Foto de Cartier Bresson

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lunes, enero 28, 2008

Hallazgo - un cuento de Cristina Wajswol




Alejado del bullicio del centro comercial del barrio, el lugar parece abandonado.
La vieja cortina metálica, permanece a media asta a excepción de las horas de la siesta, durante las cuales, como es lógico suponer, la misma se cierra.
Con un poco de paciencia, se consigue descifrar los entreverados graffiti que cruzan la fachada. A la izquierda de la cortina, manchado de pintura, sobrevive el que una vez fue el prolijo cartel portador del nombre del local, en el que se ve una solitaria letra T.
Todo se ve gastado, nada es, sino lo que fue.

Las casas vecinas fueron recicladas, no así las veredas, por donde asoman raíces de árboles añejos. Racimos de coquitos amarillos, salvados de escobas, que no se toman la molestia de tocarlos: ensucian zapatos y baldosas.
Aun existe en esa cuadra un almacén como los de antes. De allí salen vecinas con bolsas de red cargadas y niños que corren con un pan o un litro de leche en la mano, las monedas del cambio en la otra y un chicle estrenándose entre los dientes.
Envoltorios varios vuelan y se amontonan el torno al paraíso, insultando la tierra. Vacías cajillas de cigarros, bolsitas de nylon, y papeles de golosinas que una vez a la semana alguien junta y quema.
En la esquina se destaca la cruz roja de la farmacia, sus vitrinas repletas, y las obligadas rejas, que mitigan aunque sea un tanto, la inseguridad de quien fuera asaltado varias veces.
Estacionados frente al taller de afilados, dos vehículos se acomodan desde el amanecer hasta que cae el sol, tosiendo de vez en cuando, y despertando a los que duermen, con su ronca voz de coche viejo.

El barrio es una mezcla de tiempos, voluntades, respetos y atropellos. Como en todas partes, existe detrás de cada puerta un mundo.
A juzgar por su apariencia, detrás de la cortina todo debe ser humedad y polvo, pisos de largos tablones de madera y ambientes de techos altos.

Golpeé y esperé. Alguien subió lentamente el telón de un escenario que distaba mucho de ser lo que uno prejuzgaba de afuera. En el centro de cada espiral en colores pastel que mareaban el piso, alguien esperaba. Faroles chinos colgaban desde vigas de roble.
- ¿Puedo pasar? – pregunté, casi sin mirar a mi interlocutor.
- ¿Para qué?
La pregunta me descolocó.
- No sé.
- Entonces, puede pasar.
Caminé en cámara lenta proyectada a mi destino. Bajo un farolito reconocí el espiral que me correspondía. Aspiré el olor a tierra después de la lluvia que emanaba del centro y allí esperé. Las raíces que fui echando fueron finos hilos de bordar, y las blancas flores adornos en mi pelo. A mi lado, un anciano salido de un antiguo cuento oriental narraba una bella historia de amor.
Escuché, florecí, me envolví en susurros y dormí. Soñé con una pesada cortina metálica tras la cual, la oscuridad, altos techos, pisos de tablones y un desagradable olor a humedad eran surcados por insólitos hacedores de magia.

Cristina Wajswol
19.08.07

1 comentario:

silvia dijo...

Cris, tu relato tiene tonos poeticos que me atraen mucho.


Silvia