.
Nosotros teníamos nuestra casa pegados a la casona, en un departamento al que se llegaba atravesando un largo pasillo. En realidad, era un conventillo, medio hotel de inmigrantes, para laburantes que vivían del fiado. Y a veces de la caza y la pesca.
Fuera del gordo, todos los esquenunes éramos reos diplomados en la escuela de la calle, aunque algunos pisamos el palito de la lectura (Carlos de la Púa, Edgar Wallace, Verne, Salgari, Sexton Blake, y lo que venga). El gordo y yo leíamos todo lo que caía en nuestras manos: historietas, libros, revistas. Ibamos descubriendo con infantil asombro lugares remotos, o nos extasiábamos con secuencias de un mundo más simple, sin ordenadoras, con personajes buenos y malos, en el que siempre triunfaban Dock Savage, Dick Tracy, el Agente X9.
El tiempo nos pasaba entre juegos, lecturas y fechorías tales como tocar timbres y salir disparando, o patearle el cajón de fruta a algún vendedor ambulante.
Fueron tiempos de ingenuidad; Caballito era un inmenso bosque encantado, con brujas y hadas; una aldea mágica con trapecistas y payasos, calles adoquinadas y tranvías que nos desafiaban a bajarle el “trole”, muertes y delirios que no entendíamos. Compinches inocentes, a veces tiernos, otras torpemente crueles, huíamos de la tiranía de los viejos y la incomprensión de la gente mayor, atados a reglas y costumbres rígidas. Queríamos saber, aprender los misterios de la vida. O, como suspiraríamos tiempo después, “tomar el cielo por asalto”. Pobres gilunes, nosotros, enfrascados en sueños que iban a terminar como crueles pesadillas.

Pero estábamos en el día de nuestra rabona: pues no fuimos a la escuela. Recorrimos las callecitas del barrio contándonos estupideces. Las morisquetas de Joaquín y mis imitaciones nos desternillaban de risa. Por último, transpirados, despeinados, los zapatos cubiertos de polvo y extenuados, decidimos terminar la aventura. También febo acabó con su rabona, reapareciendo jocoso en el firmamento.
Cuando regresábamos, el gordo y yo entonamos a capela y a grito pelado: “Febo asoma/ ya sus rayos/ iluminan el histórico convento”. Esa mañana habíamos perdido la clase de música.Y como quien no quiere la cosa, el gordo me dijo entre dientes: “¿Sabés una cosa, flaco? Yo la perdono a la Soto”.Y el gilún sentimental se largó a hipar. La Amelita. Rubia, angelical e inolvidable maestrita de tercer grado.

La niñez quedó atrás. Al terminar la elemental, seguimos estudiando en la secundaria. Allí calentamos los bancos durante cinco adolescentes años. Aunque el gordo y yo ya no vivíamos en Caballito, nos veíamos a menudo. Casi todos los días nos juntábamos con los antiguos amigos en el bar Gaona, al lado del cine Pellegrini. Descubrimos el placer del primer cigarrillo; el paño verde nos hacía sentir “hombres”; saboreábamos aquellos balones espumosos acompañados con tostadas de crudo y queso.Y las estruendosas polémicas sobre la guerra, Perón, el marxismo, Codovilla, el origen de la vida y el revisionismo histórico. Joaquín, mientras tanto, se había transformado en un hábil dibujante. Su talento artístico se perfeccionaba en relación directamente proporcional a sus ensoñaciones eróticas.
En esa etapa de su vida el gordo, por fin, halló una nueva modelo: Angélica Dubois, la profesora de francés. Alta, áspera y mandona, la “Dubuá” era una mujer de clase. Nos mantenía a distancia con aquella mirada felina que, pueden creerme, nos acobardaba.
Mas Joaquín era un apostador de cuna: la dibujaba al pastel y al óleo. Los arrogantes senos de la profesora recibían una meticulosa dedicación de orfebre. Los labios de la Dubuá, decididamente eróticos y acicate para nuestras fantasías, resaltaban en sus obras como dos frambuesas afrodisíacas.
Antes de terminar los estudios nuestras vidas fueron tomando rumbos divergentes. Nos veíamos esporádicamente. La relación se desvanecía, como la infancia, esa hermosa vivencia del comienzo, del echarse a andar, del aprendizaje. Nos perdimos de vista.

De vez en cuando el gordo resucitaba en mis pensamientos. era como frotar la lámpara de Aladino y verlo a Joaquín plantado delante mío. Con la misma fugacidad desaparecía, se esfumaba como se disipan nuestros sueños nocturnos a la mañana siguiente.
Pasaron muchos años. En realidad, casi toda la vida. Ya no vivo en Buenos Aires, mi patria chica. En una de mis visitas, viajando una mañana cualquiera en colectivo, subió un tipo medio pelado, panzón y envejecido. Era uno de esos vendedores de baratijas de la fauna porteña.

«Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos días.aquí les ofrezco este útil artefacto.«
«blablablá, blablablá; y por si esto fuera poco, también blablablá. ¡por cinco pesos solamente!»

Pasó a mi lado y giró la cabeza. no dudé: era Joaquín Solanas, el gordo, mi amigo de la infancia, el Cellini del lápiz. Callé; pienso que también el gordo me reconoció y por alguna razón prefirió seguir de largo. Me dejó cavilando.
Pasaron algunos días y el recuerdo de Joaquín no me abandonaba. Fue entonces cuando interpreté el mensaje. Yo quería, necesitaba revivir el pasado, recrear mi infancia. Tal vez el gordo que pasó a mi lado fue una sombra, un desgarro onírico. Incluso, ni sé si era Joaquín Solanas. Ni tenía importancia. Capté, angustiado, que la niñez fue el punto de partida, el comienzo de la vida; que yo me negaba a partir sin hacer esa última travesía. Era como protegerme de la parca, alejarla, hacerme inexpugnable. Estuve deprimido varios días.

Antes de irme de Buenos Aires volví a recorrer los lugares en que transcurrió mi infancia. Nada era igual, todo se veía distinto, cambiado. Me sentí como un intruso que pasea por extrañas comarcas. Busqué mi casa, a mis amigos; ví el potrero de la esquina hollado por un edificio flamante, la casona del gordo despintada, los paraísos de mi Figueroa sin aquella fragancia esotérica. Yo, el extranjero, en mi propio barrio.
Mientras unas lágrimas boludas se deslizaban por mi facha, pensé: “Soy el forastero extraviado en el pasado; el que rastrea su ayer atesorado en alguna magnitud impenetrable”. Inflado como una pulga debido a mi “brillante” metáfora, y como inútil responso por los tiempos idos, emponchados en un melancólico sudario de recuerdos, pensé para mí: «Ché, viejos compinches, déjense de joder: Todo ha muerto. ya lo sé» ·

Llueve

Llueve

(Un relato de ElsaJana)

Norma era dueña de ese don que nos mantenía prendidos de la risa, mientras parodeaba a la gallega, revoleando piernas y brazos al son de sus castañuelas y de la jota que interpretaba Angejjo. Aquella noche me dijo: Traete unos sand-wiiii-chitossss de la cocina. Ah! Y lleva un paraguas por las dudas. No entendimos la broma, pero sabíamos que sus sinsentidos, enseguida se convertían en carcajadas que, esta vez, adquirieron tono de humor negro. Regrese’con la bandeja repleta y el paraguas abierto, húmedo. Por seguir a mi amiga en su locura, pregunté: -Angelito, ¿ te traerías un vino de la bañadera (ese era el sitio de las bebidas entre barras de hielo, para las reuniones de muchos comensales). Ah!, y no olvides el paraguas. Volvió con la botella y el paraguas mojado. Norma tomó la posta y el paraguas que ya mataba de curiosidad y fue a buscar tarteletas. Al regresar con ellas, además del paraguas, traía un impermeable. Y, en un ataque de risa, revoleó los enormes ojos saltones y pícaros que pasaban por todas las emociones con apenas un revoleo en otro sentido (una de sus habilidades que mas festejabamos), y explicó: -La lluvia es cada vez mas intensa. ¿Estaremos seguros en casa?” Decidí verificar y tomé la posta, recorriendo el largo camino hacia la cocina. Norma vivía en una casa chorizo de doble enrada, en un viejo edificio de Bartolome Mitre. Para ir del living a la cocina, había que atraveár la biblioteca, la sala de música y un larguísimo pasillo. Por eso es que, entre los tres, nos pasábamos la posta, para tomarnos un descanso en la maratón. Regresé con lo esperado y causé sensación al agregar al vestuario un par de botas hasta las rodillas que habían pertenecido “al doto?’ (el padre de Norma) que, por ser muy andes, me hicieron tropezar y desparramar todo lo que traía. Me incorporé con dignidad y diCe: Acabo de llamar a los bomberos porque se está inundando la casa. Cuidado si van a a cocina. Apagué las luces por seguridad. Llueve a mares por las lámparas del techo.” Celebrando mi locura, los invitados fueron a balconearse las risas y el excedente de alcohol, al chisporroteo de encendedores y fósforos. Las cenizas enrojecidas ahumaban tintineantes bajo el esplendor de las estrellas. Bailoteábamos gallegadas cuando oímos el ullular del autobomba y los típicos circulos de luz roja se colgaron por el balcón. Tras ello, el timbre. Algunos bajaron por el ascensor de jaula, otros lo hicimos por la escalera, con mejor fortuna, ya que se cortó la luz y los del jaulón quedaron varados entre el primero y la planta baja, llenando la oscuridad de murmullos y risitas histéricas. Quién sabe qué habrán pensado los bomberos, al ver a Normita vestida de cantaor a pura blusa de lunares y casquete con borlas de lentejuelas; a Angelito en un hermoso atuendo de bailarina de colmao y pintado hasta las orejas; y a mí, empapada, con paraguas, piloto y aquellas botas de pescador. Procedimos a explicarles que nos inundábamos, acotando: “Llueve por los candelabros.” Ni pca de seriedad en nuestras palabras. Todo era tan ridículo que no podíamos evitar el ataque de ri’as. Los bomberos enseguida llamaron a la federal que, en menos de tres minutos, estacionó dos patrulleros a la puerta. Averiguaciones, verificaciones, cotejo de antecedentes, y entraron a reconocer el estado de las cosas. Entramos por la cocina y atravesamos el pasillo a oscuras hasta el living donde, desde el ventanal, la luz de la calle iluminaba a los invitados que, a pantalón remangado y zapatos en mano, pisaban el agua. La gravedad de los acontecimientos exigió una llamada extra a emergencias eléctricas. Los vecinos empezaron a amontonarse mientras nosotros aclarábamos los hechos.

LINA CAFFARELLO - Dos de sus poemas


La herida

Ellos miran en silencio
su silencio
que pregunta al bandoneón
y a la guitarra
la razón de estar ausente.

Bocas dolientes que no saben si decir
o no decir
que aquí en el sur
la ausencia ni siquiera es una sombra
pero nunca es el olvido.

Manos desnudas
pentagrama abandonado
canto hueco de guitarra y bandoneón
compás al sur
de redondas y de fusas.

Equidistantes ojos
con su herida fijada en el vacío.


Avei coæ *

No lo digas

no es la sombra violeta
de algún ciervo.

De este lado hay una mesa
pero quemarás tus uñas
y arderán los peces
antes de que encuentres un lugar

Hay herbaje en aquel techo
y nadie creerá
que cae como risas o tijeras
sobre las tablas de Homero.

De este lado hay una estela blanquecina
y dos palabras ciegas que
de un solo tajo
cortan corazas y plumones.

No lo digas
pero aún es posible que tu viaje
escinda las razones del océano.


* Avei coæ «tener ganas» en lengua genovesa

jueves, abril 12, 2007

CONCURSO DE POESÍA LIBRE


La revista que nunca duerme
CONCURSO DE POESÍA LIBRE
· La revista Artesanías Literarias (http://www.artesanias.argentina,co.il/) convoca al Concurso de Poesía Libre con el propósito de alentar y difundir la creatividad poética y su expresión en internet.
· Los participantes deberán enviar sus obras mediante correo electrónico por adjunto a la siguiente dirección: andresaldao@gmail.com.En el asunto del mensaje deberá indicarse el seudónimo y agregar «Para el Concurso de Poesía Libre» (en este orden).
· Los poemas deben ser escritos en idioma castellano, tema libre. Cada participante enviará un poema o un grupo interrelacionado de tres, con una extensión total comprendida entre 50 a 75 versos, tamaño A4, a doble espacio, en letra normal verdana, cuerpo 12.
· Podrán participar escritores de cualquier parte del mundo, mayores de 18, noveles o con trayectoria literaria.
· Los poemas deberán ser inéditos, no publicados con anterioridad en ningún medio gráfico o virtual, ni haber sido premiados en otro concurso. Tampoco podrán participar al mismo tiempo en otro certamen literario.
· Cada participante puede presentar un solo poema y deberá escribir el seudónimo en el encabezamiento.
· En correo electrónico aparte se escribirá el seudónimo en el asunto, y por adjunto el nombre, apellidos, número de DNI, dirección postal, dirección electrónica y teléfono de contacto. Se adjuntará, asimismo, un breve currículum del participante.
· El plazo de entrega finalizará el día 15 de junio de 2007.
El fallo del jurado tendrá lugar el día 30 de junio de 2007.
· Los premios consistirán en la publicación de los poemas ganadores en una sección abierta de la revista Artesanías Literarias (Los Premiados), tanto del poema ganador como el de los otros finalistas (hasta cinco) a todo lo largo del año 2007. A cada uno de los cinco autores se le entregará un diploma que acredite la participación y el premio recibido.
En caso de considerarlo necesario, los miembros del jurado podrán ampliar la lista de ganadores con menciones de honor, hasta otros cinco participantes.
· El jurado, cuyo fallo será inapelable, estará compuesto por poetas de reconocida solvencia literaria. Su composición se hará pública al momento de dar a conocer el fallo.
· IMPORTANTE: los textos que no cumplan los requisitos de estas bases y las del correo con los datos personales, serán descartados.
· No podrán participar de este concurso los integrantes del staff de “Artesanías Literarias”, incluyendo al director y/o Asociados.
· Los trabajos que no sean premiados, o que no hayan recibido mención, se eliminarán una semana después de haber difundido públicamente el fallo.
· No se mantendrá correspondencia con ninguno de los autores.
· Tanto los datos personales, dirección postal, teléfono, etc., cuanto las direcciones electrónicas, no serán divulgados públicamente bajo ninguna circunstancia, salvo la identidad de los autores premiados .

domingo, abril 08, 2007

El reposo del centrojás - Osvaldo Soriano


Obdulio Varela (16 de julio de 1972) A Daniel Divinsky


La Historia de vida , tal como se la conocía en el suplemento cultural de La Opinión, era una de las formas más difíciles del reportaje. Consistía en escuchar, ante un grabador, durante cinco o seis horas--tal vez más--, a un hombre o una mujer que reconstruían los mejores--o los más terribles--momentos de su existencia. Luego había que comprimir sin reducir, restituyendo a la vez el sabor del relato, el estilo narrativo del entrevistado. Carlos Tarsitano, Ricardo Halac, Julio Ardiles Cray y yo practicábamos el género en La Opinión. Esta entrevista me fue sugerida por Hermenegildo Sábat, quien ilustró en el diario casi todos los textos que contiene este volumen. El 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán--y mucho más--de ese equipo joven que empezaba a desesperarse. Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido--y el rival--, fueran otros. Hubo un intérprete, una estirada charla--algo tediosa-- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo. Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.


Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata en enero de 1943. En 1973 publicó su primera novela Triste, solitario y final, traducida a doce idiomas. En 1976, después del golpe de Estado, Soriano se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires. En 1983 se conoció en Buenos Aires No habra mas penas ni olvido, llevada al cine por Héctor Olivera, que ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. En 1983 se publicaron seis ediciones de Cuarteles de invierno, ya considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia, y llevada dos veces al cine. En 1984 apareció Artistas, locos y criminales , y en 1988 Rebeldes, soñadores y fugitivos, colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo año se publicó A sus plantas rendido un león, la novela de más éxito editorial de los últimos años. Entre 1989 y 1990 escribió Una sombra ya pronto serás, llevada al cine en 1994 una vez más por Héctor Olivera . En 1993 publica Cuentos de los años felices, historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el periódico Página/12, del cual Soriano es asiduo colaborador.Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte paises y traducidas a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso. Murió el 29 de enero de 1997 , hace diez años, en la Ciudad de Buenos Aires.

EL RETORNO - por Ester Mann

Cantaba y gritaba mientras iba bajando de la montaña. Todo mi cuerpo ardía de excitación y gozo. A pesar del dolor en el pie hubiera querido saltar y bailar, pero avanzaba con lentitud, todo lo rápido que la herida me lo permitía.
A lo lejos vi brillar las vías del tren y a los pocos minutos pasó uno hacia el norte. A mi me daba lo mismo norte o sur, sólo quería llegar a la estación más próxima. Necesitaba con urgencia un hospital, por lo menos un médico. Mi suerte, que pareció cambiar al encontrar la piedra, me traicionó una vez más cuando me di el hachazo en el pie.
Hacía meses que no veía un ser humano: en el invierno mis compañeros habían resuelto irse. Yo me quedé.
Después de casi un año de cavar, alejados de la civilización, ya no nos soportábamos, o, mejor dicho, ya no me aguantaban. Yo no tenía nada mejor que hacer ni familia que me esperara. Quise seguir intentando y, además, quería abrirme, estar solo...
El mapa de la mina lo había dibujado con un tizón en la tapa de mi mochila y por las dudas, lo bordé con el hilo de coser. Traía en el bolsillo un diamante del tamaño de una mandarina. “Espero que en la estación no se me asusten los negros −murmuré−; la pinta que debo tener con el pelo y la barba largos, sucio y rotoso, con un solo botín, el pie vendado con una camiseta y con una rama por bastón...”.
Otro tren, esta vez hacia el sur. A mi derecha las vías se curvaban y también éste disminuyó la velocidad para tomar la curva. Tal vez pudiera treparme sin necesidad de caminar hasta una estación... Calculé que en una media hora llegaría a la vía. No tenía un centavo, palpé el bolsillo con el diamante; con él me sentía seguro.
******
Bueno, esta vez mi suerte perra se había portado, ya estaba en el tren y después de tirarme en el primer asiento de un vagón desocupado por completo, y descansar un rato, empecé a caminar hacia el primer vagón. Todo vacío, ni un solo pasajero. ¡Esto sí que era raro! No había locomotora: era un tren automático, sin conductor, una computadora con luces que se prendían y apagaban lo dirigía. Me dio una especie de escalofrío pensar que era el único ser humano que viajaba y quise bajarme lo antes posible. Pasamos como una ráfaga por dos paradas sin detenernos, y decidí que esto era demasiado para mí. En la próxima oportunidad que el tren disminuyera la velocidad yo me tirararía. Y así lo hice. En una curva cerrada que capté de lejos, el tren redujo la marcha y yo me lancé. A unos trescientos metros distinguí algunas casas y carteles de propaganda. Me dirigí cojeando hacia ese lado.
***********
¡Ni un alma! Las calles vacías me asustaron. ¿Qué estaba pasando? Entré a un negocio con pinta de almacén. Ya adentro, el polvo que cubría los mostradores, las telarañas en la máquina de cortar fiambre, el inusual silencio me angustiaron como nunca antes en mi vida. Los peligros que afronté en el pasado no se comparaban con esta soledad. Ni perros ni gatos: nada, ni un ser viviente. El almanaque que colgaba de la pared señalaba el 12 de junio del 2006, el invierno pasado. Si no me equivocaba, era la fecha aproximada en que mis compañeros se habían ido. Pero, por supuesto, no tenía idea de hacia qué dirección habían partido.
Salí del almacén y empecé a caminar por las calles del pueblo. Dos o tres semáforos seguían funcionando, pero ni un solo coche en la calle. Entré a una casa que tenía la puerta abierta de par en par. Nada, todo ordenado, la heladera funcionaba y había comida en buen estado. Me preparé un café y comí lo que encontré. Mi cuerpo no me permitía sumergirme totalmente en el terror y me exigía ocuparme de él. En el baño, me lavé y desinfecté la herida. Me vendé el dedo y me puse el otro botín. Me afeité y me corté un poco el pelo. Seguí recorriendo el caserío. En todos lados lo mismo: puertas sin llave, heladeras con comida. No había sido una huída precipitada. No había cadáveres... eso descartaba una epidemia, o guerra atómica o terremoto.
En una calle lateral vi un camioncito bastante viejo. Las llaves puestas como si alguien hubiera decidido viajar pero hubiese cambiado de idea a último momento. El tanque estaba casi lleno. Decidí dirigirme al norte, que era más poblado. Empecé a viajar pero a los dos kilómetros me di cuenta que iba hacia el este, en dirección a la costa... El vehículo no respondía a mis golpes de volante. Al tercer intento me bajé del auto furioso, desorientado, sin entender qué ocurría y aún más impresionado que antes.
Tuve que reconocer que me daba lo mismo ir hacia la costa, que algo que mi mente no podía captar estaba ocurriendo. Un campo magnético, se me ocurrió, y eso me dio tranquilidad. Apreciaba una levedad en el aire, mi cuerpo parecía haberse achicado, me sentía más liviano y el pie ya no me dolía. La radio emitía solo sonidos de estática, pero puse una cinta de música brasileña que encontré en la guantera y me largué a cantar a gritos. De pronto me sentía muy bien, alegre, lleno de vida, hasta eufórico. Dejé de hacerme preguntas. Había viajado unas dos horas cuando una cantidad de autos estacionados en todos lados me impidieron seguir. La ruta estaba cortada, eran cientos de coches vacíos. También yo dejé el camión, tomé mi mochila y caminé sorteando los automóviles. Según el cartel que había visto, faltaban cinco kilómetros para la playa. Caminé durante veinte minutos, los coches comenzaban a ralear. En los claros, al lado de los árboles, recostados sobre las rocas, sobre el césped, en todos lados había grupos de personas muertas. Parecían familias enteras, al lado de muchas yacían perros o gatos, también muertos... Sólo la ropa me indicaba el sexo de los cadáveres; ya estaban en estado de descomposición, aunque no muy avanzado.
No olí nada, el aire seguía limpio y calmo. No sentí asombro, sino conformidad. Consideré que todo era como debía ser. Seguí caminando pero ya no para observar, sino para encontrar el lugar apropiado para mi. Llegué al mar, muy cerca del agua había una gran roca vacía. Me recosté, saqué el diamante del bolsillo y lo coloqué frente a mis ojos.


Ya estaba listo para unirme al resto del género humano... ■

martes, abril 03, 2007

HACIENDO LA CALLE

por Ester Mann
La basura no me molesta para nada. No sólo no me afecta, sino que me complazco en hurgar dentro de esos inmensos contenedores para buscar mi comida...
Lo más extraño es que el olor no me disgusta...Y eso que ahora mi olfato es muy fino... Puedo encontrar entre la masa de bolsas de plástico, papeles y cartones, el paquete que tiene los mejores restos comestibles.
En fin, evidentemente no es sólo mi forma lo que cambió, también mis gustos, mis costumbres, la calidad de mis sentidos, mi sexo...
Sin embargo, hay algo que conservo de mi vida pasada: mi andar rítmico y elegante, mi piel sedosa, mis ojos grandes y verdes...Perdí en cambio mi grácil cintura, mis largas piernas, mi negra mata de pelo. Los hombres se volvían locos por mí, y yo, ¡Dios me salve! los aproveché...
Empleé mi talento para atrapar a los hombres en mis redes, para conseguir su dinero, sus regalos de joyas, pieles, ropa...Ellos me mantuvieron durante trés décadas al nivel de una mujer rica. Luego vino la enfermedad, que rápidamente me llevó a la muerte.
Mi vida anterior fue corta, es verdad, pero la disfruté por entero. Me placía el poder de mi belleza, y aunque era muy inteligente, y podría haber estudiado para bien de mis semejantes y del mío propio, preferí ser una "mantenida", ejercer mi poder y mi inteligencia entre las sombras de de los dormitorios, en la penumbra de los bares con la complicidad de los camareros.
También mi cultura y mi sensibilidad eran la mercancía que atraía a los mejores postores. Los pobrecitos podían encontrar en mi regazo comprensión, consuelo y un contrincante apropiado para sus veleidades intelectuales.
Nunca amé: en la soledad de mi cuarto... despreciaba y me mofaba de los amantes ocasionales. Me alejé de mi familia; mis padres y hermanos no podían entender el sentido de esa vida mía. Mis padres se culpaban de haberme dado demasiada libertad y no haberme insuflado ideales, responsabilidad, un objetivo...¡¡Pobres! Una vez que se prueba el sabor del poder, todo el resto es insulso. Si hubiera dedicado mi vida a una carrera política, me hubieran aplaudido. No sospecharon que realmente fui una política, aunque no me presenté nunca a elecciones...
Sí, esta vida es mi castigo. Ahora estoy solo, sin hogar, sin una mano amiga, huyendo constantemente de chicos y piedras, refugiándome entre los tachos cuando arrecia la lluvia.
Si tenía que aprender que la vida tiene el sentido que uno le da, y que la búsqueda de poder desnaturaliza ese sentido, pues lo he aprendido...
Nada mejor que ser un gato callejero para saberlo....